El destartalado autobús
de chapa verde carruaje y ventanas de madera se ha averiado en medio
de un paraje frío y desértico, al borde de un camino solitario
perdido no sé dónde. Fuera llueve torrencialmente. Su conductor, un
viejo conocido, soporta el aguacero sentado en la cuneta esperando
una improbable ayuda que ha de venir de no se sabe. Su interior no es
un sitio angosto repleto de estrechos sillones apiñados sino una
gran sala de paredes vacías y cortinas rotas donde estoy solo,
sentado en un largo sofá, mirando una tele que emite sin parar
noticias repetidas. Tengo la necesidad de encontrar un libro que,
supuestamente, estoy leyendo. Se me hace angustioso el extravío...
Por fin lo encuentro. Lo
veo con un solo ojo en la mesita de aquí al lado, junto al tic tac
de mi viejo despertador y mis gafas. Más allá, encima de la cómoda,
mi madre sonríe asomada al portarretrato plateado que refleja la luz
de la ventana. Me giro y, ahora con ambos ojos, veo la eterna lámpara
del techo cansada de esperar para alumbrar. Y, a la derecha, la luz
provocativa de la mañana que entra a raudales a través de los
cristales desnudos que miran al jardín.
Un par de gorriones lavan
su plumaje al borde de la fuente observados por incansables begonias,
esparragueras chismosas y aspidistras estiradas. Más allá, en el
parterre, al borde del verde insolente del césped rociado, la
costilla de Adán despliega su enagua de festón que esconde un
miriñaque de tentáculos carnosos. Sobre el muro, pelan la pava el
jazmín y la dama de noche envueltos en el perfume mareante que
exhalan en su cópula nocturna. En el rincón, el mimbre de lectura
reposa amparado por la adelfa que ansía parir su primera flor
rosada. Y en lontananza, coronada por apenas una inquieta nubecilla,
la humilde ermita de la sierra, mira el porvenir con soberbia cara
blanca aupada en un pedestal de jaras, jaguarzos, madroños y
lentiscos que, entre la neblina azul de la distancia, empinan su
nariz buscando el ocre racheado que desparrama el sol de la mañana.
Al fin despierto plenamente con el olor inconfundible del café
recién salido acompañado del sugerente tintineo de tazas y
cucharillas. No me falta oír “La Madrugá” para notar que está
aquí la primavera, la primavera de siempre, la de todos los días,
...¡mi primavera!
Luego puede que llueva
otra vez, o que el polen de las flores fastidie con su alergia, pero
eso son ya cosas del tiempo, de la débil biología, o del pasar por
la vida de puntillas.