Las
urracas y los cuervos se encargaron ayer de difundir la urgente
convocatoria y el mensaje ha llegado hasta el último confín.
Panteras, cormoranes, cocodrilos y jirafas; águilas, culebras,
ratones y tarántulas; avestruces, gatos, periquitos y pirañas;
esperan, expectantes, la aparición de sus representantes en el
claro luminoso de la selva.
Poco a poco, los diversos
investidos van apareciendo y ocupando su lugar en la explanada. Se
hace esperar el león soberano que, con andares perezosos, asienta sus posaderas en la roca preferente. Callan los murmullos y a un
gesto suyo vuela un papagayo a la rama de oradores.
—Majestad león;
elefantes del senado; galápagos, serpientes, hienas, rinocerontes y
gaviotas diputados: Nos hemos reunido hoy en asamblea para conocer,
juzgar y, en su caso, sancionar un hecho lamentable que atenta
gravemente nuestra convivencia. Uno de nosotros ha violado gravemente nuestra ley y es preciso resolver inmediatamente este atentado
que pone en peligro seriamente nuestro pacífico comportamiento y en
entredicho nuestra sagrada institución.
—¡Traed al infractor!
—ordena el león a dos leopardos idénticos que esperan, atentos,
en la espesura.
Con gran expectación,
entra en escena un conejo gris que, apesadumbrado y temeroso, colocan
en medio del foro.
—Prosigue— manda el
león al papagayo.
—Como saben sus
señorías, después de un período de infaustos recuerdos en que en
nuestra querida selva dominaba la anarquía, nuestro amado rey y un
grupo de expertos diseñaron y promulgaron una ley que ordenaba
nuestra convivencia. Esa ley dice: “Ante la caprichosa
arbitrariedad con que los animales y animalas de la selva eligen el
sitio idóneo para defecar y, en consecuencia, la abundancia de heces
esparcidas por doquier con el consiguiente hedor, peligro de
infección y mala imagen ante espectadores forasteros, este consejo
rector ha habilitado a lo largo de la selva una zanja, de dos metros
de ancho y uno de profundidad, para que todos su habitantes —sea
cual sea su especie y distinción— defequen en ella, a fin de
mantener limpio el espacio vital común.” Pues bien, este ridículo
conejo, en un alarde antisistema, ha infringido voluntariamente esta
sagrada norma y “se ha cagado” —permitan la vulgar expresión—
fuera de la zanja.
Un murmullo de sorpresa y
desaprobación se adueña del foro y voces de violencia arengan incitando al linchamiento.
—¡Silencio! —ordena
el león, con su rugido intimidatorio— Les recuerdo que éste es un
estado de derecho que nos obliga a escuchar al acusado y valorar sus
argumentos. ¡El conejo tiene la palabra!
—Con todo respeto, rey
león —habla el conejo, con voz apenas perceptible—; yo soy un
animal disciplinado y he acatado siempre con agrado la norma de la
selva pero, sintiéndolo mucho, no volveré a cagar dentro de la
zanja.
—Pero, ¿por qué esa
rebelión?, ...si puede saberse —inquiere, magnánimo, el poderoso.
—Verá usted, señor:
Hace unos días fui a dar de cuerpo a la zanja como era habitual. En
mitad de la faena se puso a hacer lo mismo, allí a mi lado, un
gorila de dos metros; se nota que, la noche anterior, se pasó de
hojas frescas, bayas y abundantes frutas maduras que da el tiempo y
evacuó una impresionante cantidad de heces semilíquidas acompañadas
de altisonantes y olorosas manifestaciones de sonido. Pues bien, a la
conclusión me miró de ladillo y me preguntó: “¡Conejo, ¿tu
sueltas pelusa?”; yo, ante la capciosidad de la pregunta respondí
perplejo: “¡Claro que no!”. “Entonces...”, dijo mientras
alargó su enorme brazo, me cogió con su manaza y restregó mi lomo
por su angosto y hediondo periné.
Un silencio
sepulcral se hace en la asamblea, después, un creciente rumor de
opiniones divididas; y una voz de simio se eleva sobre el rumor.
—Eso ha sido un suceso
puntual, y hasta cierto punto, justificado, que no invalida nuestra
perfecta ley.
—¿Suceso puntual dices
—contesta otra más queda de una ardilla—, a mí me ocurrió lo
mismo, y a la gata, y a la nutria, y al visón, y a la comadreja, y
al sisón, y al hurón..., solo se ha librado el puercoespín.
Voces de indignación
dominan ahora la solana mientras atruenan los aplausos de la sombra.
—¡Silencio! —ruge el león, inapelable. No voy a tolerar la más mínima indisciplina.
Como en otras ocasiones, crearemos una comisión que estudie el caso
y eleve un informe ponderado para proceder a la solución más
conveniente. ¡Se levanta la sesión!
Mientras todos entran en el bosque, el león, con respiración cansada y mirada vidriosa
comenta por lo bajo a un cachorro de su especie, de gran alzada, escasa
melena, grandes mandíbulas y largo rabo penachudo que permanece atento a su vera.
—Hijo: encargate tu del
tema. A mí me coge ya viejo y aburrido.