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30 de junio de 2011

La luz eléctrica

En mi pueblo, hasta hace bien poco, no había luz eléctrica. Tampoco era de imperiosa necesidad pues todo lo que había que hacer de provecho se hacía de día y la noche era para el descanso y la intimidad en el hogar.

En lo oscuro nos alumbrábamos con velas, lámparas de aceite —el candil de latón, el más usado por su fácil porteo—, el carburo que da una luz más blanca e intensa aunque es difícil de manejar y peligroso por la posible explosión del gas comprimido, o el quinqué de alcohol o petróleo, con el que era corriente alumbrarse durante la cena y la conversación posterior, alrededor de la mesa de camilla. Y, distribuidas por la casa, como referencia en las levantadas nocturnas para hacer aguas menores, las mariposas, que alumbran ininterrumpidamente estampas de santos, de la patrona o la vitrina portátil de la Virgen del Carmen.

Eran luces débiles, amarillentas, inquietas... «que producen sombras que se mueven, / que semejan fantasmas que te acechan, / que son el escenario de los cuentos / que narran los mayores cuando cuentan / y aleccionan del peligro de los malos / e inducen a los niños a que se duerman».
«—Soy la Zaragutía, que canto de noche y duermo de día —representaban con voz engolada y tenebrosa.
—¡Ay, mamaita mía, ¿qué será? —imitaban al niño.
—Duérmete, niño mío, que ya se irá —hacían de madre.
—¡No me voyyyyyy, que detrás de la puerta estoyyyyyyy! —repetía la voz asustadora».

Los niños aparentaban dormirse, haciendo caso del mensaje, pero la realidad era que el miedo los espabilaba y, cuando se dormían por fin, soñaban pesadillas.

Pero a lo que los niños tenían auténtico pavor era a la “marimanta”, un fantasma real que, desde tiempo inmemorial, vagaba por las calles del pueblo durante la noche. Pocos confiesan haberla visto pero los que sí lo hicieron la describen como una sábana que anda, con un farol que le alumbra el camino, se desliza sigilosa, pegada a las paredes, como escondiéndose de posibles observadores y, de pronto, desaparece entrando por una puerta o ventana abiertas. Cuando salía la “marimanta”, al día siguiente todo el mundo estaba enterado del acontecimiento y, curiosamente, comentaban de manera jocosa el itinerario que había seguido, la casa donde había entrado e incluso alguno se atrevía a especular también de la que había salido. ¿Por qué la gente mayor se ríe y no le da miedo estas cosas?

Desde hace un año hay electricidad en el pueblo. El alcalde ha instalado un generador que la produce en un cobertizo que han hecho junto a la laguna. La gente le llama “el motor”, porque es más genérico y es el único que tenemos y como apellido le ha puesto el nombre de la persona encargada de manejarlo: “el motor de Robustiano”. Es un conjunto de piezas metálicas que, por combustión de gasóleo, acciona una pequeña rueda que gira rápidamente. Y ella, mediante una correa de cáucho, transmite el movimiento a otra más grande, a varios metros de distancia, que es la que produce la corriente eléctrica. Es todo un acontecimiento para los vecinos de todas las edades verlo funcionar al atardecer. Nos parece sobrenatural que el aparato pueda andar solo y admiramos a Robustiano que, sabiéndose observado y sintiéndose superior en el oficio, maniobra vigilando los detalles, engrasando aquí y allá y secándose el sudor con un pañuelo sucio que guarda en el bolsillo del mono azul, junto a llaves y alicates. Los remaches metálicos de la correa, tantas veces reparada por rotura y dificultad de reponerla, al pasar por las ruedas, aportan un ritmo divertido al sonido acompasado del motor.

Ahora, todo el vecindario tiene luz. Cada casa dispone de una sola acometida que debe conmutar si quiere iluminar más de una estancia. Solo la gente rica, que es la que contribuye al mantenimiento del motor y al abastecimiento de gasógeno, tienen más de una. Y hace alarde de ello abriendo las puertas y ventanas y mostrando orgullosa las habitaciones iluminadas por lámparas de cristales colgantes que juegan con la luz desprendiendo reflejos irisados o dejando oír el sonido de los aparatos de radio con noticias de lejanos lugares e intereses y sonidos atrayentes de música que termina por hacerse conocida, «a beber, a beber y a apurar las copas de licor, que el vino nos hará olvidar las penas del amor...».
El cable eléctrico discurre por la fachada de las casas dejando incrustados en las esquinas unos platos esmaltados que protegen y proyectan sobre el empedrado y las paredes la luz mortecina de lámparas incandescentes. Es el acontecimiento esperado cada tarde y su aparición despierta un murmullo general de aprobación. A veces, un apagón momentáneo provoca un «¡oooooh!» de decepción; entonces, la chiquillería entona una frase consabida a ritmo cansino: «Robustiano arriba, Robustiano arriba...» mientra celebra la lenta vuelta luminosa.

José y yo sabemos que la Zaragutía no existe pero nos aseguran que todavía sigue saliendo la marimanta. Por eso, antes de hacerse de noche es el momento de cesar los juegos, de volver a casa, de recogernos; pero ese lapso impreciso del atardecer ha inducido muchas veces a errores de concierto. Ahora es Robustiano con su motor el que señala precisamente ese momento: «cuando se enciendan las luces».

27 de junio de 2011

La adelfa


En el fondo del jardín hay una adelfa grande que ahora está salpicada de flores blancas. A su sombra hay una pequeña y cómoda butaca donde me siento y tomo café después de dormir la siesta. Entre sorbo y sorbo, observo el ir y venir del gato por los arriates y los pájaros que se posan a beber en el borde de la fuente. Luego releo otra vez los versos de Neruda. Y ya, cuando cae la tarde y la tenue luz del crepúsculo me impide la lectura, levanto la vista al horizonte y veo las Ermitas con su Cristo iluminado allá en lo alto de la sierra. Entonces, cuando el olor de la adelfa es más intenso, pienso en ti.  

Un respiro


Otra vez aquí.
Sin pretenderlo, he vuelto otra vez donde solía.

Cuando me jubilé juré —y mi escrito “Dibujando con palabras” es testigo— que no volvería a hacer nada de provecho. O, de otra forma, mi conducta futura no se sometería a ninguna norma que condicionara la libertad de hacer lo que me diera la gana. Contaba y cuento, claro está, con las premisas personales y sociales pertinentes: no tengo necesidades económicas, tengo estabilidad y satisfacción sentimental, gozo de buena salud, me sigue interesando lo que ocurre a mi alrededor y —es la singularidad—, me importa un bledo lo que los demás piensen de mí y de mi comportamiento (¡cuánto me acuerdo de ti, Fernando Fernán Gómez!).

Empecé a gozar con la escritura, compartiendo foros con gente como yo y creando un blog en el que cuento cosas normales de mi entorno, pasadas y presentes, volcando en ellos mi situación anímica del momento. Eran relatos cortos o poemas hechos sin pretensión, tal como los paría mi cabeza y mi corazón en ese momento. Pero las opiniones compartidas y las sugerencias de algunos me llevaron de la mano a la osadía de acometer la confección de una novela, y ahí empezó la derivación que me ha devuelto al principio.

El objetivo era sencillo: Juntar relatos cortos con un hilo conductor que diera un sentido común al conjunto y un mensaje implícito. ¡Joder, con lo sencillo! Llevo media docena de capítulos y, sea por el fondo o por la forma, ya los he rehecho cien veces. Entre búsqueda documental y componer, le dedico al proyecto todo el día y se está convirtiendo en una obsesión. ¿Que me gusta lo que va resultando?, sin duda, pero no así la obligación —tiranía al fin y al cabo— de seguir una norma aunque sea autoimpuesta. Y esta actitud me está llevando a un aislamiento intelectual que no me gusta nada, nada.

Por eso hoy, después de volver a beber en los livianos, sutiles y poéticos relatos de Benedetti, me tomo un corto respiro de aire fresco y os regalo este corto y sencillo pensamiento que escribo libremente, a vuelapluma, en este atardecer caluroso de julio que termina, mientras escucho el saxofón de “La luna fue en abril”, de Carlos Cano.




26 de junio de 2011

Cosas mías

Hoy, domingo, hemos recibido carta de José. Dice que está bien. Que ya ha terminado la instrucción y ha empezado a hacer guardias en la puerta del cuartel. Le han dado un mosquetón —“mauser”, dice que se llama— pero sin balas y harán prácticas de tiro la semana que viene. Que el rancho es muy bueno y abundante. Que Sevilla es muy bonita, hay muchas casas y mucha gente y las muchacha son muy guapas, que se acuerda mucho de nosotros, y que cómo está el pueblo.

Tengo una sensación rara; como si me faltara parte de mi cuerpo y tuviera que ir a buscarlo. Le he escrito, a vuelta de correo, una larga carta donde le cuento las cosas del pueblo: Que las cosas aquí siguen mal, hay poco trabajo y mucho parado. Y, el que tiene la suerte de que lo cojan, tiene que aceptar la miseria de jornal que le dan ¡y dar gracias, encima! Nosotros vamos tirando con lo de padre y lo que arrimo yo haciendo destajos. No te lo debía decir, pero madre también lava algunos días en casa de los ricos. Dicen por la radio que la República va a repartir las tierras, pero no me lo creo; aquí, Donato, el de Dionisio, que es ahora el alcalde, se ha juntado con unos cuantos y está todo el día alardeando en el casino: «vamos a ocupar...vamos a incautar...», ¡no hacen nada de nada! Han empezado a robar en las huertas y en los corrales. Se llevan las gallinas y los marranos. Dicen que son necesitados pero yo creo que hay de todo. El tío Plácido está más exaltado que nunca, echa la culpa a los ricos y la tiene tomada con el cura. Dice que cualquier día salen ardiendo los santos. En fin..., las cosas del pueblo. No le he dicho nada de Milagros; él parece que no se acuerda de ella y yo lo prefiero así.

Salgo a echar la carta en el buzón de la plaza. Hace una tarde espléndida; a través de algunas ventanas, abiertas de par en par, llega hasta la calle la música de la radio: coplas de Imperio Argentina o Estrellita Castro y algún pasodoble torero (“la novia de Reverte tiene un pañuelo con cuatro picaores y Reverte en medio...”), y cuelgan gitanillas de los balcones de las casas de calidad. Los chavales juegan en el llano, ellos y ellas, a las mismas cosas de ayer y de siempre pero a mí ya no me atraen. Hoy, mis pasos andan el camino de la fuente de arriba, como antaño los mayores. Como los mocitos de siempre, lavado y con ropa limpia, aguardo el momento diario que da sentido a la jornada. Allí me siento en el poyete que bordea la fuente, alrededor del agua, mirando con avidez la llegada de las mozas que, compuestas con sus mejores galas, se acercan con su cántaro y se inclinan a llenarlo, insinuando aquí y allá algún encanto, al tiempo que obsequian con miradas de arrebato a los mozos que prefieren para que, guardándolas como tesoros, las trasladen a sus sueños. Luego, displicentes, se alejan sinuosas, con su vasija al cuadril, dejando un reguero de suspiros y alguna palabra suelta que delata una pasión descontrolada. Es nuestra rutina diaria, nuestro alimento amoroso cotidiano, el motor que mueve nuestras vidas.

Llega Milagros. No entiendo cómo, teniendo mujeres a su servicio que hagan el trabajo, viene por agua a la fuente los domingos por la tarde, pero tampoco tengo explicación para ese impulso que me mueve a venir, sin necesidad de acarrear agua, precisamente ese día y a esa hora. Se ha puesto un vestido azul, sin mangas, y tiene prendida una flor blanca en su pelo negro recogido: es preciosa; ¡ahora comprendo el sentimiento de José! Su cuerpo ha cambiado mucho. Tiene cosas que me gusta contemplar cuando camina. Ya no ríe tanto... ahora adopta un aire serio, distante, pareciendo que quiere despreciar a los que fuimos amigos hace unos años. En un momento su mirada se cruza con la mía, solo es un instante pero algo me entra por el cuerpo. Ganas me dan de pedirle de beber agua en sus lindas manos, como hacen otros, pero no me atrevo. Solo mis ojos la siguen hasta que se pierde por la esquina. Después me envuelven la tristeza, la soledad y el silencio.

Se han encendido las luces, ya estará mi padre en casa, ya comeremos los tres bajo la luz del carburo sin pronunciarnos palabras. Mi padre mirará a mi madre y mi madre, con ternura, devolverá su mirada, pondrá su mano en su brazo y le suplicará calma, y acariciará mi pelo, y me preguntará en voz baja:«¿qué le pasa a mi pequeño?, cuéntanos lo que te pasa».

Otra noche sin dormir, sin sueño, sin esperanza, rumiando mis pensamientos me encuentra otra vez el alba.


14 de junio de 2011

La víspera


    La noche víspera del día de la Patrona es, tradicionalmente, la de los fuegos artificiales. El acontecimiento se limita al lanzamiento de un par de docenas de cohetes y alguna que otra “traca” que asusta a los chiquillos y hace sonreír a los mayores. Finalmente, comienza a girar una pequeña rueda de cartuchos que va lanzando chispas de colores al tiempo que se despliega un letrero de tela con la vieja leyenda “Viva Santa Marina”. Las falsas exclamaciones de asombro se mezclan con los condescendiente comentarios sobre la calidad del acto respecto del año anterior.
     Esta noche está todo el pueblo en la plaza, alegre y expectante. Los pudientes asomados a las ventanas o acompañando a sus damas que, sentadas en los balcones decorados con algún ostentoso mantón de Manila o con vistosas colchas de camas y abanicándose nerviosas sabiéndose observadas, aguardan impacientes el comienzo del singular acontecimiento. Abajo, los demás buscan puestos estratégicos que permitan verlo todo manteniendo una prudente distancia de los artilugios pirotécnicos, «este año el espectáculo será mejor, la república es más espléndida: habrá menos fuego de cirios y más de tracas». Los niños dejan de corretear y se encaraman a las rejas o se sientan a horcajadas en los hombros de sus padres. Comienza la función.
      Igual que siempre. Una serie inicial de cohetes aislados lanzada al cielo oscuro por una mano cicatera, y luego otra de los llamados “rastreros” buscando los tobillos de las muchachas que, simulando alarma, dan grititos y se protegen con las faldas. La primera traca siembra el recelo en el personal y anuncia el girar de la rueda de cartuchos que, desprendiendo una luz potente y blanca, ilumina las caras asombradas de pequeños y mayores. Allá arriba, en el balcón, los ojos brillantes de Milagros se cruzan con los míos y creo que me sonríen. Un ¡ooooohhh! me saca del encanto. Se ha desplegado el letrero. Este año es distinto. No se refiere a la santa, unas letras rojas proclaman «¡Viva la República!». Nuevas tracas ponen fin al evento. En el silencio posterior, con restos de la rueda chamuscada dando vueltas, prorrumpe el aplauso general; yo me dejo llevar y también aplaudo no se bien por qué.

     La plaza se va despejando. La gente mayor fuerza a los pequeños a regresar a casa con la promesa de ofrecer “perrunillas”, magdalenas y caramelos antes de intentar dormirlos venciendo su natural agitación.  Ahora viene el baile. Como cada año, las muchachas han adornado con flores y farolillos de papel un rincón al lado de la fuente de arriba donde labriegos forasteros reconvertidos en músicos, provistos de acordeón, saxo, caja, bombo y platillo, atacan y repiten, como pueden, pasodobles trasnochados.
     Los jóvenes llegan presurosos buscando la ocasión de contactos y emociones. Ellas, ataviadas con sus mejores galas, provocan con sus risas recatadas a los “zagalones” que, incómodos con sus atuendos de estreno, no saben qué hacer ni cómo hacer para conseguir un baile sin someterse al fracaso de una negativa. Los mayores se sientan en veladores de madera, toman gaseosa, cerveza o vino de pitarra, y escuchan y observan lo que acontece sin perder detalle.
    Este año, por necesidades del servicio militar, José no ha podido venir a la fiesta, y no es lo mismo. El año pasado, cuando vino de permiso, vestido de uniforme, causó sensación en el baile. Las muchachas cuchicheaban mientras le lanzaban miradas de arrebato. Él, consciente de su éxito, sonreía y mostraba su mejor compostura henchido de satisfacción y yo, a su lado, compartía su alegría mostrando ufano mi parentesco y cercanía. Todos esperaban el arranque de la música para ver al apuesto militar sacar a bailar a la moza de sus sueños que disimulaba nerviosa escondida entre amigas, pero, cuando empezó a sonar... “capote de grana y oro...”, José se dirigió a mi madre que, sentada junto a mi padre, lo observaba arrobada. Con una estudiada reverencia le ofreció su mano y mi madre se dejó llevar, extasiada. Un corro le hicieron mientras se movían en un maravilloso compás... «que le pongan un crespón a la Mezquita..., a la torre y sus campanas a la reja y a la cruz... », mi padre los miraba serio, solo el brillo de sus ojos y el temblor de su barbilla denotaba la emoción contenida, y yo me sentí orgulloso de pertenecer a esa humilde familia.
    Yo tampoco soy el mismo. Han pasado cosas. En el fondo me alegro de la ausencia de José. Varios muchachos del pueblo y algún forastero han solicitado bailar con Milagros y ella ha rechazado. Me gusta. El del saxo inicia una melodía suave «cabaretera... mi dulce arrabalera...te quiero en mi pobreza...» y noto desde lejos su mirada fija en mi. Nunca me hubiera atrevido a pedirle un baile, pero ahora, embebido por su encanto me acerco y, en un momento, flotamos en el aire. El mundo alrededor desaparece. Su mano, suave y temblorosa, se apoya en el lecho calloso de la mía. Su cintura, breve y sinuosa, cede levemente al tacto temeroso de mi brazo tosco. Siento su calor y su aliento. No nos miramos, pero un inevitable temblor delata la emoción mutua. Un ocasional roce de su cuerpo y nace una sensación nueva, un latir en mi garganta, una angustia placentera que me abrasa y anula mi voluntad. No soy consciente de cuándo nos separamos pero todavía, camino ya de casa, conservo su perfume, la suavidad de sus manos y la turgencia de su cuerpo.
    La noticia corrió como la pólvora, «han robado en casa de don Manuel, durante los fuegos», «se han llevado toda la chacina de este año», «no ha sido gente el pueblo, dicen que han visto forasteros huyendo por el camino de Aracena». Algunos accionan con gestos de rechazo, «¡ojalá revienten», otros guardan silencio, mi tío Plácido sonríe y comenta en voz baja «que les aproveche».
    Esta noche le han robado la matanza a don Manuel y a mi, su hija, me ha robado el corazón.

12 de junio de 2011

Ricos y pobres

Va a hacer un año que José se fue a la mili y que yo dejé la escuela. Tengo sensación de estar abandonado. Recuerdo con nostalgia nuestra niñez compartida. Lejos en el tiempo quedan ya la escuela, la venta de cisco y de pescado y los juegos de la plaza; incluso la cama en que dormíamos ha quedado inmensa y fría.

Bernardo, el manijero de don Manuel, me ha cogido para la siega de este año. Como soy novato voy por la mitad de jornal, casi tres pesetas que buenas son para arrimarlas a casa donde las esperan impacientes. Llevaremos tres fanegas segadas y todavía vamos a buen ritmo. Somos cinco de cuadrilla segando desde el lunes y el calor es insoportable. El sol abrasador es implacable sobre todo con los pobres. El sudor empapa las camisas y pudre los sombreros de paja con pañuelos por la nuca. Me dicen que, al final, será igual que otros años: lo soportaremos y, aunque desfallecidos, acabaremos la faena antes de un mes. Para finales de agosto el trigo debe de estar en el granero y nosotros descansando, habiendo cobrado lo nuestro.

Salimos de madrugada desde el pilar de abajo, después de comer fuerte, pan con ajo, aceite y tocino entreverado fresco de papada o de verija, un tazón de café solo que espabile y una copa de aguardiente, de una vez, y otra si cabe. Llegamos al tajo, con las mulas de cabestro, dejamos las alforjas del almuerzo a la sombra de los chopos y recogemos los vencejos preparados que reposan húmedos en los bordes del regajo.

Echamos mano entre dos luces y comenzamos donde ayer finalizamos. Con la zoqueta en una mano y la hoz en la otra vamos segando gavillas y dejándolas al pie del surco, donde otro las recoge y las junta haciendo haces que rodea y ata con vencejos mostrando alardes de maestro. La mulas vienen detrás, con la jalma y la jamuga en la que, ayudado por el bieldo, pinchamos tres haces a cada lado. La recua las lleva con su andar cansino al llano de la era y allí descargan en el tresnal, bien apilados y con el grano hacia afuera para que escurra el agua si es que llueve. Es un trabajo en equipo, con los brazos justos que disimulan con su orgullo el esfuerzo agotador. Los cantes se dejan para la trilla, ahora se precisa todo el resuello para la faena.

El almuerzo, esperado a mediodía, es el momento placentero de la jornada. Sentados a la sombra de los chopos, después de refrescarnos en el pilón de la huerta, vaciamos las alforjas y sacamos la chacina a la espera de que alguien termine de majar el gazpacho. Pan y tocino en una mano, navaja compañera en la contraria, y, de cuando en cuando, cucharada en el dornillo y paso atrás para que entre otro. El agua fresca del cántaro, recién traída, cierra el ágape, pasando a un rato de descanso en el que unos dormitan y otros ríen contando chascarrillos.

El ritmo cae como cae la tarde. El cansancio empieza a hacer estragos en los agotados cuerpos. Ya no se conversa, ya casi ni se piensa... Bernardo nos vocea cuando el sol le queda poco para meterse detrás de los riscos de Hinojales. Recogemos los aperos y los avíos y, con las mulas de cabestro, regresamos al pueblo con caminar lento, apurando el último resuello que nos queda. El agua y la ropa limpia me espera, también comer algo caliente y fumarme un cigarro con mi padre en la puerta de mi casa. Después me meto en el camastro y me dejo llevar por los sueños.

Esto no es futuro, tenía razón don Genaro. Quizás debiera ser albañil. Se me da bien la construcción de paredes. Ayudando a mi tío Plácido puedo aprender a hacer tapias, prensando el barro y la paja entre las tablas y ser requerido para hacer cuadras, cochineras y majadas, arreglar cobertizos e incluso alguna casa rica del pueblo, como la de Milagros, donde trabajé con él esta primavera.

Allí descubrí lo que es el lujo. Las puertas, las paredes altas y derechas sosteniendo retratos de antepasados y pinturas de fruteros con uvas, naranjas y melocotones, o de perdices colgadas al lado de cartucheras y escopetas; láminas alargadas de paisajes imposibles, de árboles que, en su frondosidad, esconden estanques sombreados donde nadan cisnes majestuosos con sus largos cuellos encorvados mirándose vanidosos en las tranquilas aguas verdes. Espejos de envolturas doradas y relucientes y relojes historiados, misteriosos, sugerentes, siempre con su ritmo a cuestas, con su tic tac siempre, siempre, recordando en un letrero, que el tiempo pasa volando y que se acerca la muerte. Los asientos y los muebles reflejándose en el suelo embaldosado, reluciente por los fregados y la cera. Una mecedora oscura, con sus brazos retorcidos, con su asiento de rejilla, con un cojín de ganchillo que espera que alguien se siente, la acaricie con sus manos y se meza lentamente. Lámparas de cristal cuelgan del techo y seducen con sus cristales traviesos, con sus reflejos y sus luces. Cortinas aquí y allá de encajes y terciopelo ocultan con su pudor a los que vienen de fuera que lo bello está por dentro.

Un patio de ventanales de cristales de colores, mezcla el blanco de la cal con los murmullos del agua y aromas de mil olores, y, mientras su madre cose un aguar de mil primores, riega las flores Milagros, Milagros riega las flores. Y una coplilla agradable que refiere unos amores cantan la madre y la hija cantan las dos, a dos voces. Y sonríen los geranios, aplaude la esparraguera, el jazmín lanza piropos junto a la dama de noche, alrededor de la fuente que lanza al viento su chorro mientras voces femeninas las riegan cantando a coro.

Y atrás, sin quererlo ver, como quien no quiere verlo, oculto en una alacena el pan blanco, recién hecho, el aceite, los garbanzos, los alcauciles, los puerros, las alubias, los guisantes, las patatas y los huevos. Los chorizos, las morcillas y jamones de los cerdos, productos de la matanza colgados, allí en el techo. Y allí al lado, en la cocina, donde hay más ajetreo, hierve en la olla el tocino, la cebolla y el pimiento; un tomate colorado y unos dientes de ajos frescos. Huele a laurel y a comino, a yerbabuena y romero; llega un olor que alimenta que resucita a los muertos.

No tengo envidia, pero siento pena por mi madre. Ella, por mucho que se esmere, nunca podrá disponer de algo parecido. ¿Por qué unos tanto y otros tan poco? Me he preguntado por primera vez. ¿Cómo y dónde tiene uno que nacer para disfrutar de ésto? o ¿dónde y cómo conseguirlo sin robarlo ni pedirlo? Dice mi tío Plácido que la república nos dará oportunidad para que todos tengamos acceso a ese bienestar que aquí contemplo. Que será únicamente el trabajo la forma de obtenerlo. Se acabarán los privilegios que otros detentan y la justicia social prevalecerá sobre todo y sobre todos. Pero la verdad es que hace cuatro años que se fue el rey y no hemos notamos nada; todo sigue igual. Mi padre calla, con gesto serio y preocupado. Él piensa distinto. No está seguro que los ricos, aliados entre ellos y con los curas, dejen hacer a los nuevos políticos. Tampoco que ellos, ilusos, sepan hacer lo que sería necesario. Cree que uno no debe esperar nada de los demás y ha de conformarse con lo que tiene o puede obtener con sus manos. Sin embargo no lo veo muy convencido con los dichos de mi madre: «no por mucho tener se es más feliz», «el adorno de las casas es la alegría de estar sano y el cariño de la gente que en ella vive» y «no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita».

«Vete tu a saber» —concluyo cuando me rinde el sueño.


6 de junio de 2011

Don Genaro (reedición)

Don Genaro es alto, enormemente delgado y viste de negro riguroso, su cara alargada, nariz aguileña y cejas hirsutas le dan un aspecto imponente y, sin la mascota de ala corta también negra, muestra una inacabable y reluciente calva. Pero lo que llama verdaderamente la atención son sus manos, de piel delicada que traslucen un delta de venas azuladas y dedos excesivamente largos con uñas transparentes, que acciona constantemente ayudándose a exponer sus pensamientos. Le gusta más enseñar palabras que números. Es un espectáculo ver su forma de explicar las metáforas: «peinar el viento..., fatigar la selva...» o recitar poesías tenebrosas: «me gusta un cementerio, de muertos bien relleno, manando sangre y cieno, que impida el respirar...».

Es de Fregenal, un pueblo grande de trasierra, pero vino destinado aquí hace muchos años, aquí se casó y su amor filial, ante la falta de descendencia, lo volcó en el cuidado y la enseñanza de los niños y no tan niños del lugar. Y es bueno. Tiene fama de bueno. Es enemigo del castigo y empeña su generosidad con aquel que demuestra sacrificio, dedicación y valía.

Fuera de la escuela es un hombre de su casa; no se le ve en la cantina ni en la iglesia. Dicen que lee, escribe y oye música en un aparato de radio que tiene. Por parte de tarde, sale a pasear por la calle, si hace buen tiempo. Es amable con todo el mundo, no hace distinciones de personas ni de clases, solo con el cura, que le acompaña en sus paseos, tiene frecuentemente discusiones sobre cuestiones religiosas y formas de enseñar.
—Creo que lo mejor es que ingrese en el seminario, don Genaro —dice el cura.
—¡Pero don Francisco!, usted siempre barriendo para casa. ¿Es que la Iglesia no puede olvidar por una vez el proselitismo y pensar que hay otras opciones en la vida? Este chaval no tiene vocación de cura ni nada que se le parezca. Es más, si por necesidad tuviera que vestir sotana, sería un mal cura, le gustan demasiado las mujeres.
—¿Y a quien no? Pero eso no es obstáculo; la fortaleza que infunde en el ánimo la enseñanza religiosa le mantendría alejado del pecado, en la santa abstinencia que nos caracteriza.
—¡No me haga hablar, don Francisco, que los dos hemos vivido mucho!
—¿Qué quiere decir?
—¡Dejémoslo! Nos alejaría del tema. Simplemente no creo que el seminario sea buena idea.
—Pues yo insisto. Incluso dede el punto de vista práctico es interesante. Tendría casa, cama y comida, un destino que asegura su estabilidad y..., si vale y tiene suerte, puede escalar puestos de responsabilidad.
—¡Sí, hombre, un obispo o un cardenal! José no es un muchacho cualquiera, es un chico excepcional y su propuesta sería vender su alma a... la Iglesia y renunciar a toda posibilidad de desarrollar su propio potencial en otros campos.
—Usted siempre tan liberal. No considera que la Iglesia ha sido y es la columna vertebral de nuestra sociedad e insiste en fantasías de difícil, cuando no imposible, realización. Las teorías de ese tal Giner de los Ríos le tiene sorbido el seso.
—¡No me toque usted... ese tema si quiere que tengamos la fiesta en paz! ...Sorbido el seso... ¡qué me va a decir usted de sorber el seso!

El toque de campana que anuncia el comienzo del rosario, suele poner fin al paseo y a la tertulia.
—¡Bueno, don Genaro, me llama mi deber! Seguiremos con el tema, no crea que ésto ha terminado, ¡pero no ese enfade, hombre, que no es para tanto!
—¡Ande allá a pasar cuentas y a entonar letanías con sus beatas! Nos vemos mañana.

Es pronto para recogerse y la tarde invita a pasear. El tema de José no se le va de la cabeza y, sin querer, encamina sus pasos hacia su casa.
—¡Mira, padre, por allí viene don Genaro! —señala José. Viene calle arriba, algo encorvado, manos a la espalda y mirada al suelo. Corresponde, distraído, al saludo afectuoso de la gente que se cruza.
—¡Buenas tardes, familia! —saluda, haciendo un leve amago de quitarse el sombrero, al llegar a nuestra altura.
—¡Buenas tardes, don Genaro! —contestamos al unísono, poniéndonos de pié—. ¿Qué le trae por aquí?
—Vengo dando un paseo a hablar con usted —dice, dirigiéndose a mi padre.
—Pues pase usted, estaremos mejor dentro —repone mi padre, sorprendido y señalando la puerta con un gesto amable. Entramos y el maestro se sienta en la mecedora que le ofrecemos.
—Disculpe un momento, don Genaro, voy a la cocina a avisar a mi mujer.

Nos quedamos en silencio, observando el gesto serio del maestro, su calva reluciente, sus piernas cruzadas, sus manos transparentes sosteniendo apenas el sombrero y cómo, desubicado, recorre con mirada distraída la humilde sala. Las paredes blancas de cal con zócalo de azulina, el suelo empedrado, brillante a fuerza de infinita friegas, el enfoscado techo de cañizo, la puerta tosca que se abre al pequeño patio, el pequeño armario chinero, empotrado en un rincón, la percha de seis brazos de la que cuelga un tabardo y dos gorras de visera, el almanaque, con la imagen del corazón de Jesús y el taco de hojas diarias con santoral, junto al carburo, la mesa de camilla con enaguas y pañito de puntilla que soporta el quinqué de cristal azulado y las cuantas sillas de palilleros de pino blanco.
—¡Buenas tardes, don Genaro!, perdone que le haya hecho esperar —entra mi madre, seguida de mi padre, limpiándose las manos en el delantal como es su rutina. Se sientan junto a él y se disponen a escucharlo atentamente.
—Hace tiempo que quería hablar con ustedes respecto de José y unos días por otros...
—¿Ha hecho algo malo, don Genaro?— pregunta mi madre, angustiada.
—Al contrario, es un buen muchacho —dice el maestro, recostado en la mecedora y mirando afectuosamente a mi hermano —. Es inteligente, aplicado, trabajador y una excelente persona.
José baja la vista, abrumado, con una sonrisa de satisfacción.
—Y es por eso por lo que vengo a comunicarles mi opinión de que debe aprovechar esas cualidades. Perdonen mi franqueza, pero creo que debe aprender a hacer algo más instructivo y provechoso que arar, sembrar, segar o cuidar ganado.
Nos miramos satisfechos pero seguimos expectantes.
—¿Qué quiere usted decir, don Genaro? —inquirió mi padre.
—Creo, sinceramente, que deben enviarlo a estudiar a Sevilla.
La sorpresa causa unos momentos de silencio.
—Sería una pena que unas facultades tan excepcionales se perdieran en la vida sin futuro de este pueblo —insistió, el maestro. Una sombra de tristeza asoma en los ojos de mi padre
—Nos enorgullecen sus palabras don Genaro, pero..., nosotros no podemos...
—Sé que es muy costoso —corta, con un ademan—, especialmente para gente humilde como vosotros, pero hay que hacer un esfuerzo para lograrlo. Podríamos pedir una beca, yo me encargo del papeleo, y en cuanto a los gastos yo ayudaría, el ayuntamiento también y le sacaríamos al cura una colecta.
Mis padres siguen perplejos y él continúa.
—Con esto tendríamos para empezar, después...
—¡Ay, Dios mio de mi alma!, ¿qué vamos a hacer? — suspira mi madre a punto del sollozo; mi padre le hace un gesto de consuelo.
—Yo..., nosotros, se lo agradecemos en el alma, don Genaro, pero no puede ser; no solo son los gastos, es que mi hijo mayor me es imprescindible para sacar cuatro perras todos los días vendiendo el cisco y el pescado, y, además..., ¿dónde iba a vivir?, ¿quién iba a cuidar de él...?
Se hace el silencio. Se impone la triste realidad. Tras unos instantes el maestro se incorpora y mis padres lo imitan.
—Lo comprendo, pero no debemos rendirnos —sentencia, resuelto, el maestro—. Este es solo el comienzo, vamos a seguir pensando y ya surgirá algo —, propone, esperanzado, dirigiéndose a la puerta de la calle.
—Quedad con Dios —se despide, al tiempo que se coloca la mascota
—Vaya usted con Él, don Genaro —respondemos a la vez.

Esta noche, de una forma u otra, el sueño nos ha sorprendido a todos de madrugada, con los ojos en el techo y la imaginación desbocada.


4 de junio de 2011

La vejez

Llega un momento en la vida en que uno se topa con la vejez. Certificamos la razón de vivir, de ser vivo: hemos nacido, hemos crecido, nos hemos reproducido y... nos espera la muerte. Es inexorable esta evolución y este destino. Nacer y crecer son fases preparatorias de la verdadera misión, reproducirse. Y el único objetivo de vivir, sorprendente, incomprensible, divino (por lo oculto), es la creación de una nueva vida. Vivir, biológicamente, es inmolarse en otra vida. Morir es, simplemente, dejar de ser.
Las leyes biológicas, mucho más constantes, serias e importantes que las administrativas, actúan sobre nosotros, como individuos, garantizando este proceso que hace trascender la humanidad. Para ello dispone de una potente, extraordinaria y compleja maquinaria que garantiza la consecución del fin. El instinto de conservación, con sus poderosas armas, nos protege de las injurias externas e internas, adquiridas por el perfeccionamiento evolutivo de nuestras defensas naturales y también producto de nuestras capacidades inventivas y constructoras de medios artificiales; el de alimentación asegura, a toda costa, nuestro mantenimiento, crecimiento y óptimo desarrollo; finalmente, el sexual, complejo entramado de efectos hormonales específicos que nos inducen a la fusión obligatoria de ambos sexos, a inseminar eficazmente y a edificar con éxito el auténtico milagro de la creación humana y animal.
Salvo errores de la naturaleza, insignificantes en la ingente perfección del conjunto, nadie puede abstraerse a esta implacable tiranía biológica. No tengo la menor duda de que, durante este período vital, nuestra conducta, conscientemente o no, está condicionada por el sexo. No hay más que mirar nuestras actividades sociales cotidianas para evidenciar que, explícita o implícitamente, el sexo está presente en todas ellas para utilizarlo, para potenciarlo o para censurarlo. Es la dictadura del sexo.

Con el tiempo, cuando el individuo empieza a ser inservible para su misión, lenta pero inexorablemente, la biología lo deja en caída libre, despreocupándose poco a poco de su suerte. Comienza a retirarle su manto protector y dejarle desvalido ante las agresiones propias y del entorno. Es el inicio de la vejez sin otro destino que la muerte.
Sin embargo su falta de piedad es solo aparente. Porque, además de la inteligencia, la biología nos dota desde nuestra más temprana edad de la facultad de tener sensaciones, de sentir, para que, cultivando la capacidad de apreciar la perfección, el equilibrio y la belleza de nuestro entorno, creemos libremente nuestro mundo de sentimientos. Y configurar con ellos nuestra esencia, nuestra forma de ser, nuestra persona; un conjunto de cualidades especiales que nos hace ser especiales y distintos.

A la vejez, la persona le aporta la sabiduría, la ponderación, la prudencia, la ecuanimidad, la justicia. También la enriquece con la consideración, la humildad, la mansedumbre y, sobre todo, la generosidad, componente indispensable para la afectividad y el amor. Solo como persona podemos dignificar al individuo; solo con la cualificación personal que hayamos podido y sabido atesorar seremos capaces de emprender con solvencia la última etapa de nuestra vida.
Solo como persona, estoy seguro, libres por fin de la tiranía del sexo (ahora es una opción), podremos cruzar este último trayecto disfrutando de un paisaje hasta ahora desconocido, esta vez auténtico (sin intereses espurios), enriquecedor y enormemente satisfactorio; y afrontar, sin necesidad del asidero de falsas promesas celestiales, con una conformidad serena desprovista aspavientos dramáticos y mirándola a la cara, con expectación y respeto pero sin miedo, la vertiginosa idea de no existir.

2 de junio de 2011

Nosotros (antes José)

José es mayor que yo, va a cumplir dieciséis años. De buena planta, de ojos claros y sonrisa encantadora, como mi madre. Es inteligente y delicado; no le gustan los juegos violentos ni las peleas, prefiere la conversación y el paseo. Se sabe atractivo y se hace querer por los demás. Admira abiertamente a los que ostentan cargos públicos, especialmente al maestro, don Genaro, al que imita en sus gestos y sus maneras. Mi madre dice que será un hombre importante que nos sacará de la penuria. Y él lo cree. Se vé volviendo de algún lugar, acaudalado, comprando las mejores tierras y casándose con Milagros, la hija de don Manuel, la niña que a todos enamora, emparentando así con la clase pudiente del lugar. Me lo dice secretamente al acostarnos, después de la cena y las charlas familiares alrededor del quinqué. Dormimos juntos, en el mismo cuarto, al fondo de la sala, tras la cortina, y en la misma cama, él a la cabecera y yo a los pies. Muchas noches me duermo con sus cuentos imposibles. A veces, creo que sueña con Milagros, no se si despierto, porque hace cosas raras.

Al amanecer, después del desayuno, cargamos con el cisco y con los peces y vamos ofreciéndolos por las casas que han despertado hace rato. Hemos aprendido, sin maestro, a venderlo todo y pronto. Después le entregamos a mi madre con orgullo nuestra aportación al fondo familiar y ella la envuelve con cuidado en un pañuelo y la guarda en un una caja en el chinero de la sala. Siempre duda en escoger para vender el pescado o el picón, uno huele y otro mancha. Yo me río condescendiente y lo dejo una y otra vez equivocarse, sea cual sea su opción, al final, acabamos los dos en la palangana. «Las uñas limpias y la raya bien derecha...», mi madre comprueba diariamente nuestra modesta compostura cuando salimos para la escuela. «Portaos bien y sed aplicados, ¡que no me tenga que decir don Genaro!», es su rutinaria despedida.

La escuela está en las afueras, más allá del ejido, al borde mismo de la carretera. Es una nave grande de paredes de ladrillo y tejado casi plano de tejas coloradas. Detrás, rodeado de una tapia con malla verde, un patio terrizo grande que sirve de recreo. El aula es una sala amplia donde niños y niñas se sientan en pupitres separados, de grandes ventanales que miran hacia el Sur dejando entrar luz a raudales y otear horizontes misteriosos que llaman a los más inquietos con promesas de aventuras. Sus paredes atrapan cantinelas de tablas de multiplicar, ríos de España, reyes godos, mandamientos de Dios y de la Iglesia, pecados capitales y oraciones. Por Navidad se ensayan villancicos.

Donde antes hubo un crucifijo hay ahora un retrato de Azaña, presidiendo el aula, colocado justo encima un pequeño estrado de madera donde se ubica la mesa del maestro; nada especial, solo una carpeta de cuero negro y una escribanía que exhibe una pluma enhiesta y un par de tinteros de cristal con tinta azul y roja. Detrás un sillón, también de madera, con los brazos sobados y un cojín de tela indefinida que sirve de consuelo a las magras posaderas del maestro. A un lado la pizarra negra, algo desvaída por el centro, con su soporte para las tizas blancas y empolvado trapo de borrar. Al otro, un mapa de España por regiones, decolorado por el sol y por los años.

José se sienta delante. Es el mayor de la clase. También el preferido, el que sale siempre a la pizarra y es mostrado como ejemplo en saber, aplicación y comportamiento. Destaca como dibujante y, ahora, don Genaro va a enseñarle música; quiere aprender a tocar el violín, «dile a tu padre que tenemos que hablar». Es verdad que, en ocasiones, resulta un poco chocante, pero estoy dispuesto a romperle las narices al envidioso que ose criticar su valía. Es especial y punto. Es comprensible que prefiera mirar las niñas durante el recreo que jugar a la pelota. Le gusta Milagros, eso es todo.

Por la tarde ayudamos a mi madre. Echamos afrecho y el residuo de comida a las gallinas, yerba a los conejos, barremos la cuadra y acarreamos leña a la cocina desde el pequeño cobertizo en el corral. Cuando acabamos salimos a la plaza y allí encontramos a los chavales jugando a la pelota o a lo del tiempo, la billarda, el trompo, las canicas, las chapas... José mira a Milagros que juega con las niñas allí al lado, a la comba, al piso, a la lima, a las prendas... A veces jugamos todos juntos a las cuatro esquinas, al coger, al esconder... Ya cansados, nos sentamos en las gradas de la iglesia y veo llegar a las beatas, con sus velos y su misal, que acuden como hormigas al rosario o a la novena de turno; son mayores casi todas, visten de negro y caminan en silencio y mirando al suelo. No me gusta su tristeza, pero tampoco las risa de los que se burlan de ellas.

Y contemplo a Don Genaro y don Francisco, el cura, dando su paseo habitual, siempre discutiendo; uno alto y delgado y el otro más bien rechoncho, uno con su levita y otro con su sotana. De vez en cuando, uno se para gesticulando y el lo imita para escuchar. Andan hasta el final de la calle y entran en la tienda de Severiana a comprar tabaco. Yo fumaré cuando entre en quintas y mi padre me dé permiso; no lo haré a escondidas como hacen otros chiquillos...

«Cuando se enciendan las luces». La irrupción del precario alumbrado público que proporciona un viejo y destartalado generador de gasógeno, es el momento acordado del regreso. Busco con la mirada a mi hermano y lo veo jugando a las prendas con las niñas —disfruta pasando sus manos entre las de Milagros y compartiendo alguna tontería— y tiro de él para obligarlo. Corremos hacia la casa. Yo llego acalorado y despeinado; José serio y cabizbajo.

Sentados en el umbral, contemplamos los hombres y las bestias que van llegando, calle arriba, hartos de labrar las mesanas, las dehesas, las cochineras y las huertas. Allí viene mi padre, con la burra de cabestro y andar cansino; restregando por el empedrado sus suelas de tachuelas al mismo ritmo que los cascos herrados de la bestia. Vamos a su encuentro y le acompañamos y le ayudamos a desaparejar la burra, a descargar los sacos de cisco y meter la red de peces en el agua fresca de la tinaja del rincón del patio. Después, asisto a la rutina de su aseo en el patio y nos sentamos en la puerta de la casa y, mientras se fuma un cigarro, vemos pasar la gente; hombres que bajan a la cantina, mozas que suben de la fuente con cántaros en el cuadril. Corre una agradable brisa y esperamos el delicioso potaje de garbanzos.