Llueve
en Córdoba.
En
invierno es una ciudad triste y caduca.
En esta mañana gris de enero, paseo, bajo el paraguas, por sus calles
contemplando
el escenario que acogió nuestra amistad
y
me invade la melancolía de estar solo.
Te
añoro.
Me
gustaría que estuvieras aquí, ahora.
Podríamos
pasear por la ribera, charlando como entonces,
y
apreciar el ocre atenuado del muro que mira al sur de la Mezquita,
esa
quibla que oculta, celosa, su misterioso mihrab de filigrana;
para
admirar la gama de cobrizos de su puente doblemente milenario
y
el agua de grisalla que discurre lenta,
besando
sus eternos pies de piedra,
buscando
su atávico destino;
para
abarcar el redondel de la albolafia, varada en la estática del
tiempo,
que
pudre sus maderas carcomidas en la umbría del soto del río grande.
Nos
sentaríamos en el rincón de un bar cualquiera
de
esta judería de laberinto,
y,
al resguardo del cristal lluvioso, pediríamos vino blanco de la
tierra,
brindaríamos
y la lluvia cesaría,
y
saldría el sol entre el naranjo de tus ojos,
—pinceladas
de color entre el verde insolente de sus hojas—
y
tu risa franca sonaría como canto persuasivo del muecín llamando a
la oración
desde el alto alminar que mira hacia la Meca.