Como es
archisabido, la actual crisis económica ha puesto de manifiesto que
España, como Estado, se ha pasado de rosca en el gasto de dinero
público. No dudaron mucho los administradores estatales en echarnos
la culpa a los administrados, pero argumentar el endeudamiento
hipotecario de los ciudadanos como causa de la crisis no resistió un
elemental razonamiento y pronto se filtró que, en secreto, se
reconocían como autores del dispendio en su propio provecho. Ellos
son los que expoliaron desde dentro a complacientes entidades
financieras a las que se apresuraron a resarcir inyectando ingentes
cantidades de dinero que tendremos inexorablemente que pagar con
nuestro trabajo eternamente hipotecado. En una huida hacia delante
impuesta por los bancos europeos, acordaron de soslayo superar sus
diferencias políticas echándole la culpa al viento —que nos es de
nadie— de tal desaguisado y no perder sus prerrogativas políticas,
manteniéndolas a toda costa como prioridad absoluta.
En este
juego de tahures le tocó dar cartas a los conservadores que, teniendo todas las bazas a su favor, anunciaron
“reformas” y recortes”. No es lo mismo, aunque quisieron vender
las dos actuaciones en un paquete común. Recortar es reducir la
intensidad económica manteniendo intacta la estructura
administrativa de unos servicios públicos considerados esenciales y
otros que no lo son tanto. Recortaron para pagar una deuda que ellos
mismos contrajeron en nuestro nombre con nocturnidad y alevosía;
recortaron gastos, eso sí, pero siempre referidos al trabajo
imprescindible y al retiro sagrado del obrero jubilado. Otra cosa es
la reforma. No cabe duda de que, con independencia de la deshonesta
corrupción y el reparto demagógico de prebendas sin sentido, el
enorme despilfarro que se sigue produciendo en el país se debe,
esencialmente, a la desproporcionada infraestructura funcional que
soporta una torpe o interesadamente mal diseñada administración.
Pero, a pesar que, desde fuera, señalaban la obviedad de esta
situación insostenible, la casta política se ha venido resistiendo
a propiciar la necesaria reforma de la Administración, a cambiarla,
a modificarla estructural y funcionalmente para que, eliminando
aquellos aspectos innecesarios o superfluos que generan gastos, no
disminuya la cantidad y calidad de los servicios esenciales y permita
mantenerlos en el tiempo.
Porque, para
ello, es necesario previamente hacer tabula rasa con la casta
política instalada, especialmente con el dominio acaparador de los
partidos, y eso ¿quién lo va a hacer?, ¿ellos mismos?
Pues parece
que se acaban de poner. Ayer salió a la palestra informativa la
pequeña vicepresidente gubernamental anunciando, con sonrisa
malévola, la esperada reforma; no una reforma cualquiera, sino la
madre de todas las reformas. Trataba de resumir, mientras palpaba el
grueso tocho que presidía la escena, el esquilado que el ejecutivo
tiene previsto aplicar a la oveja negra del Estado. Todo
aparentemente fácil de llevar a cabo con solo un estudio peritado y
buena voluntad, pero..., veremos si es capaz de hacerlo; porque no se
trata de un ovino dócil y sumiso que se presta a que le liberen del
abrigo de lana que le agobia en el verano, sino de capar a un toro de
Miura, pleno de fuerza y de poder, dispuesto a empitonar al primero
que se acerque. No la veo yo, con ese cuerpo diminuto, abordar,
sujetar, inmovilizar, callar y cortar sus genitales a un animal que
le supera en tamaño, agresividad y mala leche. Pero, además, no
creo que vayan a ayudarle sus conmilitones (con perdón) en esa
ingrata tarea que supone mermar el mantenimiento de su propia casta.
Mi ancestral
escepticismo me impide aceptar que un político (o política) en
activo coja la espectacular daga de la ley y se haga el “harakiri”
que pretende. Si fuera varón —no me tachen de machista— le
aplicaría a tal expectativa un viejo dicho de mi pueblo que me
enseñaron de pequeño: “El que con su navaja se capa buenos
cojones se deja”.
Opino lo mismo que tú y soy igual de escéptico."Nadie tira piedras contra su propio tejado".Nuestros dirigentes están muy bien instalados; tan bien, que tienen acceso a las arcas del Estado para disponer de ellas en beneficio propio mediante actuaciones corruptas. Puede que se hagan reformas en la Administración, pero serán las que beneficien al partido en el poder, valiéndose de su mayoría absoluta.
ResponderEliminarSaludos.
Con estos temas, tu blog se hace diverso al tiempo que nos muestra la diversidad de intereses y preocupaciones que tienes.Y, aunque son temas áridos y pesimistas, los tratas con claridad y de forma amena.No faltan tus metáforas taurinas; en este caso tan acertadas, pues el Poder es un auténtico toro de Miura peligroso.
ResponderEliminarPero,al atribuir la imposibilidad de la lidia, o su fracaso en la estocada, a "ese cuerpo diminuto" de "la torera", me parece que tuviste un lapsus " de género". Además, "ese cuerpo diminuto", con su bla,bla,bla, lleva mucho tiempo toreándonos a todos.¡A todo el país! y aún ni siquiera ha pasado por la enfermería.
También yo soy escéptica y coincido contigo en que recortar no es lo mismo que reformar.Harán mucho de lo uno y poco o nada de lo otro.
En el final, como suele ocurrir en tus relatos, se dispara una sonrisa.
Un abrazo.
Hablar de la necesidad de reformas en la Administración no se puede hacer "con independencia de la deshonesta corrupción y el reparto demagógico de prebendas sin sentido, el enorme despilfarro que se sigue produciendo en el país"...porque ella tiene sus raices en la estructura misma de esa defectuosa estructura de la Administración.
ResponderEliminarSoy escéptico sobre que se llegue a una reforma desde dentro del sistema mismo; puede que se hagan algunas modificaciones en provecho de quienes ostenta el poder por la pasividad de una llamada oposición que, en cierto modo, también se beneficia del desorden administrativo.
Saludos.
Me sumo a los escépticos.No hay más que echar un vistazo a la reforma del sistema judicial. Todo a la medida del partido que gobierna, y seguramente que otros harían lo mismo en sentido contrario.
ResponderEliminarSaludos.