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24 de marzo de 2013

Mi primavera


El destartalado autobús de chapa verde carruaje y ventanas de madera se ha averiado en medio de un paraje frío y desértico, al borde de un camino solitario perdido no sé dónde. Fuera llueve torrencialmente. Su conductor, un viejo conocido, soporta el aguacero sentado en la cuneta esperando una improbable ayuda que ha de venir de no se sabe. Su interior no es un sitio angosto repleto de estrechos sillones apiñados sino una gran sala de paredes vacías y cortinas rotas donde estoy solo, sentado en un largo sofá, mirando una tele que emite sin parar noticias repetidas. Tengo la necesidad de encontrar un libro que, supuestamente, estoy leyendo. Se me hace angustioso el extravío...

Por fin lo encuentro. Lo veo con un solo ojo en la mesita de aquí al lado, junto al tic tac de mi viejo despertador y mis gafas. Más allá, encima de la cómoda, mi madre sonríe asomada al portarretrato plateado que refleja la luz de la ventana. Me giro y, ahora con ambos ojos, veo la eterna lámpara del techo cansada de esperar para alumbrar. Y, a la derecha, la luz provocativa de la mañana que entra a raudales a través de los cristales desnudos que miran al jardín.

Un par de gorriones lavan su plumaje al borde de la fuente observados por incansables begonias, esparragueras chismosas y aspidistras estiradas. Más allá, en el parterre, al borde del verde insolente del césped rociado, la costilla de Adán despliega su enagua de festón que esconde un miriñaque de tentáculos carnosos. Sobre el muro, pelan la pava el jazmín y la dama de noche envueltos en el perfume mareante que exhalan en su cópula nocturna. En el rincón, el mimbre de lectura reposa amparado por la adelfa que ansía parir su primera flor rosada. Y en lontananza, coronada por apenas una inquieta nubecilla, la humilde ermita de la sierra, mira el porvenir con soberbia cara blanca aupada en un pedestal de jaras, jaguarzos, madroños y lentiscos que, entre la neblina azul de la distancia, empinan su nariz buscando el ocre racheado que desparrama el sol de la mañana. Al fin despierto plenamente con el olor inconfundible del café recién salido acompañado del sugerente tintineo de tazas y cucharillas. No me falta oír “La Madrugá” para notar que está aquí la primavera, la primavera de siempre, la de todos los días, ...¡mi primavera!

Luego puede que llueva otra vez, o que el polen de las flores fastidie con su alergia, pero eso son ya cosas del tiempo, de la débil biología, o del pasar por la vida de puntillas.



2 de marzo de 2013

¿Qué puedo hacer?


      Ha vuelto a ocurrir. Como anunciaran los sinópticos, “se ha instalado en el lugar santo el ídolo abominable y devastador...”; ha prendido en nuestro espíritu el hedor de podredumbre financiera, la asquerosidad del pervertido comercio sexual, las aguas corruptas del ejercicio del poder mundano, lacras abominables que devastan el Gran Mensaje.
     Y vuelve a tener vigencia la frase indignada que profetizaron Isaías y Jeremías y los evangelistas pusieron en boca del Nazareno: “Mi casa es de oración para todos los pueblos y vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones.” Es preciso hacer de nuevo un látigo de cuerdas para arrojar de nuestro interior sagrado a los que emporquecen su esencia. Es absolutamente necesario que “al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar”, porque buena es la sal del mensajero, pero “si la sal se vuelve insípida, ¿con qué daríais sabor?”
    Como el Nazareno, en la vital encrucijada, su actual representante también ha dicho “me encuentro profundamente abatido”; ambos se cuestionaron “pero, ¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, salvame de lo que me viene encima en esta hora?”, más sus actitudes fueron diferentes, Aquel dijo: “De ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora”. Y añadió “Padre, si quieres aleja de mí esta copa de amargura; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. La misma voluntad que le llevó a arengar: “Ahora, el que tenga bolsa que la tome, y lo mismo el que tenga alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y se la compre. Porque os digo que debe cumplirse en mí lo que está escrito: Lo contaron entre los malhechores. Porque cuanto a mí se refiere toca a su fin.” Éste, en cambio, ha abandonado.
    Es verdad que éste no es Dios, que aduce una supuesta incapacidad humana que pudiera justificar el rechazo sacrificial, pero, más que nadie, debiera haber contado con la advertencia del Padre y el auxilio de su fe: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo. Pero he rogado por ti para que tu fe no decaiga”. Otro antes que él aceptó el cáliz de amargura, con su débil biología llevó su cruz hasta el final; subió a su calvario ante la mirada atónita de justificadores conformistas, apuró los últimos resuellos de su precaria existencia para mostrar la prevalencia del mandato divino, soportó con sus restos de entereza el salvaje escupitajo de una cruel enfermedad, y, mostrando los estertores de su cuerpo maltrecho crucificado allá arriba, en la ventana vaticana, exhibió la grandeza de su fe.
     Sin embargo, este Pedro de ahora no ha esperado a que cante el gallo para negarla tres veces, ha sido con las últimas luces vespertinas de un día frío de finales de febrero cuando la ha abandonado haciendo, esta vez, su propia razonada y comprensible voluntad.