Hoy he visto en la prensa
una fotografía espacial de nuestro planeta realizada por la sonda
Cassini a unos cuantos miles de millones de kilómetros; es como una
gran estrella rodeada de otros puntos luminosos más pequeños sobre el fondo profundamente negro del vacío universal. Dice el
comentarista que la imagen está captada desde la órbita de Saturno,
sin embargo, la posición aeroespacial de mi mente me hace dudar de
lo que afirma; pienso que, al estar este planeta en un órbita mucho
más distante que la Tierra respecto del sol, es imposible mirarla
sin que éste no aparezca o impida, con su directo resplandor, la
nítida visión que muestra la fotografía (algo así como la luna
llena durante el día), por eso imagino que debe ser desde otro punto
del espacio. Lo cierto es que, hoy como ayer, las interpretaciones de
lo que vemos y sabemos del cosmos son siempre un mar de dudas.
Más, considerando veraz
lo que nos muestran —prefiero una mentira bella y bien contada que
una realidad fea y aburrida—, no dejo de sentirme impresionado por
la inmensidad de lo existente. Por eso me invade un enorme desprecio
—no apreciar, quitar valor— por las otras noticias que la
acompañan. No solo encuentro pueblerina una ceremonia del más alto
nivel social, donde un homínido, al fin y al cabo, sigue abogando
por un Dios inexplicablemente implicado en el destino de una cantidad
ridícula de seres que habitan en una despreciable partícula del
espacio; o que estos mismos seres consuman su quehacer y su
existencia en picarescos trapicheos políticos sin la más mínima
trascendencia en el tiempo y el destino de un minúsculo planeta.
Pero lo que, de verdad, colma el grado de aldeanismo cósmico es la
desproporcionada cantidad de voces que, con aparente ánimo
exultante, enfatizan artificialmente la trascendencia de una realidad
vulgar: el nacimiento de un miembro de la familia real inglesa.
Recuerdo la simpática
anécdota que le sucedió a un conductor a punto de ser multado por
un guardia de tráfico en Madrid:
—¿Sabe usted con
quién está hablando? —intimidó al agente, que se mantuvo en
silencio.
—Yo soy concejal del
Excelentísimo Ayuntamiento de Cuenca.
El guardia, mientras le
extendía la copia de la multa, le informó con sorna.
—Pues aquí, un
concejal de Cuenca es un "don nadie".
—Y en Cuenca también —admitió, resignado el de provincias.
Pues eso, el nacimiento
de un niño, por muy distinguido que sea, no deja de ser una
vulgaridad —por lo común—, y, en consecuencia, su anuncio a
bombo y platillo es una memez informativa; por mucho que se esmeren
algunos inglesitos vestidos de payaso y la prensa dirigida se
esfuerce en desplegar una ingente cantidad de medios técnicos, el
acontecimiento no es nada, no solo desde la órbita de Saturno sino,
también, desde el humilde ámbito del lector interesado.