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2 de abril de 2021

Albondigón


La pandemia COVID 19 se presenta como una amenaza mortal para una parte importante de la humanidad; la causa un virus pero el vector que lo difunde es el propio hombre que se convierte así en enemigo vital de sí mismo. No se trata de guerras de ejércitos enfrentados, de trincheras y retaguardias sino de individuos aislados, todos contra todos estén donde estén; cualquiera puede transmitir la muerte solo con su proximidad, su contacto físico, su aliento... 

Tras la infravaloración de la epidemia y la confianza en una defensa sanitaria autocomplaciente, es lógico que los sorprendidos gobiernos improvisaran medidas, como el confinamiento, aunque ello atentara contra la esencia social. Eran, decían, normas de comportamiento provisionales mientras que la ciencia procuraba un remedio en forma de terapia y/o vacuna que evitaran la contaminación y el caos. El “resistiré” de balcones aceptaban el pequeño paréntesis vital. Pero, un año largo después, ahora con vacunas, la epidemia sigue ahí, señalando la realidad de una ciencia dispersa y endogámica y desnudando una codiciosa elaboración, una incapacitada dirección sanitaria y una inoperante y soberbia gestión política. 

En consecuencia, el distanciamiento social sigue con nosotros como único baluarte de momento ante la pandemia, convirtiéndose por sí mismo en una nueva y distinta amenaza contra nuestra forma de vida, basada en las relaciones económicas, comerciales, culturales, laborales, lúdicas... Ya no cantan los balcones y la incertidumbre se apodera del ánimo colectivo. Ahora son voces entusiastas que predican una “nueva normalidad” en la que estarán asegurados, como ya ocurre, la producción, el abastecimiento y distribución de lo necesario, así como la comunicación digital e incluso la diversión. Pero esta nueva y fantástica sociedad tiene un gran inconveniente: el sexo; ese inexorable impulso —para procrear o no—que la Naturaleza dota a los humanos obligándolos a la unión íntima, física y personal con semejantes del otro sexo; ese esencial atavismo que, como siempre, acabará imponiéndose a cualquier obstáculo que pretenda impedirlo. 

Por ello, estoy seguro que, pasado el miedo que inculca la intensidad informativa de cifras de contagios y la amenaza de sanciones y actuaciones de la fuerza pública, la relación humana por excelencia impondrá su autoridad. Hasta la inmunización total caerán algunos, pero otros seguirán el cauce natural del río de la vida.

Viene a mi memoria el simpático cuento del “el albondigón” que refiere...En un convento medieval, se detectó entre los frailes una epidemia intestinal grave que causó la muerte de varios de ellos. Acudieron los físicos para averiguar y, en su caso, curar el mal. Preguntado el prior por el régimen culinario, contestó: “la frugalidad de la orden obliga a alimentarnos, de lunes a sábado, con una sola comida diaria a base de sopa de cebolla o ajo y gazpacho de cilantro; los domingos, el día del Señor, sí nos servimos unas individuales y generosas albóndigas de carne que los hermanos celebraban con gran alborozo”. El estudio reveló que, precisamente, eran las albóndigas el origen de las diarreas mortales y, en consecuencia, debía de prescindirse de tal plato. Así se hizo durante un mes, al cabo del cual el prior recibió de los frailes la siguiente misiva: “Padre prior: hemos decidido que los domingos, albondigón por barba caiga quien caiga”.


Pues, eso...