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7 de noviembre de 2021

Troya


   Abandonaron, aparentemente, el campamento. Dieron muestras evidentes de su retirada, de la triste asunción de su fracaso. Su héroe Carlos Marx (Aquiles) fue alcanzado en el talón de su soberbio saber teórico por la flecha de la realidad pragmática de la libertad, y su aclamado Agamenón soviético, después de sucesivos embates de acoso a la recia muralla europea, admitió la debilidad de su ejército y se retiró con el rabo entre las patas. Venció, supuestamente, Merkel (Hector), líder poderoso del reino de Príamo, en el contencioso lance del rapto heleno.

   Pero una nueva estrategia fue urdida: “Está sembrada la semilla...” —había dicho el oráculo de Apolo en el parlamento griego—. Dejaron un caballo de madera (Populismo), en el campo de batalla; una ofrenda popular pintoresca, entrañable, rendida, obediente, ineficaz, acabada..., que provoca la emoción en pragmáticos guerreros europeos, henchidos de orgullo vencedor; un llanto contenido que clama compasión; un juguete inofensivo que, ayudado por intereses mamporreros, quedó instalado en medio de la plaza de la arrogante Europa. Solo falta esperar la primavera, los cánticos nocturnos, la fiesta relajada...

   Entonces, el ecologismo, el feminismo, el animalismo, la homofilia y el cambio climático emergerá de su barriga y romperá la “eurozona” desde dentro ante el asombro de los incautos europeos. Arderá la libertad en la llama monetaria de la religión capitalista que solo sirve de pretexto para el acto ritual de sumos sacerdotes investidos de poder y de arrogancia. Caerá el decorado de cartón-piedra que en nada representa a la ideal Europa, raptada eternamente, sino a un depredador Saturno devorando ansiosamente a todos y cada uno de sus hijos.

   Y volveremos a empezar de nuevo, sobre las brasas, un futuro de fracaso; otra vez la misma farsa. Una sociedad extraña de un mundo paradójico que puede descifrar el universo pero es incapaz de convivir de forma inteligente.

2 de abril de 2021

Albondigón


La pandemia COVID 19 se presenta como una amenaza mortal para una parte importante de la humanidad; la causa un virus pero el vector que lo difunde es el propio hombre que se convierte así en enemigo vital de sí mismo. No se trata de guerras de ejércitos enfrentados, de trincheras y retaguardias sino de individuos aislados, todos contra todos estén donde estén; cualquiera puede transmitir la muerte solo con su proximidad, su contacto físico, su aliento... 

Tras la infravaloración de la epidemia y la confianza en una defensa sanitaria autocomplaciente, es lógico que los sorprendidos gobiernos improvisaran medidas, como el confinamiento, aunque ello atentara contra la esencia social. Eran, decían, normas de comportamiento provisionales mientras que la ciencia procuraba un remedio en forma de terapia y/o vacuna que evitaran la contaminación y el caos. El “resistiré” de balcones aceptaban el pequeño paréntesis vital. Pero, un año largo después, ahora con vacunas, la epidemia sigue ahí, señalando la realidad de una ciencia dispersa y endogámica y desnudando una codiciosa elaboración, una incapacitada dirección sanitaria y una inoperante y soberbia gestión política. 

En consecuencia, el distanciamiento social sigue con nosotros como único baluarte de momento ante la pandemia, convirtiéndose por sí mismo en una nueva y distinta amenaza contra nuestra forma de vida, basada en las relaciones económicas, comerciales, culturales, laborales, lúdicas... Ya no cantan los balcones y la incertidumbre se apodera del ánimo colectivo. Ahora son voces entusiastas que predican una “nueva normalidad” en la que estarán asegurados, como ya ocurre, la producción, el abastecimiento y distribución de lo necesario, así como la comunicación digital e incluso la diversión. Pero esta nueva y fantástica sociedad tiene un gran inconveniente: el sexo; ese inexorable impulso —para procrear o no—que la Naturaleza dota a los humanos obligándolos a la unión íntima, física y personal con semejantes del otro sexo; ese esencial atavismo que, como siempre, acabará imponiéndose a cualquier obstáculo que pretenda impedirlo. 

Por ello, estoy seguro que, pasado el miedo que inculca la intensidad informativa de cifras de contagios y la amenaza de sanciones y actuaciones de la fuerza pública, la relación humana por excelencia impondrá su autoridad. Hasta la inmunización total caerán algunos, pero otros seguirán el cauce natural del río de la vida.

Viene a mi memoria el simpático cuento del “el albondigón” que refiere...En un convento medieval, se detectó entre los frailes una epidemia intestinal grave que causó la muerte de varios de ellos. Acudieron los físicos para averiguar y, en su caso, curar el mal. Preguntado el prior por el régimen culinario, contestó: “la frugalidad de la orden obliga a alimentarnos, de lunes a sábado, con una sola comida diaria a base de sopa de cebolla o ajo y gazpacho de cilantro; los domingos, el día del Señor, sí nos servimos unas individuales y generosas albóndigas de carne que los hermanos celebraban con gran alborozo”. El estudio reveló que, precisamente, eran las albóndigas el origen de las diarreas mortales y, en consecuencia, debía de prescindirse de tal plato. Así se hizo durante un mes, al cabo del cual el prior recibió de los frailes la siguiente misiva: “Padre prior: hemos decidido que los domingos, albondigón por barba caiga quien caiga”.


Pues, eso...