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24 de diciembre de 2011

Navidad

Esto era una vez la Navidad.
Era un cuento que me contaba mi abuela Elena cuando apenas la distinguía de mis otras mujeres.
Evocaba un entorno parecido al mío, un poblado campesino de la baja Andalucía, en el anteayer de la estúpida contienda.

—Madre, en la puerta hay un niño más hermoso que un sol bello, parece que tiene frío porque viene medio en cueros.

Hacía frío, mucho frío. Un frío de sabañones y moquillo que soportaba a duras penas en el siempre afán de juegos infantiles, saltando incansablemente la escarcha de cristal que reposa inerte en las yerbas verdes de los regajos correntinos. Huída inútil de la tristeza familiar que llora la impotencia de siquiera alimentar lo imprescindible de los suyos. Tristeza y miseria, único alijo que hereda la pobreza.

—Dile que entre y se calentará, porque en esta tierra no hay caridad; nunca la ha habido y nunca la habrá.

Y sucedió un milagro a la medida. Pavo asado, turrón y mantecados para una hambruna que se sació por un momento. Tragos de aguardiente apagaron de inmediato la injusticia de vivir al otro lado. Hubo villancicos y paz aparente aquella noche.

Se supone que me debía gustar el cuento, pero no fue así. Desde entonces no soporto la escena navideña. La falacia que sucede cada año para acallar consciencias y permitir la impúdica exhibición de los afectos. Los intentos de felices apariencias. La falsa e interesada representación que trata de ocultar el suspiro impertinente y propiciar coros de alabanzas que exhala el sinsentido. La alegría fingida, la obligación de ser feliz porque lo dicen.
No quiero el pan para hoy si hay hambre del mañana y del pasado mañana. Hambre de serenidad, de justicia social; hambre de comprensión, de generosidad, ...hambre de amor. Quítanosla, Señor, de cada día, y después déjanos en paz a los hombres de buena voluntad.

9 de diciembre de 2011

Recuerdos


Es un día cálido y luminoso. Uno de los muchos que regala el invierno a la costa malagueña. Con atuendo veraniego paseo por la playa solitaria metido en mis pensamientos mientras aspiro olor a mar y me arrulla el vaivén de olas suaves que acarician de cuando en cuando mis pies descalzos. Su música y su olor acompañan mi camino y me invitan a revivir momentos placenteros de otros tiempos. 

Estoy por afirmar que solo el sonido armónico y el perfume son capaces de transportar a un momento ya pasado con rigurosidad y certeza. Solo ellos son eternos. La campanas de una iglesia, el tic tac de un reloj, el aroma del pan nuevo o del café recién salido... La visión es otra cosa —pienso—. Ocupa, con razón, el máximo privilegio de la escala sensorial, pero es soberbia y prepotente; es acaparadora del aplauso perceptivo; es lasciva, voluble y pérfida. Impregna de pasión pero abandona sin remilgos. Lo que se vuelve a ver ya no es lo mismo: cambia o envejece con el tiempo. Ninguna imagen permanece sin que el paso de los años deteriore su esencia. ¿Cuántas veces hemos de cerrar los ojos para que lo visto no empañe lo que solo el oído o el olfato es capaz de mostrarnos en la memoria?
Algo me hace levantar la vista y observo allí delante, posado en un archipiélago de rocas, un sinfín de gaviotas tomando el sol apaciblemente. Ahora recuerdo un poema pesimista que he leído en estos días y hace referencia al aspecto feo, asqueroso e indeseable de estos pájaros, pero aquí muestran un aspecto amable; saciadas, en apariencia, de su pesca cotidiana secan sus plumas al sol quietas, sin estridencias. Y me recreo en la visión: Son la imagen principal, brochazos de color blancogrisáceo sobre el negroocrerrojizo de las rocas con un fondo azul turquesa rutilante, salpicado de reflejos irisados que se abruman, blanquecinos, allá a lo lejos al hermanarse con el celeste luminoso. Son otras aves, otras aguas, otros cielos pero el mismo paisaje que vieran otros ojos a lo largo de los siglos. Comerciantes fenicios, datileros de Cartago, aventureros griegos, aceiteros romanos, remeros bereberes... También —admito— puede ser eterna la visión. Y, aún mejor, el conjunto de elementos, forma, color, música y perfume, que componen una vivencia impasible, perenne, incombustible, inalterable que siempre evocará en nosotros la sorprendente belleza de lo simple.

25 de noviembre de 2011

Sin título


Anoche dormí en la era
debajo de los luceros
y no pude remediar
cantar, sin saber cantar,
este fandango alosnero:
«Por ti lo he visto llorar,
lágrimas de un hombre entero,
y lo debo consolar;
te tengo que abandonar
con tanto como te quiero.»

15 de noviembre de 2011

Flor de jara


Es ésta una mañana brumosa de un otoño que se nos ha presentado, en plena penuria económica, preñado de augurios que causan desasosiego. Promesas infundadas e imposibles, mentiras gordas como puños, comentarios imprudentes, noticias tergiversadas, opiniones rencorosas, jugadas de trileros, anuncios de catástrofes mediáticas... pululan por doquier.
En la sierra, sin embargo, a la jara del camino le ha nacido una flor. Cuando preparaba su cobijo para soportar los rigores del invierno. Sin que nadie lo esperara, le ha estallado en su ramaje una flor blanca, blanca, como las flores blancas. Sencilla, delicada, con el pelo recogido y los pétalos de su cara lavados con el rocío de la mañana. Y, mientras mueve su cintura esbelta, obsequia al caminante con una sonrisa alegre que llena de colores el gris verdoso de la loma.

¿Cómo es posible que ésto ocurra? ¿Será cosa del cambio climático? ¿Por qué no lo han previsto las encuestas? ¿Qué dice el FMI?, ¿y el BCE?, ¿y los mercados?, ¿y Bruselas?, ¿y la Merkel?, ¿y papá Sarkozy?, ¿lo ignorará Rubalcaba?, ¿irá en el programa ambiguo de Rajoy? ¡Insensatos!, siempre pensando en lo accesorio para hacernos felices a nuestra costa, penando por componer lo que estropearon sin dejar de estropear, sabiendo que se resolverá, porque siempre se resuelve, con, sin y a pesar de ellos. Y en cambio no atienden a lo importante, a lo insólito, a lo que verdaderamente mueve la naturaleza y el mundo.

Pues así ha sido, yo lo he visto. Igual que mi admirado maestro Antonio vio las hojas verdes que le salieron el olmo seco, hendido por el rayo, en su mitad podrido, yo he visto nacerle una flor blanca a una jara gris verdosa, no con las lluvias de abril y con el sol de mayo, sino con el frío brumoso de un noviembre arruinado por la crisis económica y el aburrimiento electoral.

3 de noviembre de 2011

¡Cabrones!


(3-noviembre-11)


Estaba tendido en la camilla aparentemente inconsciente. En su brazo, acribillado por pinchazos de la droga, figuraban tatuadas las siglas COPEL (colectivo de presos en lucha). Era un preso peligroso condenado a treinta años por la violación y asesinato de una niña de once años.

Su respuesta a mi intento de explorarlo fue salir bruscamente de su estado y atacarme de forma inesperada. La rápida actuación de los policías que le escoltaban me libró de su violencia pero no de sus insultos y amenazas. Fue una auténtica odisea poder diagnosticar un proceso agudo y disponer la intervención quirúrgica. Su estancia hospitalaria fue un constante interferir negativamente en sus propios cuidados, amenazando al personal que le atendía. Tuvimos que consentir, contra costumbre, la presencia policial permanentemente a su cabecera. Al alta, respiramos tranquilos sabiéndolo encarcelado.

El suceso, ocurrido hace unos veinte años, lo he recordado al conocer la expresión, "¡Cabrones!", que se le ha escapado a una juez que juzgaba, en la Audiencia Nacional, a unos terroristas etarras acusados de homicidio del que hacían mofa. Durante aquella operación, mientras pensaba en la niña violada y asesinada, a mí también se me escapó la misma exclamación: ¡Pedazo de cabrón!; sin embargo, empleé todo mi conocimiento y experiencia en proporcionarle a aquella alimaña humana la posibilidad de seguir disfrutando su vida miserable.

Quiero argumentar así mi convencimiento de que los sentimientos de personas honestas y comprometidas con su deber social, como la juez, no impiden ejercer correctamente su cometido, actuando con la debida justicia y equidad. Mi comprensión y apoyo para la juez. Y a los etarras: ¡Pedazo de cabrones!, no os merecéis una justicia como la que os están proporcionando. 


31 de octubre de 2011

Crear

       No me vengas con historias de escritor famoso.
No me abrumes con la escena del autor, 
sentado en un rincón improvisado,
recetando pendejadas al lector ocasional 
que pasea por la feria de libreros ambulantes.
      Paso de tu imagen firmando libros ya editados,
adornando cosas que ya no te pertenecen,
porque ya dejaron de ser tuyas;
ya son objetos de consumo, de la industria del consumo
a la que tu no perteneces aunque te empeñes.
     Te ignoro como fetiche del gran hermano
que necesita cuerpos tangibles que manosear
y ofrecer a la gente que paga por su angustia,
y que rebusca, en el vertido de la fama,
su necesidad visceral de idolatrar.
     Serás un nombre en las páginas de un libro
que citarán a coro los niños de colegio,
señalado por la pluma preñada de intereses.
Formarás parte de preguntas de un examen
y tu nombre circulará de mano en mano
como una falsa moneda,
serás un adorno floral, 
una calle perdida de un barrio perdido,
una estatua de parque, quieta y silente
incapaz de librar su cabeza de pintadas y de excrementos.

      Tu eras distinto, eres distinto;
estás bendecido por los dioses.
Tu tienes dentro las maneras,
el crisol donde se funde el metal de lo inefable,
el volcán que oculta en su pecho lo sagrado,
el fuego sublime de lo eterno.
No te engañes,
la lava no es más que el testimonio,
el vómito residual del gran misterio,
la escoria marginal de lo divino,
la basura que queda para comerciar
con el asombro, la perplejidad y la estulticia.
      Huye de ahí, aún tienes tiempo.
Corre de la risa que te tiene entretenido,
del abrazo que te acoge caluroso,
del canto de sirena que te arrulla.
Busca en el desván de tus principios
los resortes que tienes escondidos
y ten la valentía de liberar tu alma
de la tenaza que te obliga a yacer con la rutina,
a amancebarte con el qué dirán,
a besar el mármol de lo muerto.
     Quítate las ropas convencionales
las que te tienen prisionero de lo simple
y deja pasear a tu espíritu desnudo
por los sueños infinitos de la creación y el arte.

23 de octubre de 2011

Mi barca amiga


Muchos años saliendo a la mar, al amanecer, con sus aparejos prestos y poniendo proa a sus caladeros de siempre, llenos de promesas y aventuras; con su alma de cuatro tiempos sonando en la sentina y exhalando un sutil humillo blanco que se pierde en el aire fresco y transparente de la mañana; con andares marineros rompiendo olas cuya espuma acaricia su nombre simple rotulado en las amuras.
Ayer se hundió mi barca amiga en la bocana del puerto; cuando regresaba, como siempre, recortando la caída de la tarde con la panza henchida y la frente coronada de gaviotas.
Dicen que se escoró a babor para mostrar, antes de hundirse, su costado herido por el lance de un coral hermoso celoso de su libertad.
Ya no esperará a socaire en los días de tempestad, encapillada al noray de su tranquilo atraque, acogiendo escaramujos y mirando las lisas traviesas que juegan en la sucias aguas del pequeño puerto.
Ni reposará al final, como quisiera, varada en su retiro secando para siempre sus cuadernas al sol dorado de la tarde.
Ya no la contemplaré cada viernes desde el espigón con la caña echada y la imaginación suelta.
Ya no nos saludaremos en la distancia, encantados de conocernos tanto tiempo.
Ya no nos besará la cara a la vez la brisa vespertina de poniente.

22 de octubre de 2011

Otra vez otoño


Por ahí vienen las primeras lluvias.
Las anuncia un airecillo travieso que se cuela por el bajo de mi puerta.
Ya se oculta la carne prieta que lucen insolentes las muchachas en las tardes de verano.
Pronto habrá que buscar signos de vida a través del cristal de la ventana.
La alfombra de hojarasca jugará a esconder los charcos de mi calle
y figuras a la inversa, yendo y viniendo, se reflejarán en su mojado pavimento.
No tardará en aparecer la noche en pleno día.
La melancolía llamará a mi puerta para tomar café
y juntos rumiaremos recuerdos recientes y lejanos.
Una vez más,
mientras pongo en mi paleta la gama de los grises,
me vuelvo a preguntar ¿de qué coño va esto?
Y me dispongo, limpio y afeitado, a aceptar sin acritud
lo que la vida quiera hacer conmigo.


3 de octubre de 2011

Sotarraño


 En mi pueblo a las avispas la llaman “sotarraños”. También le llaman así al barbero, probablemente porque tiene una locuacidad mordaz tal que parece un aguijón cuando la usa contra quien considera merecedor de su crítica.
Tiene la barbería junto al ayuntamiento, yendo por la calle abajo; es un local no muy grande, sin ventana alguna, con solo una puerta, siempre abierta, para que entre la luz y ver el ir y venir de la gente. El mobiliario se limita a un sillón, en su tiempo giratorio y reclinable, pero ahora rígido como el tronco de una encina y bloqueado tal como se quedó sabe Dios cuándo; un espejo oxidado frente a él, una sencilla repisa que sostiene ordenada la herramienta del oficio, algunas sillas de enea y una percha en la pared donde se cuelgan gorras y tabardos.
Sotarraño habla por los codos mientras busca sin parar la mejor postura para acceder a la cara o a la nuca de los clientes adoptando las más disparatadas y ridículas posturas. Solo abre por las tardes. Por las mañanas va a afeitar a las casas. Trabaja en solitario, solo algunas veces, después de la escuela, le ayuda su nieto, un chavalín de unos siete u ocho años, al que le llama “Diploma”, que barre los pelos, sacude los paños y limpia el peine y las tijeras. No le deja todavía tocar la navaja, peligrosa, ni la maquinilla de rapar, demasiado delicada y sofisticada para unas torpes manos.
—¿Por qué le llamas Diploma al zagal, Sotarraño? —pregunta capciosamente mi tío que se deja enjabonar sentado relajadamente en el sillón.
—Te lo he contado mil veces, Plácido.
—Pero mi sobrino no lo sabe. ¿Por qué no se lo cuentas?
El barbero deja la brocha, coge de la estantería la navaja de cachas negras y brillantes y, mirándome fijamente con fingido rostro aterrador, la abre con gesto teatral. Decepcionado por el efecto fallido, se dedica a suavizar su filo, con movimientos de vaivén en un artilugio de cuero que apoya en el brazo del sillón.
—Resulta que hace unos diez años a mi hija la mayor le dio por aprender a coser; no a zurcir o a repurgar, que eso lo hacen todas las mujeres desde niñas, sino a hacer vestidos y chaquetas para dedicarse a ese oficio. Y, ¡a ver!, ¿dónde iba a aprender si aquí no había quien supiera de eso? Apañó las cosas y se fue a Huelva, a aprender lo que se llama “Corte y confección”.
Delicadamente, hace inclinar hacia un lado la cabeza de mi tío para aplicar a su cara el filo de la navaja dibujando una pasada suave y efectiva.
—Escribía de vez en cuando diciendo que todo iba bien pero era muy difícil y necesitaba más tiempo... y más dinero. Todo el trabajo era poco para que no le faltara nada a la niña —continuó al tiempo que repetía el rasurado en el lado opuesto—. Pero un mal día, de improviso, se presentó en casa llorando como una Magdalena: tenía una barriga de seis meses. ¡Maldita niña! ...¡qué disgusto nos dio!
Ahora, tira de la nariz hacia arriba y, con la punta de la navaja, afeita el bigote con cuidado de no llevarse por delante el labio de mi tío.
—Así es que no sé si aprendió a coser o no... —termina, acariciando la cara para probar el acabado de su obra—, pero éste es el diploma que nos trajo la puñetera —concluye, señalando a su nieto con un gesto.
Mi tío se levanta riendo a carcajadas y me cede el sitio para pelarme. No me ha gustado la historia o su forma de contarla y me siento en el sillón sin decir nada. El barbero, mirándome con saña a través del espejo, sacude el paño un par de veces y me lo pone por delante ceñido al cuello.
—¿A ti no te hace gracia?
—A mí me da lástima de su nieto —espeté bruscamente—. Él no tiene culpa de lo que haya hecho su madre ni es motivo para que usted lo humille motejándole.
Se hace el silencio. Me obliga a inclinar la cabeza hacia delante mostrándole mi cogote y siento el contacto del acero frío de la maquinilla ascendiendo por mi cuello y metiéndose entre mis pelos en pasadas repetidas. Después me quita los mechones de la cara con un cepillo suave.
—¿Qué sabes de tu hermano?
—Nada; que está muy bien en Sevilla —contesto, lacónico.
—Yo que tú me iría también. Aquí no pintas nada.
—Aquí estoy bien —sigo cortante.
—Aquí los que están bien son los ricos y solo aguantan en el pueblo los tocahuevos de los ricos.
—Pues usted se los toca más que nadie —respondo molesto por lo que pudiera referirse a mi padre, a mi familia...—. Sé que va todos los días a afeitar a don Manuel y al cura a sus casas respectivas. ¿Por qué no los hace venir aquí como a los demás?
Solo se oye el tic, tic, metálico de la tijera.
—Mira, hijo —su tono de voz se hace más profundo—: Yo soy un profesional libre, no soy bracero de nadie; y si voy a casa de los ricos es porque les cobro lo que nunca le exigiría a los otros. ¿A cuántos crees que pelo y afeito de balde en el pueblo?
No espera respuesta, es una afirmación, una advertencia para que sea prudente a la hora de juzgar. Sé que va a continuar.
—No puedes imaginar lo que pasa por mi cabeza cuando tengo a mi alcance la papada del cacique o la coronilla del cura. Rebanaría su cuello y clavaría tijeras en la tonsura sin remordimiento alguno. Pero, además del placer, ¿de qué me serviría?; mi familia, el “Diploma” que tanto defiendes, se hundiría en la desgracia sin remedio. Tampoco le reportaría nada al pueblo; al contrario, siempre quedan poderosos que tomarían represalias y apretarían más la bota en el cuello de los pobres.
Guarda el peine y la tijera en el bolsillo de su bata, se apoya en los brazos del sillón y pone su cara a un palmo de la mía para que no pueda apartar mi vista de sus ojos.
—Si pudiera empezar de nuevo me largaría —me dice con semblante serio—. Tiene que haber un mundo mejor fuera de aquí y lo tienes al alcance de tu mano. Es tu momento, muchacho. Estás a tiempo de disfrutarlo. No te quedes en el pueblo o acabarás odiando como yo... y, te aseguro, que es malo vivir odiando.
Se aleja lentamente. A mi espalda, oprime un bote de goma naranja y un polvo blanco se extiende alrededor de mi cabeza. Me vuelve a cepillar y me moja el pelo y, casi en cuclillas frente a mí, me peina hacia delante.
—Cierra los ojos —me ordena, mientras da un corte seco de tijera amputando las puntas del flequillo—. Te va quedar un peinado que ni Carlos Gardel.
—¿Entonces...? —quiero saber más y pedirle disculpa al mismo tiempo.
—Entonces... ya está bien por hoy —dice a modo de conclusión del pelado y de su charla—. Como tienes que venir más veces, ya te iré contando cosas —me promete dándome una palmadita afectuosa en el cogote.
—Bueno, Sotarraño, apuntame esto, ya sabes... —dijo mi tío, enigmático.
—Lo tuyo sí, pero al zagal lo invito hoy. Vayan con Dios.


26 de septiembre de 2011

Amanecer


           Me ha dado los buenos días
           al despertar la mañana
           y me ha mostrado tu ausencia
           me ha dicho que ya no estabas.

           No están tus ojos intensos,
           tampoco tus manos blancas,
           ni tu cintura suave,
           ni tu cuerpo, ni tu boca...
           ni tu risa..., ya no estaban
          
           Solo yo, con mis recuerdos
           y el sol que me acompañaba.








11 de agosto de 2011

La prima del verano


Hace unos años, el delegado de un laboratorio farmacéutico me ofreció un método para determinar cuantitativamente el dolor postoperatorio en mi Unidad de Cirugía Ambulatoria. Era la solución al tratamiento del dolor sin recurrir a la hospitalización ni a la automedicación. Francamente interesado, aunque lastrado por mi incondicional escepticismo, lo atendí en mi despacho donde me mostró un rudimentario decímetro de cartulina. Me explicó el animoso representante que el enfermo debía señalar en el artilugio la intensidad de dolor que sentía: del 1 (dolor muy leve) al 10 (máximo soportable). La marca así señalada correspondía, en el reverso del cartón, a una dosificación reglada de un analgésico —¡su analgésico, claro!—.

Me ha venido esta anécdota a la memoria al soportar, un día más, el anuncio agorero de la hecatombe que se avecina con lo de la deuda pública de España y los distintos países sumergidos en la llamada crisis económica europea. Hace años unos pastores nos amenazaron con que venía el lobo de la crisis mientras otros se reían de su ingenua exageración. No vino el lobo sino una manada de hienas que se instaló en nuestro dormitorio principal y comenzó a devorar a las ovejas más desfavorecidas; a estas alturas de la película todo apunta a que va a acabar con el rebaño, los perros y también muchos pastores serán manjares carroñeros.

Sin embargo las cosas que veo y las noticias que me llegan —las playas, los chiringuitos, los bares, los espectáculos, los fichajes de futbolistas, los donativos a los eventos, a la guerra de aquí y de allá, el socorro a la homesexualidad en el tercer mundo, a los que desentierran bisabuelas para volverlas a enterrar cobrando en el intermedio, a los disidentes políticos que viven sin doblarla, a los estudiosos caraduras de un escarabajo en vía de extinción en la costa catalana, a los sindicatos que... ¡vaya, hombre!, a la patronal que... ¡lo mismo da!, a... ¡qué se yo!—, me llenan de perplejidad y de dudas: ¿de verdad estamos en crisis o es una impresión subjetiva?

Para resolver este dilema teníamos unos organismos misteriosos —Standard & Poor´s, Moody´s Investors, Fitch Ratings— que, a modo oráculos, preconizaban cómo irían las cosas del dinero en el llamado mundo occidental, utilizando un lenguaje críptico que solo conocen unos pocos. Pero ahora resulta que su credibilidad es dudosa porque se han atrevido a pronosticar malos augurios a los pastores  americanos (¡nada menos que un AA+ con tendencia a caer!). Así que, ahora, desprestigiados los chamanes, no sabemos a qué atenernos en lo que se avecina.

Por suerte para nosotros han reaparecido aquellos representantes de la industria farmacéutica de mi Unidad, reconvertidos en analistas financieros, y nos ofrecen un artilugio parecido que mide objetivamente la intensidad de nuestra deuda: el indicador de la prima de riesgo. ¡Estamos salvados! Igual que sabemos la intensidad del dolor para automedicarnos correctamente, ahora estamos puntual y cuantitativamente informados de si vamos a ser devorados por los mercados o solo somos un precocinado mientras que los depredadores del sector se toman un aperitivo.

—¿Cómo se presenta el día Rafael?
—Va a estar regular: algo por encima de los 300 puntos básicos — contesta mi pescadero.
—Pues yo esperaba algo mejor —opina mi vecina mientras le mira los ojos a una dorada de piscifactoría.

«Pues yo mientras no baje de 280 puntos básicos sobre el bono alemán, que equivale a 2,5 porcentuales respecto de ayer, no bajo a la playa, que pega mucho el sol estos días», pienso desde el ordenador.

31 de julio de 2011

Telediario

Políticos, políticas, frases manidas, mentiras vestidas de modelos exclusivos y trajes de sastre con corbata a juego, lacayos a sueldo público abriendo portezuelas blindadas de coches especiales, saludos de militares hacinados y ociosos por falta de guerras, alfombras y flores para enmarcar sonrisas viejas de caras viejas, gentecilla ridícula que se cree imprescindible...
—¡A comeeer! —oigo, desde el comedor mientras veo el telediario.
Me dispongo a apagar el televisor y... ¡otra patera en Almuñecar! Esta vez no dan imágenes de la Cruz Roja asistiendo a los inmigrantes en el muelle sino de la Guardia Civil que los ha sorprendido al desembarcar en una playa desierta; han estado a punto de conseguir su objetivo... ¡pero los han trincado! Son todos varones negros del Africa profunda y marginada, todos jóvenes, ...¿todos?, no: hay un hombre maduro de edad imprecisa —¿cuarenta?, ¿cincuenta años?—, de pelo ensortijado, ya canoso, y pupilas con bordes de ceniza por incipientes cataratas; se arrodilla, tiritando, tratando de asir la mano de un guardia y llevársela a los labios; llora al suplicarle con las únicas palabra que se sabe: “trabahar, trabahar, trabahar, no malo”.

Apago la tele y ando como un autómata, me esperan los míos en la mesa. Me ven llegar con ojos llorosos y me preguntan sorprendidos. Y no sé qué responder, ...no sé responder...
—No tengo apetito —solo acierto a decir.

30 de julio de 2011

Botín


Cuando salía del instituto solía pasar por la esquina del “Catunambú”, un café famoso que había en Sevilla, al lado de la iglesia de San Pedro, donde se ponía, a veces, un pintor callejero. Sin saber porqué, me sentía atraído por la escena en que un hombre, totalmente abstraído, trasladaba un sector de los jardines de la plaza “Cristo de Burgos” a un lienzo blanco colocado en un ligero caballete en medio de la acera. No sabría decir qué me atraía más, si los trazos calculados del pincel, la mezcla de colores brillantes en su paleta o el esbozo que dejaba adivinar el resultado final, pero lo que más admiraba era la intensidad de su mirar a lo que veía y lo que hacía y su capacidad de aislamiento en un entorno dominado por el ir y venir de la gente, el ruido de coches y los comentarios de mirones. «¿Qué será lo que le mueve tanta pasión?», me preguntaba sin sospechar que a mí, no muy tarde, me ocurriría lo mismo.

Siento desde entonces un atávico deseo ocasional de pintar en la calle, no importa lo que pinte; de perderme en medio de la gente en un mundo estético que es solo mío y sentir la comunión de la belleza, la capacidad de hacer y el sentimiento de crear. Ya no se ve pintar en la calle; quizás en los alrededores del museo del Prado hay “pintores de pega” simulando que pintan cuadros previamente terminados que tratan de vender a incautos turistas ávidos de artes plásticas. Ni siquiera en la plaza de Montmartre, allá en el Sacre Coeur parisino, son auténticos los artistas que se hacinan ofreciendo unas mediocres obras, propias o ajenas, ya pintadas en sus estudios. Hoy día, la fotografía digital, con la perfección con que capta los colores y el photoshop, con la posibilidad de retocarlos, han secuestrado la creación del paisaje urbano en un solitario, aislado y cómodo estudio donde el supuesto artista no percibe ni el olor, ni el ruido, ni el calor que inspiran una determinada forma de ver la calle.

Ayer me puse a pintar, al aire libre en una calle de un pueblo de la costa. Planté mi caballete, coloqué un lienzo vertical, abrí mi caja de óleos, dispuse el abanico de colores en mi paleta y elegí un pincel mediano para dejar sobre el blanco mis primeras intenciones. Quería plasmar el efecto que una adelfa proyectaba sobre una fachada de cal, una sombra que era un muestrario de colores reflejados, pero lo que quería realmente era volver a experimentar aquella añorada sensación de ensimismamiento y de placer sensorial de un tiempo que pasó.

Pronto entró a la derecha de mi campo visual, sentado en un banco, un chaval absorto en mi quehacer. Lejos de la impaciencia y la constante actividad que se espera de un niño, permanecía inmóvil y en silencio sin apartar ojo de mi obra. Su presencia callada y diminuta, que no alteraba mi tarea, me llevó en volandas a la esquina de la plaza de San Pedro y una nostalgia inmensa se apoderó de mí. Seguí pintando perdido en mis recuerdos hasta que se cansaron los reflejos de la adelfa y se empezaron a agotar mis emociones; a mi alrededor, un grupo de turistas que había estado mirando discretamente, empezó a dispersarse. Mientras limpiaba y guardaba los pinceles, observé que el chaval salía de su inmovilidad, se levantaba del banco y, de forma decidida, se agachaba y recogía del suelo un pequeño cesto con monedas que había allí cerca, casi a la vera de mis pies (?); después, sin decir nada, se alejó con rapidez guardándose las monedas en el bolsillo (!). «¡Joder con el niñito!, yo imaginándolo como un pintor en ciernes y el puñetero materialista obteniendo beneficio a costa de mi exhibición pictórica!», dije para mí. 

No sabía si sentirme un incauto o defraudado como artista o como actor. En el camino de regreso repasé la escena con simpatía, «desde luego el niño tiene imaginación y desparpajo para hacer dinero; en mi archivo anecdotario lo llamaré “Botín”», sonreí con ironía.   

18 de julio de 2011

18 de julio

Hoy, el día de santa Marina, se ha levantado con fuerte viento de poniente.
El mar ha estado bravo todo el día castigando la playa con series incansables de olas estridentes.
Me ha impedido pasear por su orilla ordenando mis recuerdos y dando forma a mis proyectos.
Además, ha tenido el mal gusto de hurtar el horizonte con una veladura de color plomizo.
No ha sido posible mi acuarela al natural ni mi pesca con sedal desde la roca.
Francamente, estoy molesto y cabreado.

Por eso he cerrado la ventana que adormece su ruido impertinente y le he encargado a Mahler que ahogue sus últimos rumores. Y, sentado en la mecedora, tomo un sorbo de vino claro de Montilla que libera su sabor amplio y delicado, y abro el libro por la página marcada que me espera desde ayer:

«...las suaves olas se acercaban a besar la arena,
a borrar la huella imperceptible de sus pies descalzos;
el aire traía sabor a sal y a leyendas marineras,
y unas cuantas gaviotas volaban sin rumbo
buscando, quizás, el horizonte de la tarde que siempre está muriendo...».

—¡Mucho mejor! —pienso.  

17 de julio de 2011

¿Cultura?

Hará un mes más o menos, un amigo vaticinó la segura designación de Córdoba como Capital Cultural Europea para 2016. No es posible que conociera compromisos ya pactados por lo que su fe ciega en tal resultado se debía, pienso yo, al enorme deseo, casi la necesidad, de que fuera así. Siento, de verdad, la enorme decepción que ha supuesto para él el resultado de este evento, pero, tengo que ser sincero, hasta ahí llega mi sentimiento. Y, como sé que puede resultar molesta mi forma de sentir el desenlace, debo explicar por qué es así.

En cualquier conversación, oral o escrita, me gusta saber con claridad el objeto del intercambio dialéctico. Desconfío de los eufemismos porque los considero una forma de camuflar verdades a medias y el intercambio informativo en nuestra sociedad respecto de la “Capitalidad cultural” tiene algunos que son la causa de mi aparente indiferencia. Por eso, antes de sumergirme en una reflexión, que siempre será subjetiva, debo conceptuar qué es para mí la Cultura; una perogrullada —me dirán— pero, a la vista de tanto manoseo sin sentido y tanta utilización interesada del término, quiero definir, aunque sea una obviedad, mi punto de partida argumental.

Yo entiendo la cultura como el conjunto de costumbres, gustos, normas, comportamientos y actuaciones por el que se rige un colectivo de individuos que quiere vivir en sociedad. Es su filosofía de vida; sedimento de experiencias que, a lo largo de su historia, se ha ido convirtiendo en guía de conducta, aceptada como propia. Una de sus características es la singularidad; cada grupo tiene la suya, con la que se identifica y diferencia de otros grupos (no es exportable, aunque sí permeable). Otra es su dinamismo: va adaptándose a la evolución del colectivo decantándose por nuevas formas de ser que la convierte en algo vivo y cambiante. Pero también tiene un espíritu conservador que garantiza su esencia, un tenaz y persistente cimiento que sostiene la viabilidad cotidiana. Y esa sabiduría popular acumulada de mucho tiempo, de muchas actuaciones, de muchos pensamientos, de muchas vidas no es posible manipularla de forma artificial ni siquiera para mejorar su condición.

Analicemos, pues, dede esta perspectiva. Ya la iniciativa me indispone; no acabo de aceptar ese axioma impositivo que el progresista mundo occidental ha ido incrustando en nuestro esquema mental: la competitividad total. Todo es competición, no solo el deporte, la industria, la producción o el comercio, también el saber, el crear, el amar...; hasta lo más sutil es objeto de enfrentamiento por lo que todo está justificado. Es nuestra religión actual: ganar, aunque esa victoria lleve implícita el fracaso y la humillación del otro.

Pero, si hay que competir, mi concepto de Cultura no encaja en una pugna que trata de comparar de forma cuantitativa lo que cualitativamente es distinto. Me cuesta trabajo entender una competición entre las diferentes formas de vivir de los habitantes de distintas ciudades; me sorprende que algo tan intangible, tan imponderable, tan espiritual, tan singular y subjetivo pueda someterse a unos parámetros —cualesquiera que sean— para establecer cual es más o menos, mejor o peor. Dudo mucho que, desde mi planteamiento conceptual, llegue a una conclusión lógica y aceptable; y por eso, además de desconfiar de la objetividad del procedimiento seleccionador (también de las personas que seleccionan), el evento me parece una soberana estupidez.

Pero, como me cuesta aceptar que los organizadores y participantes de este evento adolezcan de debilidad mental —al menos en su totalidad—, tendré que admitir que debo estar equivocado en mi planteamiento reflexivo. Probablemente el error parta de la tendencia, socialmente extendida, a relacionar la cultura con el producto resultante de la elaboración secular de quehaceres intelectuales y manuales que puede ser objeto de intercambio mercantil. Este “patrimonio cultural”, así concebido y elaborado es sectario, exclusivo; está representado por un estamento virtual en el que impera el saber erudito, la interpretación y la creación artística y literaria; un sector social compuesto por gente excepcional, generadora y consumidora de cosas extraordinarias que sobrepasan lo cotidiano o lo vulgar. Gente a la que la sociedad en general —y mediática en particular— considera “cultos” en exclusividad y están llamados a protagonizar ese mundo aparte: actores, pintores, escultores, arquitectos, escritores, filósofos...

Y, de ser innecesaria una dirección cultural en mi concepto, comienza a tener sentido la existencia de estamentos que encauzan, cambian, modifican, exhiben, venden una industria que sí requiere administración y control. Por eso los gestores sociales, en su afán de propagar, potenciar, proteger, subvencionar la cultura se lanzan, con el arrojo y desparpajo que da la autoridad, a crear organismos e instituciones que consumen ingentes cantidades de recursos para velar por el mantenimiento, la conservación y la promoción de “nuestro patrimonio cultural”; todas ellas actividades, a su vez, generadoras de dinero y de prestigio.

Otro eufemismo que temo más que a una vara verde es la personalización de entes abstractos o instituciones. A lo largo de mi vida social y profesional he asistido sorprendido, indignado y, finalmente, divertido a la apropiación personal de los éxitos comunes de las instituciones o a usar éstas de parapeto para defender un fracaso personal. Procuro, por tanto, mantenerme aséptico en ese ejercicio de travestismo que practican algunos personajes irresponsables o éticamente poco escrupulosos. Creo, firmemente, que, para bien o para mal, son las personas las que deciden, actúan, triunfan, fracasan, se equivocan, aciertan, reciben, dan, lloran, se indignan, claman... Entonces... ¿quién o quiénes son la “Córdoba” que entra en liza?, ¿quien o quienes elaboran la estrategia?, ¿quién o quienes son los artífices de su derrota?

“Córdoba” ha jugado y “Córdoba” ha perdido esta confrontación y, ahora, “Córdoba” no solo no acepta el fallo, sino que descalifica a la campeona, a los jueces y se manifiesta indignada (palabra de rabiosa actualidad) a la opinión pública; se oye “su” llanto y el rasgado de “sus” vestiduras, y amenaza con impugnar el evento aduciendo (parece que con razón) que ha habido trampa o encontrados intereses. ¿No es sorprendente su comportamiento tras el fracaso competitivo, lejos de su espíritu que señala que “lo importante es participar”? ¿Cómo es posible que una ciudad llore, o que se indigne porque han desconsiderado una obra humana?
Hay un dicho popular que es una verdad irrefutable: “nadie da una puntada sin hilo” (los directores culturales menos). De manera que la respuesta a tal pregunta habrá que buscarla, como lo hiciera Hércules Poirot, de la famosa escritora inglesa, respondiendo antes a otras preguntas: ¿qué se buscaba con el lance?, ¿quién o quienes lo buscaban?, ¿a quién o quienes hubiera beneficiado? ¿quién o quienes han resultado perjudicados? Y habrá que seguir su famoso protocolo: “cherchez la femme” que, en este caso habría que cambiar por “cherchez l´argent”.

Dinero, en todo esto hay, debe haber o, al menos, huele a dinero. Un dinero que alguien debe dar (no creo en absoluto en la generosidad crematística), alguien lo tiene que anticipar, alguien tiene que decir quién lo recibe y alguien lo tiene que recibir. Y estaría bien si el beneficio de ese “negocio” se derramara como la lluvia en toda su sociedad, auténtica dueña del producto, pero el pueblo llano, el analfabeto, el de pensamiento elemental, el de conducta ordinaria, está al margen de ese mundo cultural interesado. Y sospecho que los beneficiados son, como siempre, unos pocos privilegiados que actúan a espalda de los auténticos actores culturales a los que piden, además de su dinero, su admiración, su participación promocional y su aplauso.

Estos son los motivos por los que, no sé si muchos como yo, asisto indiferente al esperpento.

La Cultura cordobesa ahora está, y seguro que estará, donde ha estado siempre; sus atributos no han sufrido ni sufrirán menoscabo. No añoro las promesas del 2016 que, en todo caso, “¡cuán largo me lo fiáis!” —que diría el vital don Juan Tenorio—. Yo, como él, me conformo con seguir viviendo día a día en esta impresionante ciudad, pateando su calles, oliendo sus primaveras, conviviendo con su gente, compartiendo sus gustos que son mis gustos, sus éxitos que son mis éxitos, sus preocupaciones que son las mías, sus decepciones que también lo son. Seguiré inmerso en una filosofía vital que me ha conquistado. Me empaparé cada día y cada noche de su embrujo, lejos de los monumentos que a nadie interesa porque no tienen vida, ajenos a las extrañas noches blancas que masifican cantes que hay que decir en el sagrario de lo íntimo, a los museos donde solo puede verse obras muertas de artistas que están muertos. De palacios de congresos que no existen porque la sabiduría se enseña en los rincones de sus calles, en sus barrios, en sus plaza, en sus tabernas...; en el manantial vivo de sus creadores que están  vagando por la incomprensión, soportando el desprecio de la soberbia y la ignorancia que se empeñan en alardes constructivos que el cordobés no entiende.

Buscaré a los poetas que hay entre la gente, a los artistas que regalan sus creaciones porque son incontenibles. A los que saben del vino y su beber. A los que dicen sentencias sin querer. A los que saben callar. A los que no necesitan que nadie le venda sus entrañas. A los que desprecian los tópicos que distorsionan la belleza de su esencia... Con ellos esperaré sentado la venida del 2016, sin acritud, sin aspavientos, disfrutando de la cultura cordobesa, de mi cultura.


12 de julio de 2011

El Santa

Cuando yo era estudiante me pelaba en una barbería de mi barrio que regentaba un peluquero singular. Era de San Jerónimo, un pueblecito que acabó engullido por los tentáculos invasores de la Sevilla de la Expo. Viajaba temprano, en una vespa verde, con el canasto de la comida atrás y, después de trabajar todo el día, cerraba cuando salía el último cliente.
     
No sé si se apellidaba “Santa” o era un mote, pero él respondía por ese nombre sin enfadarse. Era bajito, fortachón, y hablaba por los codos. Tenía todo tipo de conversación para usar la adecuada según qué cliente y nunca tenía prisa. Le molestaban especialmente los que se impacientaban y los niños que incordiaban mientras sus madres hojeaban el “Hola” atrasado; entonces, se guardaba el peine y la tijera en el bolsillo del batín blanco de medio cuerpo y, a modo de huelga momentánea, dejaba de pelar y decía en voz alta: «el que tenga prisa que se vaya... y venga luego, que aquí lo espero».
       
Tenía a gala ser sevillista hasta la médula y haber sido, hasta no hacía mucho, peluquero oficial del equipo de su alma. A todos los jugadores les hacía el mismo tipo de pelado y refiriéndolo, repetía siempre una frase hecha, mientras desplegaba una amplia sonrisa: «todos cortados por la misma tijera, ¡ojú, qué arte!» —se decía él mismo.
       
Cuando entraba un cliente, si no lo conocía lo miraba de arriba a abajo, diagnosticándolo como si fuera un scanner; marcaba distancia hasta ver “por donde pajeaba”. A los conocidos los saludaba, estrechando fuertemente su mano, mirándolo a los ojos y cuando le preguntaban: «¿cómo estás, Santa?» le respondía irónico:«¡ya ves, aquí, viviendo por los pelos!».
    
No solo contaba chistes, alguno de ellos muy malos, sino que los protagonizaba y escenificaba, como si él fuera el primer actor, la barbería fuera el escenario y los clientes los espectadores —hasta el que estaba a medio afeitar se volvía para no perder detalle—. Casi siempre eran referidos a anécdotas ocurridas en la propia barbería. Había uno que contaba con una gracia especial:
     
Resulta que se presento un cliente de esos “pejigueras”, que siempre tienen prisa, se quejan de todo y no dejan propina. Tenía barba cerrada de unos cuantos días y lo medio enjabonó. Y probó para rasurarlo una navaja, ya vieja, que había mandado a afilar. En la primera pasada ya notó que no estaba fina la herramienta, pero el cliente no dijo nada; a la segunda, más embotada todavía, comentó, tratando de no moverse, «Santa: parece que la navaja se atranca un poco, ¿no?». Y le contestó: «no se preocupe usted, don Fulano, que aquí hay un par de cojones pa tirar de ella».
      
Por razones de estudios, uno de uno clientes preferidos tuvo que ausentarse e ir a vivir durante un tiempo a una ciudad del norte. Cuando volvió en vacaciones, fue a visitarlo. Tenía  una abundante melena (que entonces se llevaba).
—¡Que buen pelo tiene usted, don Mengano! 
—He querido aguantar sin cortármelo hasta que tú lo hicieras, Santa; ¡eres el mejor! —comentó el cliente, adulador. Le miró con ojos brillantes y, en silencio, le dio un abrazo cariñoso.
   
Mientras descargaba su cabeza le hizo un interrogatorio a fondo, respetuoso, bien llevado y salpicado de frases de admiración. Se enteró de sus progresos pero no supo de su ridícula asignación económica de becario que apenas le daba para subsistir. 

En un momento, después de una pausa reflexiva, le espetó: 
—Don Mengano, y digo yo, ¿cómo puede usted vivir lejos de Sevilla?; ¿por qué no se viene usted aunque sea ganando veinte o treinta mil duros menos? —. Era, en su ignorancia, la medida con que expresaba su admiración por la ciudad del Guadalquivir. 


Ahora ya no estás, amigo Santa, pero cada vez que vuelvo a Sevilla me acuerdo de tu barbería y de tus chistes malos.

8 de julio de 2011

El casino

     El casino es el nombre genérico que le damos en el pueblo al único establecimiento donde se despachan y consumen bebidas, aguardiente, vino de pitarra y poco más. Realmente es una casa particular, frente a la iglesia, cuyo propietario, Julián, tiene instalado en su amplio zaguán una especie de mostrador y unas mesas de camilla con sillas de tomiza donde, por las tardes, se juega al dominó y al tute subastado. Comunica con un patio interior donde, bajo un emparrillado, se sientan los que no quieren bullicio y prefieren la tertulia y, en las tardes de verano, después de regar la acera, saca Julián unos cuantos veladores a la puerta de la calle, donde los mirones, sentados de ladillo y recostados en la pared, observan el ir y venir de las muchachas que, exhibiendo risas de complicidad, pasean en grupos cogidas del brazo.
     Hoy, día de la patrona y en plena misa mayor, está lleno de hombres que beben palomitas. Se habla de todo en voz alta, tapándose la conversación unos a otros. Termino de beber en el botijo y observo que en la esquina, acodado en el mostrador, está mi tío Plácido con el alcalde y un grupo pequeño de gañanes de los chaparrales cercanos que han bajado a la fiesta. Me ha visto entrar y me hace señas para que me acerque. Me pasa el brazo por los hombros con una efusión especial —debe haber caído más de una palomita, pienso—mientras los demás emiten un sonido ininteligible a modo se saludo. Hablan del campo y de la vida, de las previsibles consecuencias de la sequía de este invierno y de la sombría situación que le aguarda a la gente pobre. «¡Hay que hacer algo!», es la frase repetida de mi tío; «sí, pero ¿qué?», contesta el alcalde.
     Un silencio general hace que todas las miradas converjan en dos personas que acaban de entrar y permanecen estáticas junto a la puerta mientras sus ojos se acostumbran a la penumbra reinante. Uno es don Manuel, el padre de Milagros, el hombre más rico del pueblo y alrededores; más de la mitad de vecinos son jornaleros suyos y, aunque discretamente, no pasa de hacer valer su privilegiada situación social. El otro es forastero, bastante más joven y de buen porte. Salta a la vista que es un hombre de ciudad, al menos no es campesino; viste traje de chaqueta claro, zapatos bicolor y camisa azul sin corbata. Se ha destocado al entrar de un sombrero “Jipi-Japa”, que le llaman, y muestra un pelo castaño, liso, peinado y engominado hacia atrás; también porta un bigote perfilado, apenas una línea sobre el labio superior, y, al quitarse las gafas oscuras, deja ver unos ojos claros, fríos y cortantes como una navaja barbera. «No me gusta un pelo» — digo para mí—. Miran alrededor buscando una mesa y, al instante, unos cuantos del fondo —gente suya, supongo—, se levantan de sus sillas y se las ofrecen con serviles ademanes. Ellos las ocupan sin prisas y sin mostrar el más mínimo agradecimiento. «¡Hijos de puta!», murmura mi tío, mientras los otros se miran, cómplices en el silencio.
     Poco a poco se reanudan las conversaciones y se hacen casi gritos. En un momento, el sonido entrañable del tambor y la flauta irrumpe lentamente en el bullicio ahogando las palabras; verde el uno, con las cuerdas blancas y pellejo de cabra bien curtido, con tanza vibradora, que es golpeado con ritmo conocido, familiar; y la otra, de castaño torneado, a la que el aliento y los dedos ágiles ponen en el aire notas arabescas evocadoras de otra fiestas, de otros tiempos. El tamborilero de Hinojales va vestido de corto: pantalón ajustado de mil rayas y vuelta blanca, botas altas de Valverde del Camino, con caireles plateados, tirantes recogidos y fajín de seda a la cintura. Camisa blanca con chorrera y chaquetilla corta de muselina clara y puños con botones. Se toca con sombrero gris de ala ancha y copa baja, con un broche plateado en la cinta y una estampa de la virgen en el frontal.
      El ritmo cadencioso no tarda en provocar el primer fandango, espontáneo, tímido, humilde y repetido que abre la puerta de sentimientos profundamente arraigados y largamente compartidos.

La patrona de mi pueblo,
la virgen santa Marina,
es muy chiquita y morena;
es la imagen más bonita
de la sierra de Aracena.

     Debe estar acabando la misa. A través de la ventana que domina el llano de la entrada, se ven salir, poco a poco, cada vez más gente; son zagales y mocitas que no aguantan más el encierro, y mayores que pretenden coger sitio a la sombra del campanario para ver salir el paso.
     Unos de los gañanes del grupo pide otra ronda de aguardiente y, tras beber su copa de un trago, carraspea la garganta, y llevando el compás golpeando el mostrador con los nudillos de sus dedos, se arranca con voz suave, clara y armoniosa impropia de un corpachón basto como el suyo:

Ando cantando y cantando
a ver si le puedo dar
a unos chiquillos que tengo
una casa bien montá
pa que no vivan de arriendo.

     Termina con voz alta, sentenciosa, y brazo extendido al techo.
    Sigue sonando en silencio el ritmo del tambor esperando nuevos cantes, siempre por fandangos de Huelva, de Valverde, de Almonaster, de Calaña, de Paimogo...
    No había oído nunca cantar a alguien de mi familia, por eso me sorprendió la voz ronca y violenta de mi tío interpretando uno de Valverde de los llamados “valientes”, saliendo al medio, piernas abiertas, desafiante, manos expresivas, mirando a la mesa del rincón.

Yo no soy un animal
que se calla por un pienso,
yo no soy un animal,
porque tengo en mis adentros
una disconformidad
que me sirve de alimento.

    El alcalde y los gañanes le jalean mientras los demás callan incómodos; todos han interpretado el cante como una afrenta rebelde y esperan expectantes la reacción del cacique. El forastero se pone de pie como un resorte y calla el tambor; su rostro trasluce indignación y su actitud violencia. Don Manuel tira de su brazo pero no consigue sentarlo ni calmarlo. Mi tío le sostiene la mirada y cierra los puños. Los gañanes lo retienen a duras penas. El ambiente se ha tornado tenso y proclive a la tragedia.
      Un cohete estalla allá en lo alto. «¡Viva santa Marina bendita....!, ¡vivaaaaa!». Todos salimos en tropel. La imagen adornada, colocada en lo alto de la parihuela y alzada por los mozos acaba de salir por el arco de medio punto. Suena la marcha real y las campanas repican incansables. Más cohetes. El calor es sofocante en este mediodía de julio. Otro año más.

7 de julio de 2011

Artistas playeros

El paseo marítimo de Torremolinos está lleno de guiris. Los innumerables chiringuitos de antaño, casa Guaqui, Antonio, casa Julián, la Coquina... han sido progresivamente sustituidos por tiendas de cosa raras y, de la noche a la mañana, han aparecido palmerales centenarios donde antes solo había arena y pateras varadas con los aparejos dispuestos para hacerse a la mar al amanecer.

El paseo no es relajado, hay que estar atentos para esquivar muchachas y tíos talludos que con un muestrario de aparatos protectores colocados por el cuerpo, sortean a los paseantes a toda velocidad subidos en patines silenciosos.

Artistas marginales tallan en la arena húmeda castillos y dragones, cada vez más sofisticados, procurando arrancar de la sensibilidad de los viandantes unas monedas para seguir malviviendo. Pero al menos crean en libertad, lo que les parece y le viene en gana, no como los dibujantes que han montado sus caballetes en el paseo, junto al pretil que los separa de la arena. Algunos, pocos, trazan a carboncillo o a pastel un rostro parecido al de una sonriente y estática chiquilla que posa sentada a su lado rodeado de curiosos que comprueban, en vivo y en directo, la pericia del artista. Otros, a la espera de modelo real, aprovechan el tiempo copiando de una foto el rostro bobalicón de algún infante por encargo de sus padres que creen debe ser inmortalizado. Con gesto serio y concentrado, miran alternativamente modelo y cartulina y dejan impronta de su quehacer artístico difuminando y disimulando con el quinto dedo los trazos inseguros del pastel o del carbón.

No tienen libertad de acción ni de interpretación; deben reproducir con la mayor fidelidad posible lo que tienen ante sus ojos. Un motivo impuesto, sin aportar nada personal. Solo un alarde técnico, una modesta exhibición de su habilidad para arrancar unas monedas y quizás una lacónica aprobación dicha en voz baja «es verdad que se parece». Arte sin libertad, artesanía, mercantilismo basura, ausencia de sentimiento y de belleza emocional...

Pienso en mis escritos, en mi blog, en el rincón privado donde vuelco mi pensamiento de vez en cuando. También a mí, como a los dibujantes del paseo, se acercó hace poco un lector anónimo y me conminó a escribir un epitafio a una persona recientemente desaparecida, supuestamente conocida de ambos. Debía, además, hacerlo pronto y no como yo pudiera verla sino como él cree que es: bella, buena y generosa, pues así son todos los que desaparecen. Confieso que mi perplejidad inicial me hizo abocetar y publicar un texto preñado de indignación que el finado seguro no merecía. Como me sentía algo sucio, y así me lo ha hecho saber algún lector, decidí retirar el escrito y dar carpetazo olvidando el asunto.

Pero la visión de los dibujantes playeros me lo ha traído a la memoria. Por un momento, me he visto ante el caballete del ordenador y con los pinceles del teclado dispuesto a escribir relatos a medida y me ha divertido la idea de ofrecer a mi anónimo lector mis aptitudes narrativas para la confección de una historia a su medida. Naturalmente, atendiendo mi correspondiente minuta.

Procedería así: Después de informarme de los hechos concretos que pretende ensalzar, le ofrecería distintas posibilidades de realización del producto: historia larga (más de 20 capítulos), mediana (entre 10 y 20) y relato corto (menos de 10); a más capítulos más precio, como es natural, con excepción del microrrelato, donde se valora más la capacidad de síntesis que la abundancia de palabras. También el coste estaría en relación directa con el número de personajes a incluir. En cuanto al ambiente del relato, daría a escoger entre ciencia ficción, romántico suave, empalagoso, tragedia, novela negra, cómica... Y, lo importante: un final feliz, triste, trágico, hiperrealista, continuador, enigmático... Si quisiera un epílogo con mensaje aleccionador debería pagar un plus añadido.

Es divertido imaginarlo, pero pienso que es triste que haya necesidades emocionales que no puedan ser expresadas por falta de capacidad; y también lo es tener que convertir la creación artística, el arte, en una artesanía que debe prostituirse por necesidad vital. ¡Ah de aquellos que pueden permitirse el privilegio de crear en libertad..., aunque lo creado no merezca aplauso!

Publicaré esto en mi blog, porque, pudiéndomelo permitir, así me lo pide el cuerpo.

4 de julio de 2011

La misa

 El campanario es una espadaña pintada de blanco y calamocha que tiene dos arcos grandes donde se alojan campanas de un bronce verdoso que suenan distintas y, cuando tañen a la vez —repicadas que decimos—, emiten un sonido familiar característico. Tiene encima, en otro hueco más pequeño, otra pequeña, “el esquilín”, que solo suena en el momento de la consagración; y arriba del todo, pinchado en la veleta, un rosco de retama, algo desvencijado por lo antiguo, donde anida una pareja de cigüeñas que, cansada de emigrar, se ha quedado a vivir definitivamente con nosotros.

La puerta de la iglesia está hoy abierta de par en par invitando a todo el mundo a entrar y contemplar su misterio. Es el día de la Patrona, y se va a celebrar en su honor una misa especial, con la asistencia de vecinos engalanados que acuden a participar, a ver y a ser vistos.

Mi padre ha ido muy de mañana a enredar en la vega de la ribera, donde, en cuatro palmos de tierra que no es de nadie, tiene sembrada una hortaliza. Creo que es un pretexto para quitarse de enmedio y yo he venido acompañando a mi madre, que está dentro, y con el secreto deseo de ver a Milagros.

Son pocos los hombres que acceden al interior. Nunca se han integrado en la ceremonia; les cuesta entender las oscuras palabras en latín y, aunque tratan de respetar la tradición, no aguantan o desprecian los rituales religiosos. En el fondo, no quieren parecer beatos y se muestran esquivos y renuentes ante la posibilidad de ser blanco de la latente mordacidad republicana. Por eso, la mayoría se queda en la puerta, en el pequeño rellano de la entrada, procurando la sombra protectora que proyecta el campanario, luciendo los cuellos blancos de las camisas de fiesta resaltando del curtido de sus rostros, las gorras nuevas, botas limpias y chaquetas ligeras de muselina para mitigar el calor que completan su vestuario ocasional. En el curso del evento se deslizarán poco a poco, disimuladamente, al casino que, estratégicamente situado justo enfrente, les parece más acogedor y gratificante.

Ya viene Milagros; la veo llegar de lejos. 

Es preciosa. ¡Qué hermosura!
Se ha puesto un vestido estrecho
que le sienta como un guante 
resaltando su figura. 
Pasos cortos y recatados 
con un pequeño tacón 
que me llenan de emoción 
cuando mueve su cintura.
Cubre orgulloso sus brazos 
un mantoncillo de seda 
para que nadie los mire 
para que nadie los vea. 
Un rosario y un misal 
con las tapas nacaradas 
y un abanico plegado 
porta con sus manos blancas 
Y un velo negro de blonda 
puesto sobre su cabeza 
quiere taparle los ojos 
y sus ojos no se dejan.
Todos miran en silencio, 
¡vete tú a saber qué piensan!, 
¡cómo asistir impasible 
al contemplar tal belleza!

Mojo mi mano en la pila 
y le doy agua bendita; 
y, al tocarse nuestros dedos
 le transmito lo que siento 
y ella me da su sonrisa.

Apenas entro. Me quedo próximo al hastial viendo entrar a Milagros. Un mediano rosetón de cristales que fueron de colores, proporciona al interior una tenue e insuficiente luz natural. La estrecha nave, de techo abovedado y suelo de baldosas desvaídas, aloja a casi todas las mujeres del pueblo que esperan sentadas en gastadas bancas de madera dispuestas en fila a ambos lados del estrecho pasillo, donde un pequeño y vetusto órgano de madera oscura y tela adamascada casi interrumpe el paso.

Las lámparas a toda mecha y la aglomeración de gente, produce un calor humano que pega la ropa incómoda y hace agitar los abanicos como mariposas negras. Numerosos ojos de mujeres de toda edad clase y condición, tras el nervioso abaniqueo y medio ocultos por los velos de encajes o blondas negras, se vigilan inquisitivos, se acechan, se escrutan acopiando detalles para juzgar a lo largo del año de forma inmisericorde. Los niños, quietos de sus juegos a duras penas, sudan con los ojos muy abiertos observándolo todo mientras aguantan como pueden la rigidez de sus inadaptados zapatos de día de fiesta. Y las muchachas, buscando miradas enamoradas, sonríen felices con sus vestidos de raso recién compuestos —con algún hilván olvidado en la bastilla—, sus zapatos de charol, los adornos bisuteros de sus manos y los lazos de colores en sus trenzas.

Poco a poco van entrando algunas mujeres ricas y ocupando un sitio preferente, allá adelante, donde disponen, de forma permanente, de labrados reclinatorios personales. Y, dando el último repique de campanas, entran con gran expectación la presidenta de la Hermandad y un sargento de la guardia civil con el traje de gala que se sientan en los puestos reservados de la primera fila.

Sale el cortejo clerical de la pequeña sacristía al tiempo que Eloy, un aficionado y voluntarioso organista, ataca, de forma estridente, algo de Bach. El cura forastero, que oficia hoy, con una ostentosa casulla dorada, camina muy digno protegiendo con sus manos los vasos sagrados que servirán para el rito. Le preceden nuestro cura, don Francisco, de atuendo más modesto, y dos monaguillos, conocidos meapilas de la escuela, vestidos con albas de encajes, cíngulos morados y roquetes de franela de un rojo distinto cada uno; uno lleva las vinajeras y el otro balancea un incensario que desprende una humareda blanca, espesa y olorosa. Un ruido de bancos y gente poniéndose de pie acompaña el ascenso de la comitiva al pequeño altozano donde está el altar. El cura nuevo deposita en él los utensilios cultuales y, tras la genuflexión del grupo, se vuelve, calla el órgano y levanta los ojos y los brazos al techo y comienza el acto: «In nomine Patris, et filii, et Spiritus Sancti. Amén. Introibo ad altare Dei...».

El retablo es pretencioso, ocupa por completo la pared del frontal y alardea de molduras retorcidas, patinadas de dorados ennegrecidos por el perenne humo de las velas y las lámparas de aceite. En su sitio preferente, alojada en una hornacina, está santa Marina, la patrona; una talla pequeña que personifica una virgen, que fue mártir, traída de tierras castellano-gallegas por los colonos que, por mandato real, repoblaron el paraje sustraído al moro infiel. A sus pies, está adosado el altar mayor cubierto de lienzos de encajes blancos almidonados por beatas que no aspiran a ser sacerdotisas pero sí a obtener un pequeño hueco en el más allá como pago a sus desvelos. Sobre él, unos candelabros de mal gusto con altas velas coloradas, un atril con una Biblia de pastas rojas y hojas amarillas, desteñidas y sobadas por los años, que dejan escapar cabos de cintas de colores pardos señalando pasajes repetidos. Y, en el centro del altar, una puerta pequeñita y misteriosa que esconde lo sagrado, cuya llave es guardada por el oficiante con gran celo. Solo un frasco de cristal en la esquina trata de mantener vivo, entre tanta cosa muerta, un manojo de flores silvestres cogidas allí cerca esta mañana. Guardando los flancos del altar y enfrentados entre sí, hay dos tallas grandes de cuerpo entero y mediocre confección: el escorzo imposible de un san Sebastián ensaetado y un crucificado oscuro y sarmentoso, que más que piedad producen miedo.

«Sequentia sancti Evangelii secundum Joannem», anuncia don Francisco persignándose antes de proceder a leer un pasaje bíblico. Después, el cura capitalino retoma la iniciativa y, desde el púlpito, adecentado para la ocasión, apoyado en la baranda y en silencio, desparrama una mirada dura, preludio de lo que espera disertar. «¡Hermanos! Nos hemos reunido aquí...».

Es más bien bajito, pero se empina sobre las puntas de los pies, agita alternativamente las manos y su cara enrojece mientras lanza sobre los presentes palabras de temor y de amenazas. Dice que la santa, cristiana y visigoda, prefirió que la quemaran a ser entregada a la lujuria de un emir y ¡nos hace culpables a los presentes del fuego y la concupiscencia de hace siglos...! Es sorprendente ver tanta energía en un cuerpo tan pequeño.

A la izquierda, algo retranqueada, se encuentra la única capilla auxiliar del templo dedicada a la virgen del Carmen, a la que le rezan los rosarios y le dicen las novenas cuando encarta. Más allá, entre dos angelotes que sostienen lámparas de metal dudoso, un bajorrelieve que representa una escena terrorífica donde jóvenes ángeles asexuados portan escapularios con los que socorren y ayudan a rescatar a personas, todas viejas, que pugnan por librar sus torsos desnudos del horrible fuego del infierno. Lo conocemos como “ánimas del purgatorio” a las que podemos salvar comprando escapularios o detentes a las beatas o (dan facilidades) colando una perra gorda en la ranura de una historiada caja que, discreta pero ostensiblemente, forma parte del macabro escenario.

Me siento mal; el olor humano empieza a ser insoportable y salgo a respirar el aire puro. Fuera hace calor, el cielo es azul intenso y me llega el concierto de chicharras que viene de los trascorrales. El casino está repleto. Se habla en voz alta entre vasos blanquecinos, pendientes de que termine la misa para incorporarse a los que salen y asistir juntos a la procesión tradicional, como es debido. Alcanzo el botijo de la esquina del alto mostrador. Bebo a chorro, a tragantadas, el agua fresca y reconfortante mientras oigo sonar el “esquilín”. «Están alzando», pienso.