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19 de abril de 2012

"Los árboles mueren de pié"

Estoy convencido que el pasaje de “La mujer adúltera” (Juan, 43:7:53- 43:8:11) no ocurrió como lo cuenta el evangelista. Igual que otros, buscando un mayor impacto en el lector prosélito, el autor escenifica lo que, probablemente, fue una discusión interpretativa —supuesta o real— entre el Jesús cristiano y miembros del partido fariseo respecto de un enunciado concreto de la ley mosaica: juicio y penalización del adulterio. El Nazareno, comprometido públicamente con el mantenimiento a ultranza de dicha ley —“no os creáis que he venido a abrogar la ley o los profetas, no he venido para abrogar sino para cumplir” (Mateos 5:17)— aceptaba la reprobación moral y legal de tal conducta y, en consecuencia bebía aceptar también la penalización prescrita (esta es la encerrona que califica el autor), pero veía algo de inmoral en la ejecución penal y, mientras mostraba gestos automáticos banales, buscó en los rincones de su mente un argumento que pusiera en evidencia la injusticia moral de la propia justicia legal. Y lo encontró: nadie es lo suficiente honesto para enjuiciar, penalizar y, aún más, ejecutar la violencia contra un semejante, máxime cuando, institucional y/o personalmente no se es ajeno a tal delito.

Mucho de fariseos hemos tenido en nuestro país estos días a propósito del desafortunado afaire del rey Juan Carlos. Una caterva de instalados detenta el poder de decidir sobre lo bueno y lo malo de los demás mientras se revuelca en la pocilga de la deshonestidad, la soberbia y la ignorancia. Políticos de toda laña, desde los que parieron esta “pastelera” Constitución hasta los que, de una u otra forma, han ido metiendo a nuestra sociedad en este lío; e informadores que, secuestrando la opinión pública, hacen su agosto decidiendo qué es lo importante y emitiendo opiniones de perfil bajo, vienen enjuiciando sin piedad una conducta, sin duda poco edificante pero de trascendencia menor, de nuestro jefe del Estado; y, además, exigiendo públicamente y sin pudor un arrepentimiento humillante para uso y disfrute de unos ciudadanos adocenados que, a falta de pan, esperan consolarse tirando piedras sobre su propio tejado.

Pues bien, ya han obtenido lo que buscaban: un pobre hombre, a punto de llorar, balbuceando un “Lo siento, estoy arrepentido. No volverá a ocurrir.” como si de un niño de colegio se tratara y no como el máximo representante, para bien o para mal, de nuestro País Soberano.

A lo largo de la historia tuvimos oportunidades materiales para ser el mayor emporio conocido y respetado, pero siempre las hemos malogrado por nuestro mal hacer. Es verdad que hemos tenido mala suerte con nuestros dirigentes sociales impuestos o elegidos, pero también es cierto que nuestro atavismo cainita ha prevalecido sobre los necesarios solidaridad y sentido común. Somos una sociedad marcada por la torpeza ¡¿qué le vamos a hacer?! Pero, Majestad: si estamos heridos de muerte debiéramos finar con orgullo, tapando nuestras vergüenzas y tragándonos nuestra hiel, no despedazándonos en público: de pié, emulando los árboles de nuestro Alejandro Casona y no dejando hacer leña de nuestra esencia caída; o, empleando símiles taurinos, apurando el último aliento en el centro de la plaza y no buscando las tablas para doblar como los toros sin casta, soportando la mirada de un tendido europeo que observa en silencio, con conmiseración cuando no con desprecio.