El campanario es una espadaña pintada de blanco y calamocha que tiene dos arcos grandes donde se alojan campanas de un bronce verdoso que suenan distintas y, cuando tañen a la vez —repicadas que decimos—, emiten un sonido familiar característico. Tiene encima, en otro hueco más pequeño, otra pequeña, “el esquilín”, que solo suena en el momento de la consagración; y arriba del todo, pinchado en la veleta, un rosco de retama, algo desvencijado por lo antiguo, donde anida una pareja de cigüeñas que, cansada de emigrar, se ha quedado a vivir definitivamente con nosotros.
La puerta de la iglesia está hoy abierta de par en par invitando a todo el mundo a entrar y contemplar su misterio. Es el día de la Patrona, y se va a celebrar en su honor una misa especial, con la asistencia de vecinos engalanados que acuden a participar, a ver y a ser vistos.
Mi padre ha ido muy de mañana a enredar en la vega de la ribera, donde, en cuatro palmos de tierra que no es de nadie, tiene sembrada una hortaliza. Creo que es un pretexto para quitarse de enmedio y yo he venido acompañando a mi madre, que está dentro, y con el secreto deseo de ver a Milagros.
Son pocos los hombres que acceden al interior. Nunca se han integrado en la ceremonia; les cuesta entender las oscuras palabras en latín y, aunque tratan de respetar la tradición, no aguantan o desprecian los rituales religiosos. En el fondo, no quieren parecer beatos y se muestran esquivos y renuentes ante la posibilidad de ser blanco de la latente mordacidad republicana. Por eso, la mayoría se queda en la puerta, en el pequeño rellano de la entrada, procurando la sombra protectora que proyecta el campanario, luciendo los cuellos blancos de las camisas de fiesta resaltando del curtido de sus rostros, las gorras nuevas, botas limpias y chaquetas ligeras de muselina para mitigar el calor que completan su vestuario ocasional. En el curso del evento se deslizarán poco a poco, disimuladamente, al casino que, estratégicamente situado justo enfrente, les parece más acogedor y gratificante.
Ya viene Milagros; la veo llegar de lejos.
Es preciosa. ¡Qué hermosura!
Se ha puesto un vestido estrecho
que le sienta como un guante
resaltando su figura.
Pasos cortos y recatados
con un pequeño tacón
que me llenan de emoción
cuando mueve su cintura.
Cubre orgulloso sus brazos
un mantoncillo de seda
para que nadie los mire
para que nadie los vea.
Un rosario y un misal
con las tapas nacaradas
y un abanico plegado
porta con sus manos blancas
Y un velo negro de blonda
puesto sobre su cabeza
quiere taparle los ojos
y sus ojos no se dejan.
Todos miran en silencio,
¡vete tú a saber qué piensan!,
¡cómo asistir impasible
al contemplar tal belleza!
Mojo mi mano en la pila
y le doy agua bendita;
y, al tocarse nuestros dedos
le transmito lo que siento
y ella me da su sonrisa.
Apenas entro. Me quedo próximo al hastial viendo entrar a Milagros. Un mediano rosetón de cristales que fueron de colores, proporciona al interior una tenue e insuficiente luz natural. La estrecha nave, de techo abovedado y suelo de baldosas desvaídas, aloja a casi todas las mujeres del pueblo que esperan sentadas en gastadas bancas de madera dispuestas en fila a ambos lados del estrecho pasillo, donde un pequeño y vetusto órgano de madera oscura y tela adamascada casi interrumpe el paso.
Las lámparas a toda mecha y la aglomeración de gente, produce un calor humano que pega la ropa incómoda y hace agitar los abanicos como mariposas negras. Numerosos ojos de mujeres de toda edad clase y condición, tras el nervioso abaniqueo y medio ocultos por los velos de encajes o blondas negras, se vigilan inquisitivos, se acechan, se escrutan acopiando detalles para juzgar a lo largo del año de forma inmisericorde. Los niños, quietos de sus juegos a duras penas, sudan con los ojos muy abiertos observándolo todo mientras aguantan como pueden la rigidez de sus inadaptados zapatos de día de fiesta. Y las muchachas, buscando miradas enamoradas, sonríen felices con sus vestidos de raso recién compuestos —con algún hilván olvidado en la bastilla—, sus zapatos de charol, los adornos bisuteros de sus manos y los lazos de colores en sus trenzas.
Poco a poco van entrando algunas mujeres ricas y ocupando un sitio preferente, allá adelante, donde disponen, de forma permanente, de labrados reclinatorios personales. Y, dando el último repique de campanas, entran con gran expectación la presidenta de la Hermandad y un sargento de la guardia civil con el traje de gala que se sientan en los puestos reservados de la primera fila.
Sale el cortejo clerical de la pequeña sacristía al tiempo que Eloy, un aficionado y voluntarioso organista, ataca, de forma estridente, algo de Bach. El cura forastero, que oficia hoy, con una ostentosa casulla dorada, camina muy digno protegiendo con sus manos los vasos sagrados que servirán para el rito. Le preceden nuestro cura, don Francisco, de atuendo más modesto, y dos monaguillos, conocidos meapilas de la escuela, vestidos con albas de encajes, cíngulos morados y roquetes de franela de un rojo distinto cada uno; uno lleva las vinajeras y el otro balancea un incensario que desprende una humareda blanca, espesa y olorosa. Un ruido de bancos y gente poniéndose de pie acompaña el ascenso de la comitiva al pequeño altozano donde está el altar. El cura nuevo deposita en él los utensilios cultuales y, tras la genuflexión del grupo, se vuelve, calla el órgano y levanta los ojos y los brazos al techo y comienza el acto: «In nomine Patris, et filii, et Spiritus Sancti. Amén. Introibo ad altare Dei...».
El retablo es pretencioso, ocupa por completo la pared del frontal y alardea de molduras retorcidas, patinadas de dorados ennegrecidos por el perenne humo de las velas y las lámparas de aceite. En su sitio preferente, alojada en una hornacina, está santa Marina, la patrona; una talla pequeña que personifica una virgen, que fue mártir, traída de tierras castellano-gallegas por los colonos que, por mandato real, repoblaron el paraje sustraído al moro infiel. A sus pies, está adosado el altar mayor cubierto de lienzos de encajes blancos almidonados por beatas que no aspiran a ser sacerdotisas pero sí a obtener un pequeño hueco en el más allá como pago a sus desvelos. Sobre él, unos candelabros de mal gusto con altas velas coloradas, un atril con una Biblia de pastas rojas y hojas amarillas, desteñidas y sobadas por los años, que dejan escapar cabos de cintas de colores pardos señalando pasajes repetidos. Y, en el centro del altar, una puerta pequeñita y misteriosa que esconde lo sagrado, cuya llave es guardada por el oficiante con gran celo. Solo un frasco de cristal en la esquina trata de mantener vivo, entre tanta cosa muerta, un manojo de flores silvestres cogidas allí cerca esta mañana. Guardando los flancos del altar y enfrentados entre sí, hay dos tallas grandes de cuerpo entero y mediocre confección: el escorzo imposible de un san Sebastián ensaetado y un crucificado oscuro y sarmentoso, que más que piedad producen miedo.
«Sequentia sancti Evangelii secundum Joannem», anuncia don Francisco persignándose antes de proceder a leer un pasaje bíblico. Después, el cura capitalino retoma la iniciativa y, desde el púlpito, adecentado para la ocasión, apoyado en la baranda y en silencio, desparrama una mirada dura, preludio de lo que espera disertar. «¡Hermanos! Nos hemos reunido aquí...».
Es más bien bajito, pero se empina sobre las puntas de los pies, agita alternativamente las manos y su cara enrojece mientras lanza sobre los presentes palabras de temor y de amenazas. Dice que la santa, cristiana y visigoda, prefirió que la quemaran a ser entregada a la lujuria de un emir y ¡nos hace culpables a los presentes del fuego y la concupiscencia de hace siglos...! Es sorprendente ver tanta energía en un cuerpo tan pequeño.
A la izquierda, algo retranqueada, se encuentra la única capilla auxiliar del templo dedicada a la virgen del Carmen, a la que le rezan los rosarios y le dicen las novenas cuando encarta. Más allá, entre dos angelotes que sostienen lámparas de metal dudoso, un bajorrelieve que representa una escena terrorífica donde jóvenes ángeles asexuados portan escapularios con los que socorren y ayudan a rescatar a personas, todas viejas, que pugnan por librar sus torsos desnudos del horrible fuego del infierno. Lo conocemos como “ánimas del purgatorio” a las que podemos salvar comprando escapularios o detentes a las beatas o (dan facilidades) colando una perra gorda en la ranura de una historiada caja que, discreta pero ostensiblemente, forma parte del macabro escenario.
Me siento mal; el olor humano empieza a ser insoportable y salgo a respirar el aire puro. Fuera hace calor, el cielo es azul intenso y me llega el concierto de chicharras que viene de los trascorrales. El casino está repleto. Se habla en voz alta entre vasos blanquecinos, pendientes de que termine la misa para incorporarse a los que salen y asistir juntos a la procesión tradicional, como es debido. Alcanzo el botijo de la esquina del alto mostrador. Bebo a chorro, a tragantadas, el agua fresca y reconfortante mientras oigo sonar el “esquilín”. «Están alzando», pienso.