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13 de julio de 2012

Soñar en amarillo


La "papas arrugás" con mojo evitaron la ruina culinaria de una “vieja” seca, pasada de fuego, que me sirvieron en el chiringuito de “Los cristianos”, allá en el borde desértico de la costa sur tinerfeña. El calor húmedo y la perspectiva de contemplar el tedioso ir y venir de turistas de todo tipo en su búsqueda desesperada de emociones tropicales me invitaban a buscar la siesta placentera bajo el aire acondicionado del hotel artificial. Sin embargo, no sé por qué, opté por subir al Teide.

Un pequeño “panda”, de juguete, me ha servido para serpentear la ladera meridional del gran volcán. Un pobladito insignificante aquí y allá, con algún parterre adosado como única pincelada botánica al monótono terrizo, me saluda en mi solitario paseo. Nada de árboles, nada de agua, un conglomerado de ocres secos y polvorientos me acompañan hasta la base de la cumbre donde, por fin, encuentro una oficina de turismo y poco más. Allá arriba, queda todavía un trecho, la famosa nieve del semblante que esconde el fuego del corazón de la mujer canaria. Demasiado trayecto frío para ¡vaya usted a saber! Prefiero bajar la ladera norte.

Al atravesar un collado, me sorprende un abundante follaje que contrasta con el paisaje anterior. ¿Cómo es posible tanto verdor camuflado, aquí detrás? Ahora, la abundancia de árboles casi me impiden la visión. He de buscar, entre el apretado bosque que oprime la carretera, una ventana que me deje otear la distancia. No es fácil; debo seguir bajando...

¡Ahora sí...! En un recodo del camino me espera un paisaje fantástico. Un torrente de mil verdes se despeña en la ladera buscando como loco el mar inmenso que, vestido de azul purísimo, se apresura a su encuentro ofreciéndole besos de espuma blanca. Y, en la orilla, un pueblito, Garachico, mete sus pies en las olas y sonríe orgulloso de ser espectador perenne de este lance travieso, siempre nuevo y siempre eterno.


—¡Precioso!, ¿no te parece?
Absorto y emocionado, no acierto a localizar el saludo. Miro en derredor y no veo a nadie. Solo, a mi lado, una mazorca apretada de flores amarillas emerge de un matorral grisáceo dejándose mecer por la brisa norteña. ¡No lo puedo creer!: una flor que habla.
—¿Quién eres tú? —pregunto, con estupor.
—Me llamo Gramón, y soy una flor silvestre de esta zona. Solo florezco unos días por estas fechas y, como apenas pasa nadie por aquí, no tengo muchas oportunidades de comunicarme con la gente. Te he visto extasiado y he querido compartir contigo esta belleza.
—Pero... ¿cómo es posible que hables?
—Me decepcionas. Yo no puedo hablar, ¿no sabes? Es tu estado de ánimo el que me oye.
Efectivamente, es solo una bella flor silvestre, ¡¿cómo va a hablar?!

El regreso por Icod y el acantilado de “Los franceses” se me hace corto. Acuerdo no contar a nadie mi experiencia —me tomarían por loco—.
Seguro que esta noche soñaré en amarillo.