Siempre he sido un negado
para esto de retener nombres, y, además, me da pereza buscarlos
retroactivamente; por eso no recuerdo cómo se llama una científica
que entrevistaron ayer en un diario diciendo cosas sumamente
interesantes. Es relativamente joven, agraciada, gallega y —como se
dice ahora— una “friky” de la investigación. Inició Medicina
para ser oftalmóloga pero su ansia de saber le llevó por el camino
de la neurociencia —España, EEUU, Inglaterra, EEUU otra vez—
alcanzando fama internacional. Me quedo con una frase lapidaria:
“Somos lo que es nuestro cerebro”, que me retrotrae a lo que
escribía yo al principio del verano, “Pensamientos al amanecer”,
donde elucubraba sobre qué es lo ajeno, que es lo mío y qué soy
yo. Me confirma la admirada científica que todo nuestro organismo no
es más que el soporte caduco y proveedor temporal del yo íntimo; un
yo que no sabemos ubicarlo pero que barruntamos está en nuestra
cabeza a la altura de nuestros ojos, única conexión directa del
cerebro con el exterior.
Por razón desconocida hemos asentado
nuestros sentimientos en el tórax y los apetitos en el abdomen,
pero, según la neurociencia, todo radica en ese extraordinario
ordenador que está encastrado en la cabeza. Ahí asientan nuestra
percepción, nuestros juicios, nuestros deseos, nuestras decisiones,
nuestros recuerdos. ...¿Y qué es todo eso sino el alma? —inquiero yo—,
nuestra esencia, lo que somos; esa entelequia que la
teología ha usado con tanta persuasión, con tanto ahínco, asegurando que es inmortal. Otro neurocientífico
— tampoco recuerdo su nombre, pero sé que es de Albacete y de gran
prestigio en medios universitarios norteamericanos— también sitúa
nuestra “alma” en zonas concretas del cerebro, y aventura la
posibilidad de manipularla. Este ilustre compatriota va más allá:
rechazando la etiqueta de ciencia-ficción, admite la posibilidad
futura de transplantarla a un soporte artificial —recambio de
cuerpo humano con capacidad de reposición—, que permita mantenerla
activa indefinidamente tras la muerte corporal.
El hombre, una vez más, a vuelta con la inmortalidad. Desgraciadamente —¿o no?— ni usted, lector, ni yo viviremos esa vertiginosa situación.