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6 de septiembre de 2013

"Gran hermano"


        No cabe duda de que la reproducción es uno de los mandatos biológicos esenciales y el sexo —su protagonista exclusivo— es, directa o indirectamente, el eje sobre el que gira la convivencia humana. De él depende, nada menos, que la pervivencia humana y animal, no puede extrañar, por tanto, que represente el más inexorable e insoslayable instinto animal; nada es más atractivo que el placer sexual y nada es más imperativo. Pero también, el saber es otro mandato biológico, no menor, para la existencia humana; la acumulación de conocimiento, que es su esencia, ha permitido que el individuo y la sociedad en su conjunto hayan evolucionado de forma exponencial alcanzando diferencias abismales respecto de la más desarrollada especie animal; y esto es posible gracias un instinto específico: la curiosidad. El hombre es, pues, un ser curioso por obligación; y su curiosidad no se limita a observar pasivamente a su alrededor sino que busca desentrañar lo que está oculto simplemente por el placer que obtiene de conocer lo desconocido, de descubrir lo oculto, de adivinar lo divino —es la Filosofía, en el sentido más aristotélico—. Pero además, esta búsqueda activa del saber no es general o aleatoria sino selectiva de aquello que le guía su interés; en cierto modo, le es indiferente lo que ya conoce y le atrae lo que espera conocer, algo nuevo que, con independencia de su esencia, debe reportarle una sorpresa placentera (curiosamente, dos instintos esenciales del vivir encuentran placer en actividades encontradas: uno en la rutina y otro en la novedad).
       La forma más fácil de saber es la observación directa o, en su defecto, la obtención del conocimiento de otros a través de la noticia narrada de distintas formas. Pero ocurre que los hechos reales suelen ser acontecimientos ya aprendidos y los descubrimientos suceden de tarde en tarde, de manera que no alcanzan a satisfacer la insaciable curiosidad humana; es por ello que existe la ficción, acontecer total o parcialmente inventado que proporciona al individuo el placer de la sorpresa. La literatura, el teatro y después el cine han sido soporte de este placer durante años pero empiezan a agotarse las historias y las más irreales fantasías acaban siendo tópicos; el espectador quiere presenciar, cuando no experimentar, historias reales, de gente como él, para sentir cosas parecidas, pero la historia real carece de originalidad, de novedades, de sorpresas impactantes.
       Y es la televisión, con la puesta en escena del difundido programa “Gran hermano”, la que ofrece en directo estas escenas, consciente de que, además de ser baratas, venden mejor los productos comerciales; en lugar de representar obras de teatro, musicales o cinematográficas, de costes elevados en guiones, libretos, tramoyas e interpretaciones profesionales, optan por “echar” en un plató a un conjunto de personas con la libertad de hacer lo que quieran con tal que se representen a sí mismos, una vida ordinaria, en suma, para que sean observados por ávidos espectadores. Pero, si su comportamiento es sospechado, aprendido, anodino, sin sorpresas, ¿qué lo hace especial para ser interesante?: el sexo, solo sexo, implícita o palpablemente —nunca mejor dicho— sexo. Los productores saben que el individuo no se cansa nunca de observar y “participar”, aunque sea de forma indirecta, de las relaciones sexuales de los otros, en sus prolegómenos, en la minuciosidad del propio acto, en sus conclusiones, en sus éxitos, en sus frustraciones, ...en su intimidad, en definitiva. Nada que objetar a esta lógica deriva de consumo emocional, pero en esos “realityshow” los actores son todos jóvenes —como no podía ser de otra forma— escogidos por su físico, su desparpajo, su falta de autoestima, su personalidad elemental, su necesidad económica o la carencia de forma de obtenerla y, en ocasiones, su precario coeficiente mental. Ahora sí me cuestiono si puedo asumir esta nueva forma espectacular que ejemplariza conductas básicas, consabidas, nada edificantes, utilizando, además, a una pobre gente que vende su pudor por una economía de mercado sin escrúpulo.
       Prefiero seguir utópico, gozando las migajas que obtengo indagando en la divinidad —por lo oculto— de eternas cuestiones filosóficas y mantener los asuntos sexuales entre las cortinas de la intimidad.