En mi pueblo, hasta hace bien poco, no había luz eléctrica. Tampoco era de imperiosa necesidad pues todo lo que había que hacer de provecho se hacía de día y la noche era para el descanso y la intimidad en el hogar.
En lo oscuro nos alumbrábamos con velas, lámparas de aceite —el candil de latón, el más usado por su fácil porteo—, el carburo que da una luz más blanca e intensa aunque es difícil de manejar y peligroso por la posible explosión del gas comprimido, o el quinqué de alcohol o petróleo, con el que era corriente alumbrarse durante la cena y la conversación posterior, alrededor de la mesa de camilla. Y, distribuidas por la casa, como referencia en las levantadas nocturnas para hacer aguas menores, las mariposas, que alumbran ininterrumpidamente estampas de santos, de la patrona o la vitrina portátil de la Virgen del Carmen.
Eran luces débiles, amarillentas, inquietas... «que producen sombras que se mueven, / que semejan fantasmas que te acechan, / que son el escenario de los cuentos / que narran los mayores cuando cuentan / y aleccionan del peligro de los malos / e inducen a los niños a que se duerman».
«—Soy la Zaragutía, que canto de noche y duermo de día —representaban con voz engolada y tenebrosa.
—¡Ay, mamaita mía, ¿qué será? —imitaban al niño.
—Duérmete, niño mío, que ya se irá —hacían de madre.
—¡No me voyyyyyy, que detrás de la puerta estoyyyyyyy! —repetía la voz asustadora».
Los niños aparentaban dormirse, haciendo caso del mensaje, pero la realidad era que el miedo los espabilaba y, cuando se dormían por fin, soñaban pesadillas.
Pero a lo que los niños tenían auténtico pavor era a la “marimanta”, un fantasma real que, desde tiempo inmemorial, vagaba por las calles del pueblo durante la noche. Pocos confiesan haberla visto pero los que sí lo hicieron la describen como una sábana que anda, con un farol que le alumbra el camino, se desliza sigilosa, pegada a las paredes, como escondiéndose de posibles observadores y, de pronto, desaparece entrando por una puerta o ventana abiertas. Cuando salía la “marimanta”, al día siguiente todo el mundo estaba enterado del acontecimiento y, curiosamente, comentaban de manera jocosa el itinerario que había seguido, la casa donde había entrado e incluso alguno se atrevía a especular también de la que había salido. ¿Por qué la gente mayor se ríe y no le da miedo estas cosas?
Desde hace un año hay electricidad en el pueblo. El alcalde ha instalado un generador que la produce en un cobertizo que han hecho junto a la laguna. La gente le llama “el motor”, porque es más genérico y es el único que tenemos y como apellido le ha puesto el nombre de la persona encargada de manejarlo: “el motor de Robustiano”. Es un conjunto de piezas metálicas que, por combustión de gasóleo, acciona una pequeña rueda que gira rápidamente. Y ella, mediante una correa de cáucho, transmite el movimiento a otra más grande, a varios metros de distancia, que es la que produce la corriente eléctrica. Es todo un acontecimiento para los vecinos de todas las edades verlo funcionar al atardecer. Nos parece sobrenatural que el aparato pueda andar solo y admiramos a Robustiano que, sabiéndose observado y sintiéndose superior en el oficio, maniobra vigilando los detalles, engrasando aquí y allá y secándose el sudor con un pañuelo sucio que guarda en el bolsillo del mono azul, junto a llaves y alicates. Los remaches metálicos de la correa, tantas veces reparada por rotura y dificultad de reponerla, al pasar por las ruedas, aportan un ritmo divertido al sonido acompasado del motor.
Ahora, todo el vecindario tiene luz. Cada casa dispone de una sola acometida que debe conmutar si quiere iluminar más de una estancia. Solo la gente rica, que es la que contribuye al mantenimiento del motor y al abastecimiento de gasógeno, tienen más de una. Y hace alarde de ello abriendo las puertas y ventanas y mostrando orgullosa las habitaciones iluminadas por lámparas de cristales colgantes que juegan con la luz desprendiendo reflejos irisados o dejando oír el sonido de los aparatos de radio con noticias de lejanos lugares e intereses y sonidos atrayentes de música que termina por hacerse conocida, «a beber, a beber y a apurar las copas de licor, que el vino nos hará olvidar las penas del amor...».
El cable eléctrico discurre por la fachada de las casas dejando incrustados en las esquinas unos platos esmaltados que protegen y proyectan sobre el empedrado y las paredes la luz mortecina de lámparas incandescentes. Es el acontecimiento esperado cada tarde y su aparición despierta un murmullo general de aprobación. A veces, un apagón momentáneo provoca un «¡oooooh!» de decepción; entonces, la chiquillería entona una frase consabida a ritmo cansino: «Robustiano arriba, Robustiano arriba...» mientra celebra la lenta vuelta luminosa.
José y yo sabemos que la Zaragutía no existe pero nos aseguran que todavía sigue saliendo la marimanta. Por eso, antes de hacerse de noche es el momento de cesar los juegos, de volver a casa, de recogernos; pero ese lapso impreciso del atardecer ha inducido muchas veces a errores de concierto. Ahora es Robustiano con su motor el que señala precisamente ese momento: «cuando se enciendan las luces».