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8 de diciembre de 2018

III mundial



No cabe la menor duda de que, con altibajos, la llamada sociedad occidental ha ido mejorando de forma progresiva sus condiciones vitales. Nos dice Harari, en “Homus Deus”, que hemos superado sus ancestrales enemigos, hambruna, epidemias y guerras, arrebatándolas al sino y haciéndolas asequibles a la manipulación humana: ya no hay resignación ante los divinos designios, ahora es el hombre quien tiene la potestad de erradicarlos y la culpa de que, aún, haya algún resquicio por donde escapen. ¿En qué tareas futuras empleará su vitalidad?

La juventud, el sector pujante de esta sociedad, lo tiene todo, y ahí está su problema: carece de afán de procurarse las condiciones básicas de generaciones anteriores; han perdido el protocolo rutinario de buscarse la vida, la rutina que le lleva de la mano sin que tengan que hacerse preguntas trascendentes. Ahora se encuentran sin nada que hacer; levantan la mirada y se ven perdidos. No es que no haya trabajo es que solo unos pocos son  necesarios para, mediante la tecnología, obtener el necesario bienestar. La gran masa juvenil está perdida, deambulando por un escenario que no solo no es de su talla sino que le indica un estúpido sentido de la vida; y con su vigor intacto presto a romper en una dirección imprevisible.

De otro lado, hay otra juventud del tercer mundo que, en cambio, está en precario: carece de lo básico y, en su tarea de obtenerlo, vislumbran un horizonte definido: el “dorado” occidental que le muestran los medios de comunicación y las redes sociales. Y van a emplear, contra viento y marea, todo su enorme potencial vital.

Seguro que ambas juventudes se enfrentarán, no hay salida; y ambas encontraran motivos para su propio desahogo. No habrá cuartel.