Esto era una vez la Navidad.
Era un cuento que me contaba mi abuela Elena cuando apenas la distinguía de mis otras mujeres.
Evocaba un entorno parecido al mío, un poblado campesino de la baja Andalucía, en el anteayer de la estúpida contienda.
—Madre, en la puerta hay un niño más hermoso que un sol bello, parece que tiene frío porque viene medio en cueros.
Hacía frío, mucho frío. Un frío de sabañones y moquillo que soportaba a duras penas en el siempre afán de juegos infantiles, saltando incansablemente la escarcha de cristal que reposa inerte en las yerbas verdes de los regajos correntinos. Huída inútil de la tristeza familiar que llora la impotencia de siquiera alimentar lo imprescindible de los suyos. Tristeza y miseria, único alijo que hereda la pobreza.
—Dile que entre y se calentará, porque en esta tierra no hay caridad; nunca la ha habido y nunca la habrá.
Y sucedió un milagro a la medida. Pavo asado, turrón y mantecados para una hambruna que se sació por un momento. Tragos de aguardiente apagaron de inmediato la injusticia de vivir al otro lado. Hubo villancicos y paz aparente aquella noche.
Se supone que me debía gustar el cuento, pero no fue así. Desde entonces no soporto la escena navideña. La falacia que sucede cada año para acallar consciencias y permitir la impúdica exhibición de los afectos. Los intentos de felices apariencias. La falsa e interesada representación que trata de ocultar el suspiro impertinente y propiciar coros de alabanzas que exhala el sinsentido. La alegría fingida, la obligación de ser feliz porque lo dicen.
No quiero el pan para hoy si hay hambre del mañana y del pasado mañana. Hambre de serenidad, de justicia social; hambre de comprensión, de generosidad, ...hambre de amor. Quítanosla, Señor, de cada día, y después déjanos en paz a los hombres de buena voluntad.