La "papas arrugás" con mojo evitaron la ruina culinaria de una “vieja”
seca, pasada de fuego, que me sirvieron en el chiringuito de “Los
cristianos”, allá en el borde desértico de la costa sur
tinerfeña. El calor húmedo y la perspectiva de contemplar el
tedioso ir y venir de turistas de todo tipo en su búsqueda
desesperada de emociones tropicales me invitaban a buscar la siesta
placentera bajo el aire acondicionado del hotel artificial. Sin
embargo, no sé por qué, opté por subir al Teide.
Un
pequeño “panda”, de juguete, me ha servido para serpentear la
ladera meridional del gran volcán. Un pobladito insignificante aquí
y allá, con algún parterre adosado como única pincelada botánica
al monótono terrizo, me saluda en mi solitario paseo. Nada de
árboles, nada de agua, un conglomerado de ocres secos y polvorientos
me acompañan hasta la base de la cumbre donde, por fin, encuentro
una oficina de turismo y poco más. Allá arriba, queda todavía un
trecho, la famosa nieve del semblante que esconde el fuego del
corazón de la mujer canaria. Demasiado trayecto frío para ¡vaya
usted a saber! Prefiero bajar la ladera norte.
Al
atravesar un collado, me sorprende un abundante follaje que contrasta
con el paisaje anterior. ¿Cómo es posible tanto verdor camuflado,
aquí detrás? Ahora, la abundancia de árboles casi me impiden la
visión. He de buscar, entre el apretado bosque que oprime la
carretera, una ventana que me deje otear la distancia. No es fácil;
debo seguir bajando...
¡Ahora
sí...! En un recodo del camino me espera un paisaje fantástico. Un
torrente de mil verdes se despeña en la ladera buscando como loco el
mar inmenso que, vestido de azul purísimo, se apresura a su
encuentro ofreciéndole besos de espuma blanca. Y, en la orilla, un
pueblito, Garachico, mete sus pies en las olas y sonríe orgulloso de
ser espectador perenne de este lance travieso, siempre nuevo y
siempre eterno.
—¡Precioso!,
¿no te parece?
Absorto
y emocionado, no acierto a localizar el saludo. Miro en derredor y no
veo a nadie. Solo, a mi lado, una mazorca apretada de flores
amarillas emerge de un matorral grisáceo dejándose mecer por la
brisa norteña. ¡No lo puedo creer!: una flor que habla.
—¿Quién
eres tú? —pregunto, con estupor.
—Me
llamo Gramón, y soy una flor silvestre de esta zona. Solo florezco
unos días por estas fechas y, como apenas pasa nadie por aquí, no
tengo muchas oportunidades de comunicarme con la gente. Te he visto
extasiado y he querido compartir contigo esta belleza.
—Pero...
¿cómo es posible que hables?
—Me
decepcionas. Yo no puedo hablar, ¿no sabes? Es tu estado de ánimo
el que me oye.
Efectivamente,
es solo una bella flor silvestre, ¡¿cómo va a hablar?!
El
regreso por Icod y el acantilado de “Los franceses” se me hace
corto. Acuerdo no contar a nadie mi experiencia —me tomarían por
loco—.
Seguro
que esta noche soñaré en amarillo.