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24 de diciembre de 2011

Navidad

Esto era una vez la Navidad.
Era un cuento que me contaba mi abuela Elena cuando apenas la distinguía de mis otras mujeres.
Evocaba un entorno parecido al mío, un poblado campesino de la baja Andalucía, en el anteayer de la estúpida contienda.

—Madre, en la puerta hay un niño más hermoso que un sol bello, parece que tiene frío porque viene medio en cueros.

Hacía frío, mucho frío. Un frío de sabañones y moquillo que soportaba a duras penas en el siempre afán de juegos infantiles, saltando incansablemente la escarcha de cristal que reposa inerte en las yerbas verdes de los regajos correntinos. Huída inútil de la tristeza familiar que llora la impotencia de siquiera alimentar lo imprescindible de los suyos. Tristeza y miseria, único alijo que hereda la pobreza.

—Dile que entre y se calentará, porque en esta tierra no hay caridad; nunca la ha habido y nunca la habrá.

Y sucedió un milagro a la medida. Pavo asado, turrón y mantecados para una hambruna que se sació por un momento. Tragos de aguardiente apagaron de inmediato la injusticia de vivir al otro lado. Hubo villancicos y paz aparente aquella noche.

Se supone que me debía gustar el cuento, pero no fue así. Desde entonces no soporto la escena navideña. La falacia que sucede cada año para acallar consciencias y permitir la impúdica exhibición de los afectos. Los intentos de felices apariencias. La falsa e interesada representación que trata de ocultar el suspiro impertinente y propiciar coros de alabanzas que exhala el sinsentido. La alegría fingida, la obligación de ser feliz porque lo dicen.
No quiero el pan para hoy si hay hambre del mañana y del pasado mañana. Hambre de serenidad, de justicia social; hambre de comprensión, de generosidad, ...hambre de amor. Quítanosla, Señor, de cada día, y después déjanos en paz a los hombres de buena voluntad.

9 de diciembre de 2011

Recuerdos


Es un día cálido y luminoso. Uno de los muchos que regala el invierno a la costa malagueña. Con atuendo veraniego paseo por la playa solitaria metido en mis pensamientos mientras aspiro olor a mar y me arrulla el vaivén de olas suaves que acarician de cuando en cuando mis pies descalzos. Su música y su olor acompañan mi camino y me invitan a revivir momentos placenteros de otros tiempos. 

Estoy por afirmar que solo el sonido armónico y el perfume son capaces de transportar a un momento ya pasado con rigurosidad y certeza. Solo ellos son eternos. La campanas de una iglesia, el tic tac de un reloj, el aroma del pan nuevo o del café recién salido... La visión es otra cosa —pienso—. Ocupa, con razón, el máximo privilegio de la escala sensorial, pero es soberbia y prepotente; es acaparadora del aplauso perceptivo; es lasciva, voluble y pérfida. Impregna de pasión pero abandona sin remilgos. Lo que se vuelve a ver ya no es lo mismo: cambia o envejece con el tiempo. Ninguna imagen permanece sin que el paso de los años deteriore su esencia. ¿Cuántas veces hemos de cerrar los ojos para que lo visto no empañe lo que solo el oído o el olfato es capaz de mostrarnos en la memoria?
Algo me hace levantar la vista y observo allí delante, posado en un archipiélago de rocas, un sinfín de gaviotas tomando el sol apaciblemente. Ahora recuerdo un poema pesimista que he leído en estos días y hace referencia al aspecto feo, asqueroso e indeseable de estos pájaros, pero aquí muestran un aspecto amable; saciadas, en apariencia, de su pesca cotidiana secan sus plumas al sol quietas, sin estridencias. Y me recreo en la visión: Son la imagen principal, brochazos de color blancogrisáceo sobre el negroocrerrojizo de las rocas con un fondo azul turquesa rutilante, salpicado de reflejos irisados que se abruman, blanquecinos, allá a lo lejos al hermanarse con el celeste luminoso. Son otras aves, otras aguas, otros cielos pero el mismo paisaje que vieran otros ojos a lo largo de los siglos. Comerciantes fenicios, datileros de Cartago, aventureros griegos, aceiteros romanos, remeros bereberes... También —admito— puede ser eterna la visión. Y, aún mejor, el conjunto de elementos, forma, color, música y perfume, que componen una vivencia impasible, perenne, incombustible, inalterable que siempre evocará en nosotros la sorprendente belleza de lo simple.