—¿Qué hay fuera de la
caja, padre?
—Eres muy pequeño para
comprender. Cuando seas grande lo sabrás. Mientras tanto, come hojas
frescas para que crezcas sano y fuerte.
—¿Pero, para qué lo
debo hacer?
—Para que, cuando seas
mayor, puedas fabricar tu propio capullo.
—¡Pero, si lo he de
hacer de todos modos!
—Sí pero has de
hacerlo bien, no todos los capullos son iguales. Hay que conseguir
hacerlo grande, resistente, de color original... Para ello deberás
ser capaz de fabricar seda fuerte, elástica y de un color brillante,
y eso solo se consigue comiendo mucho.
—Pero, ...¡es que me
aburro de estar siempre en la caja y comer siempre lo mismo!
—Debes dar gracias por
tener un sitio limpio, un techo confortable, sin las inclemencias y
los peligros de ahí fuera y por comer diariamente hojas frescas sin
tener que molestarte en buscarlas. Además, rodeado de los tuyos...
¿qué más quieres?
—Es que todos los días
lo mismo es muy aburrido.
—Piensa en el día de
mañana, cuando hagas tu capullo y te transformes en una bella
mariposa, y todos admiren tus alas de colores.
—Y ¿qué haré cuando
sea mariposa?
—Pondrás muchos
huevos, llenarás hasta el techo de la caja y tendrás una enormidad
de gusanitos como tú. Después..., saldrás de la caja y volarás
junto a Dios.
—¿Dios?
—..Es una mariposa
grande, ...bella, la más bellas de todas las mariposas. Sus alas son
hermosas, de colores transparentes. Las abre y acoge a todas las
mariposas que han cumplido su mandato de construir capullos y poner
huevos.
—¿Y, eso es todo?
—¡¿Te parece poco,
vivir para siempre contemplando su belleza y esplendor?!
—No sé, ...no sé...
—Sigue comiendo y no
seas más pejiguera.
La luz provocadora que
filtra el agujero del rincón le llama insistente. Es imposible
resistir la tentación. Trepa por la nervadura de la hoja hasta su
borde y, en un descuido, alcanza el rincón semitapado de la caja. La
curiosidad golpea su abdomen. Asoma la cabeza y sus ojos abiertos de
par en par descubren un espacio infinito lleno de luz, de olor y de
ruido. Y en la inmensidad, ingentes cantidades de sedas conocidas son
amontonadas en cestos gigantescos. Sus hilos entrañables son
entrecruzaos por una máquina infernal. No ve mariposas con alas ni
almas de gusanos. Solo un enorme niño que juega con capullos de
colores.
De pronto, un dedo de
gigante empuja su cabeza y cae de nuevo entre las hojas al fondo de
la caja. La tapa cubre por completo el rincón de luz. Su cuerpo y su
mente continúan en la oscuridad más absoluta.
—...Sigue comiendo, te
digo.