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23 de junio de 2014

La zanja


        Las urracas y los cuervos se encargaron ayer de difundir la urgente convocatoria y el mensaje ha llegado hasta el último confín. Panteras, cormoranes, cocodrilos y jirafas; águilas, culebras, ratones y tarántulas; avestruces, gatos, periquitos y pirañas; esperan, expectantes, la aparición de sus representantes en el claro luminoso de la selva.
     Poco a poco, los diversos investidos van apareciendo y ocupando su lugar en la explanada. Se hace esperar el león soberano que, con andares perezosos, asienta sus posaderas en la roca preferente. Callan los murmullos y a un gesto suyo vuela un papagayo a la rama de oradores.
      —Majestad león; elefantes del senado; galápagos, serpientes, hienas, rinocerontes y gaviotas diputados: Nos hemos reunido hoy en asamblea para conocer, juzgar y, en su caso, sancionar un hecho lamentable que atenta gravemente nuestra convivencia. Uno de nosotros ha violado gravemente nuestra ley y es preciso resolver inmediatamente este atentado que pone en peligro seriamente nuestro pacífico comportamiento y en entredicho nuestra sagrada institución.
    —¡Traed al infractor! —ordena el león a dos leopardos idénticos que esperan, atentos, en la espesura.
     Con gran expectación, entra en escena un conejo gris que, apesadumbrado y temeroso, colocan en medio del foro.
     —Prosigue— manda el león al papagayo.
    —Como saben sus señorías, después de un período de infaustos recuerdos en que en nuestra querida selva dominaba la anarquía, nuestro amado rey y un grupo de expertos diseñaron y promulgaron una ley que ordenaba nuestra convivencia. Esa ley dice: “Ante la caprichosa arbitrariedad con que los animales y animalas de la selva eligen el sitio idóneo para defecar y, en consecuencia, la abundancia de heces esparcidas por doquier con el consiguiente hedor, peligro de infección y mala imagen ante espectadores forasteros, este consejo rector ha habilitado a lo largo de la selva una zanja, de dos metros de ancho y uno de profundidad, para que todos su habitantes —sea cual sea su especie y distinción— defequen en ella, a fin de mantener limpio el espacio vital común.” Pues bien, este ridículo conejo, en un alarde antisistema, ha infringido voluntariamente esta sagrada norma y “se ha cagado” —permitan la vulgar expresión— fuera de la zanja.
       Un murmullo de sorpresa y desaprobación se adueña del foro y voces de violencia arengan incitando al linchamiento.
     —¡Silencio! —ordena el león, con su rugido intimidatorio— Les recuerdo que éste es un estado de derecho que nos obliga a escuchar al acusado y valorar sus argumentos. ¡El conejo tiene la palabra!
      —Con todo respeto, rey león —habla el conejo, con voz apenas perceptible—; yo soy un animal disciplinado y he acatado siempre con agrado la norma de la selva pero, sintiéndolo mucho, no volveré a cagar dentro de la zanja.
        —Pero, ¿por qué esa rebelión?, ...si puede saberse —inquiere, magnánimo, el poderoso.
      —Verá usted, señor: Hace unos días fui a dar de cuerpo a la zanja como era habitual. En mitad de la faena se puso a hacer lo mismo, allí a mi lado, un gorila de dos metros; se nota que, la noche anterior, se pasó de hojas frescas, bayas y abundantes frutas maduras que da el tiempo y evacuó una impresionante cantidad de heces semilíquidas acompañadas de altisonantes y olorosas manifestaciones de sonido. Pues bien, a la conclusión me miró de ladillo y me preguntó: “¡Conejo, ¿tu sueltas pelusa?”; yo, ante la capciosidad de la pregunta respondí perplejo: “¡Claro que no!”. “Entonces...”, dijo mientras alargó su enorme brazo, me cogió con su manaza y restregó mi lomo por su angosto y hediondo periné.
     Un silencio sepulcral se hace en la asamblea, después, un creciente rumor de opiniones divididas; y una voz de simio se eleva sobre el rumor.
   —Eso ha sido un suceso puntual, y hasta cierto punto, justificado, que no invalida nuestra perfecta ley.
    —¿Suceso puntual dices —contesta otra más queda de una ardilla—, a mí me ocurrió lo mismo, y a la gata, y a la nutria, y al visón, y a la comadreja, y al sisón, y al hurón..., solo se ha librado el puercoespín.
       Voces de indignación dominan ahora la solana mientras atruenan los aplausos de la sombra.
     —¡Silencio! —ruge el león, inapelable. No voy a tolerar la más mínima indisciplina. Como en otras ocasiones, crearemos una comisión que estudie el caso y eleve un informe ponderado para proceder a la solución más conveniente. ¡Se levanta la sesión!
       Mientras todos entran en el bosque, el león, con respiración cansada y mirada vidriosa comenta por lo bajo a un cachorro de su especie, de gran alzada, escasa melena, grandes mandíbulas y largo rabo penachudo que permanece atento a su vera.
    —Hijo: encargate tu del tema. A mí me coge ya viejo y aburrido.

18 de junio de 2014

"Chanchos"




Me la dijo un colega uruguayo, magnífico cirujano, mediocre dibujante y apasionado de la navegación a vela: “Los chanchos no pueden ser marineros”. Se refería, obviamente, a la imposibilidad de los cerdos en levantar la cabeza para mirar las velas, acción imprescindible para navegar. Me gustó la frase y su sentido y, desde entonces, la suelo aplicar en múltiples circunstancias del comportamiento humano.

Para la mayoría es bueno —biológicamente necesario, diría yo,— mirar el terreno que pisa. El nivel más bajo en que el hombre se mueve es, en cierto modo, donde asienta su sustento, su seguridad y también las trampas de la vida; es, pues, vitalmente necesario saber desenvolverse en ese plano. Otros necesitan algo más; su curiosidad innata dirige su atención más allá de su narices y buscan en el horizonte signos de realidades futuras; indagan con la lógica proyectos que la ciencia se encarga de realizar adelantándolos en el tiempo y llevándolos de la mano al progreso social.

Pero es la insaciable ansia de saber la que lo conduce a la inexorable satisfacción de descubrir lo oculto. Es, entonces, cuando algunos dirigen la mirada arriba, buscando respuestas a las preguntas de siempre; escrutando un plano carente de referencias físicas, conceptos comprensibles y razones manejables; un mundo silencioso, donde reina el misterio y las angustiosas profundidades insondables. Es la abstracción, una dimensión donde esta ausente la realidad, la naturaleza que impone sus principios, el mundo social que encorseta el comportamiento midiéndolo con leyes imperfectas. El estado perfecto en el que el alma se manifiesta en su más auténtica expresión: la Libertad.

Hay quien pasa la vida instalado en los molinos de vientos y se pierden, sin duda, la inigualable sensación de ver gigantes agresivos moviendo sus grandes brazos. Yo, como mi sabio colega uruguayo, más que remar prefiero, tendido en la popa de mi velero, mirar hacia arriba y ver la vela de la vida hinchada por la brisa de mi imaginación.

4 de junio de 2014

Abdicación



(Porque viene a pelo he querido actualizar mi anterior escrito, “Pesadilla”, publicado en este blog el 9-abril-13).

     Aprovechando la abdicación de mi padre y como respuesta atávica a un maléfico destino quieren volver a echarnos del reino. La izquierda política, aprovechando el “buenismo” inoperante del gobierno de derechas, azuza a sus podencos sociales y echa carnaza informativa a sus altavoces mediáticos para colocarnos al borde del abismo. Ya olvidaron su generosidad al compartir con ellos un poder que solo a él correspondía. También olvidan que su escenificación del 24F les permitió tapar a todos sus vergüenzas y seguir mangoneando. Ahora que, viejo y maltrecho, pide su merecido descanso quieren quitarle su heredad de una forma cobarde y torticera. Claro que él tiene parte de culpa; no ha aprendido que la jodienda campechana acarrea nefastas consecuencia y ha vuelto a caer en la trampa populista. Ya no hay arreglo; por mucho que balbucee arrepentimiento público, ni la sociedad iconoclasta ni los intereses espurios han de perdonar sus estúpidos deslices. Mi madre, deshonrada y cansada, oculta su indignación huyendo inútilmente de su propia sombra, buscando un sentido digno por esos mundos de Dios. ¿Y mis hermanas...?, ¡qué decir de mis hermanas! Una lamiéndose las heridas de un error y la otra envuelta en la vorágine de otro.
        Una multitud vociferante espera fuera; enarbola, ansiosa, su bandera tricolor esperando, como buitre carroñero, la consumación de una vieja venganza largamente esperada. Copan, divertidos, las primeras filas para no perderse el espectáculo de una reposición actualizada de “La toma de la Bastilla” mientras otros, escondidos, aguardan para repartirse los despojos. Algunos, alarmados, miran hacia mí tal vez buscando un asidero donde amarrar sus destinos o procurando un puerto estabilizador de sus propias singladuras. Pero ¿qué puedo hacer? Han descubierto mi flanco débil —ya me lo decía mi madre—; de entre todas las vírgenes de sangre azul, dispuestas y atraídas por mi edad de merecer, tuve que elegir una flaca locutora, plebeya ella, que pese a su aparente juventud hacía tiempo que había despertado a esto de vivir, una “progre” intelectual que creía que reinar era hacer un reportaje para el telediario; y la metí en un lío incomprensible para ella. Tampoco la entendieron en mi entorno; incluso yo tuve mis dudas cuando le salió un primo que mamó la mala leche familiar, aireando sin pudor y sin piedad confidencias íntimas que ensuciaron su decencia. Y no es todo: la chusma que me rodea con ademanes amenazadores aún no sabe si voy a ser capaz... No puedo soportar más esta horrible situación; solo tú, pequeña rana, puedes hacerme despertar de esta pesadilla que me tiene atrapado en esta larga madrugada.
            Me despierta un beso suave en mi mejilla y un enorme bienestar invade mi alma atribulada. Un amanecer primaveral se refleja en la inmensa tranquila y perfumada charca. Con la barriga amarillenta sumergida entre los juncos y la yerba fresca de su orilla contemplo una estilizada libélula que extiende las vidrieras de sus alas y trata de posarse en mi mantel de desayuno. A mi lado, mi verde salvadora me mira con sus ojos saltones e inflando su garganta. Tengo que agradecerle su gesto y expresarle lo feliz que me siento.
—Croar, croar, croar... —le digo.
—Croar... —comenta ella.