Páginas

18 de mayo de 2015

Coser


La conocía desde pequeño.
Al salir cada mañana hacia la escuela, atravesando el frío del patio de vecinos, la veía a través de su ventana cosiendo ropa. Cuando llegaba el buen tiempo sacaba a la puerta una silla baja y seguía con la labor al sol de la mañana. Después, en el verano, hacía lo mismo a la sombra de la parra.
Era ya mayor, menuda y silenciosa. Miraba fijamente la tela a través de unas gafas medio opacas que apoyaba en la punta de su nariz, mientras sus dedos de sarmiento no paraban de moverse con la aguja y el dedal.
Una tarde, a la vuelta del colegio, quise ver de cerca lo que hacía y contemplé, asombrado, que la aguja no estaba enhebrada; ¡cosía sin hilo! Seguro de que el despiste obedecía a su vista, ya cansada, me atreví a señalarle el error.
—Ya lo sé —me dijo, sin cejar en su tarea—; siempre lo he hecho así.
—Pero..., no puede coser de esa manera —repliqué, perplejo.
—Yo no quiero coser, nunca lo he pretendido; a mi lo que me gusta es dar puntadas.
No la comprendí hasta que fui grande.