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10 de abril de 2011

Mi madre


—¡Vamos a cenar!
Aparece enmarcada en el hastial de la puerta, secándose las manos en el delantal gris. Su bata es gris, su pelo recogido en un moño gris, toda ella es gris. Es callada y discreta y, aunque su modestia le impone pasar inadvertida, es omnipresente en los asuntos familiares. Nuestra vida gira a su alrededor. Comparte con nosotros la alegría y, con la paciencia que da el cariño, soporta el peso de nuestras tristezas. De todos a la vez. Expurga de dolor nuestro pasado comparte el sinsabor de nuestro presente y nos anima a disipar la angustia de un futuro incierto.

Mi padre la conoció en Burguillos del Cerro, un pueblo cercano al otro lado de la sierra, en una feria de ganado hará ahora veinte años. Ella nos cuenta con orgullo cómo lo encandiló con sus ojos claros, extraños en una muchacha, algo agitanada, descendiente de unos modestos ganaderos que inmigraron de las vecinas tierras portuguesas. No hubo muchas palabras en el trato: «La quiero y me la llevo» por parte de mi padre, «cuida de ella» por parte de mi abuelo, y el silencio y la sonrisa de mi madre.

Amor discreto, dos hijos y algún aborto, trabajo callado y duro, humildad, comprensión y respeto fueron las arras que aportó al casamiento. Mi padre aceptó respondiendo con lo mismo. Prometieron compartir todo a lo largo de su vida como comparten los que tienen mucha necesidad y poca hacienda. En el reparto de quehaceres no hubo opiniones. A ella le tocó, como es costumbre, hacerse cargo de la casa y procurar el bienestar de la familia.

La cocina no es muy grande, al otro lado del patio subiendo cinco gradas de piedra gris, junto al corral. Las paredes son de adobe sobre riscos naturales, pintadas de cal y albayalde; el techo de cañizo y barro, tiznado de humo, separa las tejas aparejadas sobre palos retorcidos de madera de eucalipto. El suelo, un delgado lecho de cemento gris sobre un prensado irregular que la aljofifa mantiene limpio a duras penas. Además de la puerta con cortina de palillos para las moscas, tiene un ventanuco, con tela metálica, que da al corral, desde donde se ve el pequeño gallinero y la jaula de los conejos. Una chimenea alta y grande de ladrillos acoge, junto al fuego, dos bancos de corcho que sirven para sentarse a cocinar y calentarse en invierno. Al fondo la artesa, de madera, limpia y pulida donde amasa el pan de la semana y, junto a la puerta, done hay más luz, una mesa cuadrada con el cajón de los cubiertos y un hule azul, parece esperar que alguien se siente en un par de sillas de enea, algo desvencijadas, y deguste las preciadas perrunillas que hace, por Santa Marina, con mano magistral.

Para cuando, antes de amanecer, mi padre ha aparejado la burra, ella ya ha dispuesto un desayuno capaz de anticipar la pérdida de sudores del tajo que le espera. Varias tajadas de tocino frito y una hogaza de pan tierno nadando en un plato de aceite con ajo y sal. Ella le acompaña en silencio, sorbiendo un tazón de café con leche mientras le observa con mirada protectora. Y ya se va, hasta la tarde. Con el hatillo del almuerzo y un «hasta luego» le despide siguiéndole con la mirada mientras sale, con la burra de cabestro, por la puerta falsa.

«Es hora de levantar a los zagales», piensa, y, suavemente, nos avisa que se acabó el descanso, que comienza la tarea de cada día. Y, entre risas, vigila el aseo comunitario en el pequeño patio «¡detrás de las orejas, José!», «y tú, termina de una vez». Un tazón de café con leche y una hogaza de pan tostado con aceite y azúcar es su primer regalo del día hasta el esperado puchero de por la noche. Después nos da su bendición cuando vamos cada uno a su faena.
Hace las camas, quita el polvo, friega los suelos y lava los modestos cacharros en un lebrillo grande que se apoya en la mesa estrecha del rincón. Los deja como los chorros del oro y los cuelga o los guarda en un rústico aparador como si fuera porcelana china.

Atiza el fuego añadiendo retama y leña de encina, que acarreamos cada tarde, y pone una olla grande, media de agua, en la estrébedes sobre la candela. Y, con una mezcla de experiencia, sabiduría y magia, va añadiendo hortalizas, legumbres, chacina, yerbas del campo, laurel, pimienta negra, ajo, sal y paciencia. Aviva o reduce el calor y observa, vigila, matiza y modera su obra sabiéndola maestra para ofrecérnosla, triunfante a la hora de la cena, y obtener de nuestro saboreo la satisfacción del silencioso aplauso.

Mientras hierve la olla lava en el patio en un barreño grande con un refregador de madera gastada. Untando con tacos de jabón verde y extrema delicadeza devuelve la pulcritud a las telas de la casa. Luego, riega las macetas de geranios con las lavazas y muestra, al sol del corral, prendida de un alambre, la modesta pero inmaculada colada familiar.

Cuando está seca, plancha en la cocina, apoyada en un cobertor reconvertido que extiende sobre el hule. Utiliza dos planchas rudimentarias, obsequio de boda de su madre, que calienta alternativamente metiéndolas en las brasas. Las coge con un paño protector y, tras rociar la prenda salpicando agua con los dedos, desliza el hierro caliente bordeando con habilidad los botones, aplanando las costuras y perfilando las rayas. Finalmente, guarda el resultado, perfectamente plegado en los cajones de la cómoda del cuarto y encierra junto él un ramito de romero o de lavanda.

Más tarde, cuando ha concluido la cocción y retira la olla a distancia conveniente del rescoldo para que conserve el calor, se sienta bajo la parra, en una silla baja y repasa calcetines y camisas, zurcidos primorosos, mientras rumia sus recuerdos felices, sus juegos, sus amores. Y en sus ojos de ámbar surgen chispas y en su boca que fue bella se dibuja una sonrisa encantadora.

Ahora nos reclama para cenar.
—¡Venga, vamos..., la mesa ya está puesta!
—¡Vamos allá!



2 de abril de 2011

Mi padre

La vieja burra camina delante, cansada como él de la dura jornada de trabajo con que los castiga la vida cada día. Después de acarrear haces de leña, taramas y serones de tierra con los que mi padre apaña el boliche, debe transportar los aperos y la carga del picón, cisco que le llaman en mi pueblo, producto humilde para obtener un sueldo humilde que permite sostener una humilde vida familiar. También unos cuantos peces muertos, matados por cartuchos clandestinos que revientan las charcas de la rivera, allá abajo, donde se pierden las dehesas de la vega. Vendidos entre los vecinos se saca para ir tirando.

La senda, que aspira a carretera y no es más que camino pedregoso, se va empinando sinuosa como culebra huyendo de la frialdad nocturna de las huertas y buscando el calor de las gentes y de las bestias que se hacinan bajo techos colorados y tapias de barro y paja que, encaladas y a lo lejos, es la imagen entrañable de mi aldea.

El día, manijero misterioso, da por acabada la faena y presenta su cara apacible tiñendo el horizonte de amarillos, rojizos y violetas recortado por el trazo gris, firme, duro, prepotente, de los últimos riscos preñados de modestos olivares de Sierra Morena. El sencillo campanario saca cuello entre el caserío y, con sombrero de cigüeñas, llora con sonido de campana vieja y ronca, llamando a las beatas a la rutina vespertina del rosario.

Nada más entrar, en el primer recodo, está el pilar de abajo. Agua caliza de manantial, fresca y transparente. Mi padre bebe en el caño, la burra en el pilón. El hocico del animal tiembla desconfiado y él la tranquiliza emitiendo una especie de silbido indescifrable. Las golondrinas y vencejos revolotean persiguiendo bandadas de mosquitos antes de protegerse de la noche cobijándose bajo las cornisas o las copas acogedoras de los castaños de la plaza. Las últimas risas y carreras de chiquillos darán paso al triste silencio del entorno. Las luces mortecinas empiezan a nacer tímidamente en las ventanas, adivinando momentos de vida familiar tras los visillos gastados que alguna vez fueron encajes blancos de bolillos. En unos momentos, la noche cubrirá con su manto negro toda la vida del valle. Ladrará algún perro y los niños oirán cuentos ya sabidos que hablan de promesas, de misterios, de leyendas.

La puerta falsa está siempre abierta, ¿quién querría entrar con malas artes? y la querencia conduce al animal hasta la cuadra. Mi padre la libera de la carga y desparrama un poco de la alpaca en el pesebre, después se despide hasta mañana de su compañera de fatigas dándole una palmada en el anca. Ella corresponde moviendo la cola y lanzando una triste mirada sin parar de triturar la paja entre sus muelas planas y redondas.

Ya en la casa, apenas unas palabras cruzadas a modos de saludo preludian el único momento de reunión familiar. Preguntas rutinarias, contestaciones sabidas. Mirada de afecto de mi padre, gestos recatados de satisfacción en el rostro algo ajado de mi madre, respeto en los ojos de mi hermano y admiración y curiosidad en los míos.

En el pequeño patio, bajo la parra, mi madre vacía una olla de agua caliente en una palangana azul celeste, desgastada por el uso, para que se lave por partes. Sin camisa, su torso, de pura fibra, descubre la blancura de su piel que contrasta con el curtido de sus brazos y de su cara. Solo su cabeza muestra un pelo ralo castigado y asfixiado por la gorra de visera que, sudada y polvorienta, ahora cuelga de la percha de la sala. Se enjabona con fruición con manopla y jabón verde que fabrican las mujeres con los restos del aceite de freír y, después de enjuagarse, se seca parsimoniosamente con un lienzo blanco que mi madre le ofrece cariñosa; mientras se pone la camisa limpia, me observa que le observo y sonríe... y sonrío. Después se sienta en la silla baja de enea y se va quitando las botas gastadas, doblegadas y polvorientas. Me la sé. Conozco la expresión de placer que le produce al entrar sus pies en contacto con el agua tibia: sus ojos se cierran, sus pómulos se relajan y su boca se entreabre exhalando una callada exclamación. Me encanta esa expresión. Un gesto furtivo de ternura que escapa a su aparente dureza, ...y le llevo las zapatillas de paño que conserva con mimo como regalo de boda.

No va a la cantina como los demás, esperamos la llamada de la cena sentados a la puerta de la casa y, en silencio, rasca con sus dedos sarmentosos un cuarterón de picadura fina de estraperlo que reserva para estas ocasiones y lía un cigarro gordo y prieto con sorprendente habilidad y pasmosa lentitud. Luego, tras humedecerlo con la lengua, termina el envoltorio mostrándolo orgulloso. El encendido con la mecha es otro alarde de paciencia que ejecuta a sabiendas de mi exasperante observación. Yo creo que se recrea en la labor porque sabe que lo miro y lo admiro.

Y mientras saborea el tabaco, contesta a los saludos de gente que se va recogiendo.
—¡Buenas noches Manuel!
—¡Vaya usted con Dios... y la compaña!