En mi pueblo a las
avispas la llaman “sotarraños”. También le llaman así al
barbero, probablemente porque tiene una locuacidad mordaz tal que
parece un aguijón cuando la usa contra quien considera merecedor de
su crítica.
Tiene la barbería junto
al ayuntamiento, yendo por la calle abajo; es un local no muy grande,
sin ventana alguna, con solo una puerta, siempre abierta, para que
entre la luz y ver el ir y venir de la gente. El mobiliario se limita
a un sillón, en su tiempo giratorio y reclinable, pero ahora rígido
como el tronco de una encina y bloqueado tal como se quedó sabe Dios
cuándo; un espejo oxidado frente a él, una sencilla repisa que
sostiene ordenada la herramienta del oficio, algunas sillas de enea y
una percha en la pared donde se cuelgan gorras y tabardos.
Sotarraño habla por los
codos mientras busca sin parar la mejor postura para acceder a la
cara o a la nuca de los clientes adoptando las más disparatadas y
ridículas posturas. Solo abre por las tardes. Por las mañanas va a
afeitar a las casas. Trabaja en solitario, solo algunas veces,
después de la escuela, le ayuda su nieto, un chavalín de unos siete
u ocho años, al que le llama “Diploma”, que barre los pelos,
sacude los paños y limpia el peine y las tijeras. No le deja todavía
tocar la navaja, peligrosa, ni la maquinilla de rapar, demasiado
delicada y sofisticada para unas torpes manos.
—¿Por qué le llamas
Diploma al zagal, Sotarraño? —pregunta capciosamente mi tío que
se deja enjabonar sentado relajadamente en el sillón.
—Te lo he contado mil
veces, Plácido.
—Pero mi sobrino no lo
sabe. ¿Por qué no se lo cuentas?
El barbero deja la
brocha, coge de la estantería la navaja de cachas negras y
brillantes y, mirándome fijamente con fingido rostro aterrador, la
abre con gesto teatral. Decepcionado por el efecto fallido, se dedica
a suavizar su filo, con movimientos de vaivén en un artilugio de
cuero que apoya en el brazo del sillón.
—Resulta que hace unos
diez años a mi hija la mayor le dio por aprender a coser; no a
zurcir o a repurgar, que eso lo hacen todas las mujeres desde niñas,
sino a hacer vestidos y chaquetas para dedicarse a ese oficio. Y, ¡a ver!, ¿dónde iba a aprender si aquí no había quien supiera de eso? Apañó las cosas y se fue a Huelva, a aprender lo que se llama
“Corte y confección”.
Delicadamente, hace
inclinar hacia un lado la cabeza de mi tío para aplicar a su cara el
filo de la navaja dibujando una pasada suave y efectiva.
—Escribía de vez en
cuando diciendo que todo iba bien pero era muy difícil y necesitaba
más tiempo... y más dinero. Todo el trabajo era poco para que no le
faltara nada a la niña —continuó al tiempo que repetía el
rasurado en el lado opuesto—. Pero un mal día, de improviso, se
presentó en casa llorando como una Magdalena: tenía una barriga de
seis meses. ¡Maldita niña! ...¡qué disgusto nos dio!
Ahora, tira de la nariz
hacia arriba y, con la punta de la navaja, afeita el bigote con
cuidado de no llevarse por delante el labio de mi tío.
—Así es que no sé si
aprendió a coser o no... —termina, acariciando la cara para probar
el acabado de su obra—, pero éste es el diploma que nos trajo la
puñetera —concluye, señalando a su nieto con un gesto.
Mi tío se levanta
riendo a carcajadas y me cede el sitio para pelarme. No me ha gustado
la historia o su forma de contarla y me siento en el sillón sin decir
nada. El barbero, mirándome con saña a través del espejo, sacude
el paño un par de veces y me lo pone por delante ceñido al cuello.
—¿A ti no te hace
gracia?
—A mí me da lástima
de su nieto —espeté bruscamente—. Él no tiene culpa de lo que
haya hecho su madre ni es motivo para que usted lo humille
motejándole.
Se hace el silencio. Me
obliga a inclinar la cabeza hacia delante mostrándole mi cogote y
siento el contacto del acero frío de la maquinilla ascendiendo por
mi cuello y metiéndose entre mis pelos en pasadas repetidas. Después
me quita los mechones de la cara con un cepillo suave.
—¿Qué sabes de tu
hermano?
—Nada; que está muy
bien en Sevilla —contesto, lacónico.
—Yo que tú me iría
también. Aquí no pintas nada.
—Aquí estoy bien
—sigo cortante.
—Aquí los que están
bien son los ricos y solo aguantan en el pueblo los tocahuevos de los
ricos.
—Pues usted se los
toca más que nadie —respondo molesto por lo que pudiera referirse
a mi padre, a mi familia...—. Sé que va todos los días a afeitar
a don Manuel y al cura a sus casas respectivas. ¿Por qué no los
hace venir aquí como a los demás?
Solo se oye el tic, tic,
metálico de la tijera.
—Mira, hijo —su tono
de voz se hace más profundo—: Yo soy un profesional libre, no soy
bracero de nadie; y si voy a casa de los ricos es porque les cobro lo
que nunca le exigiría a los otros. ¿A cuántos crees que pelo y
afeito de balde en el pueblo?
No espera respuesta, es
una afirmación, una advertencia para que sea prudente a la hora de
juzgar. Sé que va a continuar.
—No puedes imaginar lo
que pasa por mi cabeza cuando tengo a mi alcance la papada del
cacique o la coronilla del cura. Rebanaría su cuello y clavaría
tijeras en la tonsura sin remordimiento alguno. Pero, además del
placer, ¿de qué me serviría?; mi familia, el “Diploma” que
tanto defiendes, se hundiría en la desgracia sin remedio. Tampoco le
reportaría nada al pueblo; al contrario, siempre quedan poderosos
que tomarían represalias y apretarían más la bota en el cuello de
los pobres.
Guarda el peine y la
tijera en el bolsillo de su bata, se apoya en los brazos del sillón
y pone su cara a un palmo de la mía para que no pueda apartar mi
vista de sus ojos.
—Si pudiera empezar de
nuevo me largaría —me dice con semblante serio—. Tiene que haber
un mundo mejor fuera de aquí y lo tienes al alcance de tu mano. Es
tu momento, muchacho. Estás a tiempo de disfrutarlo. No te quedes en
el pueblo o acabarás odiando como yo... y, te aseguro, que es malo
vivir odiando.
Se aleja lentamente. A
mi espalda, oprime un bote de goma naranja y un polvo blanco se
extiende alrededor de mi cabeza. Me vuelve a cepillar y me moja el
pelo y, casi en cuclillas frente a mí, me peina hacia delante.
—Cierra los ojos —me
ordena, mientras da un corte seco de tijera amputando las puntas del
flequillo—. Te va quedar un peinado que ni Carlos Gardel.
—¿Entonces...?
—quiero saber más y pedirle disculpa al mismo tiempo.
—Entonces... ya está
bien por hoy —dice a modo de conclusión del pelado y de su
charla—. Como tienes que venir más veces, ya te iré contando
cosas —me promete dándome una palmadita afectuosa en el cogote.
—Bueno, Sotarraño,
apuntame esto, ya sabes... —dijo mi tío, enigmático.
—Lo tuyo sí, pero al
zagal lo invito hoy. Vayan con Dios.