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9 de abril de 2013

Pesadilla


Como respuesta atávica a un maléfico destino quieren volver a echarnos del reino. La izquierda política, ladinamente y con la anuencia de la derecha, azuza a sus podencos y echa carnaza informativa a sus altavoces mediáticos para colocarnos al borde del abismo. Ya olvidaron su generosidad de mi padre al compartir la herencia de un poder que solo a él correspondía. También olvidan que su escenificación del 11F les permitió tapar sus vergüenzas y seguir mangoneando. Ahora, viejo y maltrecho, quieren quitárselo de en medio de una forma cobarde y torticera. Claro que él tiene parte de culpa; no ha aprendido que la jodienda campechana acarrea nefastas consecuencia y ha vuelto a caer en la trampa populista. Ya no hay arreglo; por mucho que balbucee arrepentimiento público, ni la sociedad iconoclasta ni los intereses espurios han de perdonar sus estúpidos deslices. Mi madre, deshonrada y cansada oculta su indignación huyendo inútilmente de su propia sombra, buscando un sentido digno por esos mundos de Dios. ¿Y mis hermanas...?, ¡qué decir de mis hermanas! Una lamiéndose las heridas de un error y la otra envuelta en la vorágine de otro.

Una multitud vociferante espera fuera; enarbola ansiosa su bandera tricolor esperando, como buitre carroñero, la consumación de una vieja venganza largamente esperada. Copa, divertida, las primeras filas para no perderse el espectáculo de una reposición actualizada de “La toma de la Bastilla”. Algunos, alarmados, miran hacia mí tal vez buscando un asidero donde amarrar sus destinos o procurando un puerto estabilizador de sus propias singladuras. Pero nada puedo hacer: han descubierto mi flanco débil —ya me lo decía mi madre—; de entre todas las vírgenes de sangre azul, dispuestas y atraídas por mi edad de merecer, tuve que elegir una flaca locutora, plebeya ella, que pese a su aparente juventud hacía tiempo que había despertado a la vida; una “progre” intelectual que creía que reinar era hacer un reportaje para el telediario y la metí en un lío incomprensible para ella. Tampoco la entendieron en mi entorno; incluso yo tengo mis dudas. Pues bien, ahora, le ha salido un primo que mamó la mala leche familiar; un pariente amigo que, buscando notoriedad editorial, ha aireado sin pudor y sin piedad confidencias íntimas que ensucian su decencia. Y no es todo: la chusma que me rodea con ademanes amenazadores aún no sabe nada de “lo mío”... No puedo soportar más esta horrible pesadilla, ¡quiero despertar de este sueño que me tiene atrapado en esta larga madrugada!

Un beso suave en mi mejilla me despierta. Un enorme bienestar invade mi alma atribulada. Las primeras pinceladas ocres de un amanecer primaveral se filtran entre juncos y yerba fresca y me traen el perfume inconfundible de mi charca. Con mi barriga amarillenta apoyada en la piedra de rivera contemplo una estilizada libélula que extiende las vidrieras de sus alas y trata de posarse en mi mantel de desayuno. A mi lado mi eterno amor me mira con sus ojos saltones e inflando su garganta. Tengo que contarle mi horrible pesadilla.

—Croar, croar, croar... —le digo.
—Croar... —comenta ella.