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5 de febrero de 2013

El betijo


Un sol tibio de febrero se empeña en calentar inútilmente los costeros del pequeño valle. Los fríos intensos con que se ha desayunado el nuevo año dominan el ambiente sosegado de esta plácida dehesa perdida en las estribaciones de Sierra Morena. El filtro azul de la distancia denuncia los verdores de la umbría que preñaron las lluvias del otoño, y el rumor de correntías entre zarzales se confunde con el tilín andante que tañen las esquilas. El perenne manto de encinar apenas cubre los finos pastos donde pasta un rebaño; y allá arriba, en el riscal, un pastor se deja acariciar por la solana mientras observa el devenir de sus caprinos que mordisquean entretenidos los tallos tiernos entre las piedras o alzan sus pezuñas saboreando el manjar de los ramones. Estoy seguro que me ha oteado ya hace tiempo y espera que me acerque, con aire indiferente, sacando astillas con su navaja a una vara de abedul.
—¡Buenos días! —saludo, ofreciendo la mejor de mis sonrisas amistosas.
—Buenos días —responde, con mirada escrutadora sobre rostro inexpresivo.
—He salido a dar un paseo y me he cansado; no es fácil andar por el campo ¿verdad?
—Verdad.
—Si no le molesto voy a descansar un rato aquí, sentado junto a usted, y a pedirle —por favor— que me señale un más cómodo camino de retorno.
—Me parece bien.
No es muy hablador. No tiene con quién, es la verdad. O quizás no sepa hablar; o no tenga nada que decir más allá de que la esquila grave, la que suena más lejos, detrás de los jaguarzos, es de “la ligera”, la cabra más aventurera y lista del rebaño, la que arrastra a las demás pero no tan lejos que “lobo” lo consienta —un perro pastor croata—, y que el sonido más agudo es la de “blanquina” que, como está recién parida, no puede con las tetas y no se alejará de los quejigos. Quizás hable otro idioma, vocablos extraños que solo entiendan el pájaro perdiz que reclama territorio, o la liebre escurridiza que mueve el hocico, ensalza las orejas y mira de ladillo con desconfiado ojo redondo, o el fiero jabalí que sale de la baña y limpia su lomo enlodazado frotándolo en el tocón del alcornoque o el ladino venado que se mezcla inmóvil en el paraje despistando la visión depredadora...

—¿Cual es su tarea con la navaja?
—Estoy haciendo un betijo.
—¿Qué es eso? —inquiero, interesado.
La expresión de su rostro, ajado por el sol, acusó mi ignorancia sorprendente.
—Es un palo de abedul —me explica— que, sujeto de sus extremos con una cuerda que se ata tras los cuernos, se introduce en la boca de los chivos de tal manera que puedan comer yerba pero le impidan mamar. Sirve, como comprenderá, para destetar a los chivos cuando se hacen grandes y quieren seguir mamando.
—...¡Cóño...!, ¡eso es! —espeto, bruscamente.
Me mira con asombro, ante una escena esta vez descontrolada.
—Sí —murmuro en voz alta y con la mente huida—. Es justo lo que necesita nuestra maltrecha sociedad para evitar la corrupción: destetar a los políticos; en lugar de proporcionarles sueldazos, dietas, comisiones, vuelos, secretarias, pensiones y coches oficiales, anudarles a los cuernos un betijo y así tendrán que comer de su propio esfuerzo y dejarán de mamar de las tetas del Estado.

Me alejo pensativo del lugar, sin despedirme, despistado, sin rumbo de retorno, observado por los ojos perplejos del pastor.