Si no hubiera ovejas
no habría pastores
no habría pastores
La
llamada “crisis económica” ha puesto al descubierto el flanco
débil de un estado, el español, que, con sus luces y sombras,
considerábamos la más perfecta fórmula de convivencia democrática
que nos pudimos dar va a hacer cuatro décadas. La extrema gravedad
de la situación actual pone de manifiesto el fracaso en la forma de
conducirnos como conjunto social.
Saludamos
entonces el nuevo régimen, jubilosos e ilusionados por estrenar una
autogestión en libertad que solo conocíamos de oídas y dimos un
amplio margen de maniobra a los se ofrecieron como más capacitados
para definir una nueva guía social libre de imposiciones personales.
Entendimos que circunstancias como preservar la paz obligaban a
elaborar a prisa y corriendo un compromiso, suficiente para comenzar,
pero susceptible de ser perfeccionado con posterioridad adaptándolo
a las expectativas de un grupo humano que derrochaba generosidad pero
reclamaba soberanía. Pero no ha sido así; con el tiempo, lejos ya
de aventuras militares, con el viento económico a favor y, por qué
no decirlo, con la indolencia mediática y social, el
elenco mesiánico que elaboró la Carta Magna olvidó cimentarla
liberándola de los puntales provisionales y ...¡claro!, ahora
aparecen signos de agotamiento estructural que amenazan la ruina
total del país.
Es ahora cuando los hechos muestran nítidamente que nuestra
Constitución se diseñó a imagen y semejanza de un sector social,
el político, que habiendo asegurado su exclusivo acceso, estancia y
permanencia en la dirección del país, olvidó la provisionalidad de
la Ley instalándose en la comodidad de su status
quo.
Aquel
sector social se ha convertido en una casta endogámica,
autoprotegida y utópica que ha proliferado de forma exponencial
obligando al Estado a hipertrofiarse, impregnando innecesariamente
servicios sociales o implantando entidades de dudosa funcionalidad
para potenciar y preservar sus privilegios. Y es esta artificiosa
sobredimensión estatal la que, para subsistir, no solo ha necesitado
la práctica totalidad de nuestros recursos actuales, sino que,
vendiéndonos a los mercados especuladores, ha hipotecado los de la
generación venidera, y, lo más grave, no está dispuesta a
renunciar a sus prebendas hurtándole al ciudadano de a pié, si es
preciso, el aire que respira. Pero, lo que más indigna es la
desfachatez de culpar a la sociedad —¡dicen que “hemos” vivido
por encima de nuestras posibilidades!— de esta situación de
pobreza y de insolvencia que amenaza la paralización del país. No
es extraño, pues, que la indignación larvada comenzara a
manifestarse en opiniones y movimientos que aspiraban a reconstituir
el Estado, empezando por expulsar del mismo a esa casta política
—“No nos representan”, decían— sustituyéndola por otra de
mejores aptitudes y desprovista de actitudes despreciables.
Sin
embargo, en cierta forma tienen razón: El origen del problema no son
los políticos sino la misma sociedad —nosotros— que, conformista
con sus dictados, cómplice de sus desmanes y carente de calidad para
dirigir su destino, apoya y tolera a esta casta privilegiada. A su
sombra, muchos ciudadanos sin escrúpulos han venido demostrando
explícitamente que, en esta España nuestra, las bondades de la
especulación, la mediocridad, el escaqueo, el oportunismo, la
mentira..., prevalecen frente a la equidad, el compromiso, el
esfuerzo, la preparación, el respeto... como valores que garantizan
el bienestar común, mientras otros hemos mirado para otro lado o
hecho dejación de nuestros derechos no poniendo pié en pared como
si el asunto nos fuera ajeno. Es la sociedad, pues, la que ha
permitido, cuando no disculpado o defendido vehementemente con
argumentos espurios, las atrocidades infringidas a su propia
hacienda.
Es
este sometimiento de la sociedad, necio o interesado, el que ha
propiciado no solo el despojo de sus bienes materiales sino que ha
permitido a los políticos la incautación de sus sagrados valores de
su cohesión como país, impregnando de ideología su forma de ser,
destruyendo la urdiembre más recóndita de su tejido, distorsionando
los pilares básicos de su esencia igualitaria y justa. Es su
permanente manipulación maniquea la que se empeña en mantener el
omnipresente sentimiento disgregador y cainita
en las nueva generaciones que, como la nuestra, desconocen la
solidaridad como piedra clave para construir la convivencia y el
progreso y, en consecuencia, carecen del principio sobre el que
debiera asentarse un nuevo orden colectivo.
Es ese estúpido sectarismo el que hace fracasar sistemáticamente
cualquier iniciativa que procure una España mejor.