Un
pegajoso pensamiento, extraído del El precio de la
desigualdad, del Nobel Joseph E.
Stiglitz, se me ha hecho compañero inseparable esta mañana: «Solo
el 1 % de la sociedad mundial vive en el llamado “estado de
bienestar” frente al 99 que soporta diferentes niveles de
carencias, algunos rayanos en la subsistencia». En el largo paseo
por la playa no cesa de señalarme que «...los que gozamos de este
privilegio, como conjunto, siempre hemos marginando al “otro
estado” de opresión, pobreza, enfermedad y miseria ignorado que
este desfase no es factible mantenerlo largo tiempo», y vaticina
amenazante que «puede suceder que cuando empecemos a entender que es
preciso procurar felicidad a los demás si queremos ser felices...
sea ya demasiado tarde».
Opino
que la acción de equilibrar los porcentajes no es nada fácil. La mejor
forma de ayudar al vecino desgraciado a encontrar su dignidad es
combatiendo su ignorancia, pero ¿quién aprende cuando apremia la
necesidad de encontrar lo imprescindible?, ¿quién atiende cuando
huye del terror de la muerte provocada por los suyos?, ¿quién
siente curiosidad cuando la peste y la tragedia le arrebatan sus
seres más queridos?, ¿quién abre su comprensión cuando su odio
empuña armas que otros facilitan?; y, de otro lado, ¿quién les va
a enseñar?, ¿cómo? y ¿qué cosas? Impulsados por la filantropía,
innumerables grupos de personas se han inmolado a lo largo de la
historia en esta titánica tarea; organizaciones poderosas dotadas de
enorme voluntad, proyectos ambiciosos, e ingentes cantidades de
dinero lo intentan diariamente perseverando en la utopía. La
realidad evidencia su fracaso.
No.
Aún no está al alcance del hacer humano, ni como individuo ni como
sociedad. Como no está en nosotros detener el oleaje, ni la
lluvia, ni el volcán. Nos lo impide el egoísmo, la desidia, la
pereza y el desprecio que permanecen en nuestras almas. ¡Si a duras
penas podemos controlar los mortales artilugios que, paradógicamente,
inventamos y que amenazan nuestra vida! Es la propia estupidez de
asumir la causa de todos los desastres —incluso los desconocidos—
y la soberbia de arrogarnos la capacidad de solventarlos las que
hacen creernos entes poderosos cuando no somos más que torpes seres
prescindibles en el tiempo y en el vasto escenario de todo lo que
existe. De nada vale, pues, desgarrar las vestiduras o exhibir
públicamente la inoperante compasión y el aspaviento dialéctico
ante los trágicos sucesos.
Por
eso no comulgo con los seguidores de la queja, amigos de compartir
desgracias ajenas haciendo gala de luto riguroso. Pido, pues, a los
más espabilados y decididos que levanten su culo del cómodo
sillón en donde lloran, desde donde arengan, donde señalan, donde
responsabilizan, y vayan allá a ayudarles a saber, a buscar su
dignidad, a exigir su libertad y dejen a los que, como yo, ya en el
ocaso de su tiempo, solo pueden jugar a ser espectadores. Solo soy un
pecador, un hedonista moderado que quiere disfrutar del humilde
momento de placer que, todavía, me da la vida —y que es lícito e
inteligente coger al vuelo— y no perder la cara de su mágica
sonrisa. Por eso, a la vera de este julio caluroso, oyendo este mar
que viene y va, acompañando al sol que se está yendo con su cortejo
de nubes anaranjadas, voy a abandonar este impertinente pensamiento y
a dejarme sobornar por ese mundo aparte, idílico e irrenunciable,
que algunos lo tienen moralmente sancionado.
"Es la propia estupidez de asumir la causa de todos los desastres —incluso los desconocidos— y la soberbia de arrogarnos la capacidad de solventarlos las que hacen creernos entes poderosos cuando no somos más que torpes seres prescindibles en el tiempo y en el vasto escenario de todo lo que existe. De nada vale, pues, desgarrar las vestiduras o exhibir públicamente la inoperante compasión y el aspaviento dialéctico ante los trágicos sucesos".
ResponderEliminarDices, y como en otras muchas ocasiones, me uno a tu pensamiento. Los que como usted està en el ocaso de su tiempo también puede hacer algo ademàs de ser espectador. Mucho pocos hacen un mucho, decìa mi abuela. Involucrese que no por ello perderà el placer del dìa a dìa.
Mis felicitaciones por este texto tan bien llevado.
"...puede hacer algo además de ser espectador."
Eliminar¿Como qué?
Agradecido por su comentario halagador.
¡¡Un artista de la palabra, declarándola "inoperante"!! Me sorprendiste, Luis. Las palabras no se las lleva el viento; dejan huella, remueven,alertan, incitan a la acción solidaria; son el arma imprescindible de la sociedad civil para contribuir a cambios sociales.
ResponderEliminar¿Será el calor excesivo que adormece la conciencia invitándola a mecerse en el chinchorro a la sombra confortable del atardecer?...¿Será esto lo que hace que las desigualdades parezcan naturales y las voces que se alzan contra ellas se desprecien como "inoperantes"?
Qué diferente es esta entrada a la titulada "Solidaridad", escrita en junio, del 2012, en la que decías:
"...generaciones que, como la nuestra, desconocen la solidaridad como piedra clave para construir la convivencia y el progreso y, en consecuencia, carecen del principio sobre el que debiera asentarse un nuevo orden colectivo".
No entregues tus letras al otoño cuando con ellas puedes crear primaveras.
Un abrazo.