La conocía desde
pequeño.
Al salir cada mañana
hacia la escuela, atravesando el frío del patio de vecinos, la veía
a través de su ventana cosiendo ropa. Cuando llegaba el buen tiempo
sacaba a la puerta una silla baja y seguía con la labor al sol de la
mañana. Después, en el verano, hacía lo mismo a la sombra de la
parra.
Era ya mayor, menuda y
silenciosa. Miraba fijamente la tela a través de unas gafas medio
opacas que apoyaba en la punta de su nariz, mientras sus dedos de
sarmiento no paraban de moverse con la aguja y el dedal.
Una tarde, a la vuelta
del colegio, quise ver de cerca lo que hacía y contemplé,
asombrado, que la aguja no estaba enhebrada; ¡cosía sin hilo!
Seguro de que el despiste obedecía a su vista, ya cansada, me atreví
a señalarle el error.
—Ya lo sé —me dijo,
sin cejar en su tarea—; siempre lo he hecho así.
—Pero..., no puede
coser de esa manera —repliqué, perplejo.
—Yo no quiero coser,
nunca lo he pretendido; a mi lo que me gusta es dar puntadas.
No la comprendí hasta
que fui grande.