No cabe duda de que la
reproducción es uno de los mandatos biológicos esenciales y el sexo
—su protagonista exclusivo— es, directa o indirectamente, el eje
sobre el que gira la convivencia humana. De él depende, nada menos,
que la pervivencia humana y animal, no puede extrañar, por tanto,
que represente el más inexorable e insoslayable instinto animal;
nada es más atractivo que el placer sexual y nada es más
imperativo. Pero también, el saber es otro mandato biológico, no
menor, para la existencia humana; la acumulación de conocimiento,
que es su esencia, ha permitido que el individuo y la sociedad en su
conjunto hayan evolucionado de forma exponencial alcanzando
diferencias abismales respecto de la más desarrollada especie
animal; y esto es posible gracias un instinto específico: la
curiosidad. El hombre es, pues, un ser curioso por obligación; y su
curiosidad no se limita a observar pasivamente a su alrededor sino
que busca desentrañar lo que está oculto simplemente por el placer
que obtiene de conocer lo desconocido, de descubrir lo oculto, de
adivinar lo divino —es la Filosofía, en el sentido más
aristotélico—. Pero además, esta búsqueda activa del saber no es
general o aleatoria sino selectiva de aquello que le guía su
interés; en cierto modo, le es indiferente lo que ya conoce y le
atrae lo que espera conocer, algo nuevo que, con independencia de su
esencia, debe reportarle una sorpresa placentera (curiosamente, dos
instintos esenciales del vivir encuentran placer en actividades
encontradas: uno en la rutina y otro en la novedad).
La forma más fácil de
saber es la observación directa o, en su defecto, la obtención del
conocimiento de otros a través de la noticia narrada de distintas
formas. Pero ocurre que los hechos reales suelen ser acontecimientos
ya aprendidos y los descubrimientos suceden de tarde en tarde, de
manera que no alcanzan a satisfacer la insaciable curiosidad humana;
es por ello que existe la ficción, acontecer total o parcialmente
inventado que proporciona al individuo el placer de la sorpresa. La
literatura, el teatro y después el cine han sido soporte de este
placer durante años pero empiezan a agotarse las historias y las más
irreales fantasías acaban siendo tópicos; el espectador quiere
presenciar, cuando no experimentar, historias reales, de gente como
él, para sentir cosas parecidas, pero la historia real carece de
originalidad, de novedades, de sorpresas impactantes.
Y es la televisión, con
la puesta en escena del difundido programa “Gran hermano”, la que
ofrece en directo estas escenas, consciente de que, además de ser
baratas, venden mejor los productos comerciales; en lugar de
representar obras de teatro, musicales o cinematográficas, de costes
elevados en guiones, libretos, tramoyas e interpretaciones
profesionales, optan por “echar” en un plató a un conjunto de
personas con la libertad de hacer lo que quieran con tal que se
representen a sí mismos, una vida ordinaria, en suma, para que sean
observados por ávidos espectadores. Pero, si su comportamiento es
sospechado, aprendido, anodino, sin sorpresas, ¿qué lo hace
especial para ser interesante?: el sexo, solo sexo, implícita o
palpablemente —nunca mejor dicho— sexo. Los productores saben que
el individuo no se cansa nunca de observar y “participar”, aunque
sea de forma indirecta, de las relaciones sexuales de los otros, en
sus prolegómenos, en la minuciosidad del propio acto, en sus
conclusiones, en sus éxitos, en sus frustraciones, ...en su
intimidad, en definitiva. Nada que objetar a esta lógica deriva de
consumo emocional, pero en esos “realityshow”
los actores son todos jóvenes —como no podía ser de otra forma—
escogidos por su físico, su desparpajo, su falta de autoestima, su
personalidad elemental, su necesidad económica o la carencia de
forma de obtenerla y, en ocasiones, su precario coeficiente mental.
Ahora sí me cuestiono si puedo asumir esta nueva forma espectacular
que ejemplariza conductas básicas, consabidas, nada edificantes,
utilizando, además, a una pobre gente que vende su pudor por una
economía de mercado sin escrúpulo.
Prefiero seguir
utópico, gozando las migajas que obtengo indagando en la divinidad
—por lo oculto— de eternas cuestiones filosóficas y mantener los
asuntos sexuales entre las cortinas de la intimidad.