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31 de julio de 2011

Telediario

Políticos, políticas, frases manidas, mentiras vestidas de modelos exclusivos y trajes de sastre con corbata a juego, lacayos a sueldo público abriendo portezuelas blindadas de coches especiales, saludos de militares hacinados y ociosos por falta de guerras, alfombras y flores para enmarcar sonrisas viejas de caras viejas, gentecilla ridícula que se cree imprescindible...
—¡A comeeer! —oigo, desde el comedor mientras veo el telediario.
Me dispongo a apagar el televisor y... ¡otra patera en Almuñecar! Esta vez no dan imágenes de la Cruz Roja asistiendo a los inmigrantes en el muelle sino de la Guardia Civil que los ha sorprendido al desembarcar en una playa desierta; han estado a punto de conseguir su objetivo... ¡pero los han trincado! Son todos varones negros del Africa profunda y marginada, todos jóvenes, ...¿todos?, no: hay un hombre maduro de edad imprecisa —¿cuarenta?, ¿cincuenta años?—, de pelo ensortijado, ya canoso, y pupilas con bordes de ceniza por incipientes cataratas; se arrodilla, tiritando, tratando de asir la mano de un guardia y llevársela a los labios; llora al suplicarle con las únicas palabra que se sabe: “trabahar, trabahar, trabahar, no malo”.

Apago la tele y ando como un autómata, me esperan los míos en la mesa. Me ven llegar con ojos llorosos y me preguntan sorprendidos. Y no sé qué responder, ...no sé responder...
—No tengo apetito —solo acierto a decir.

30 de julio de 2011

Botín


Cuando salía del instituto solía pasar por la esquina del “Catunambú”, un café famoso que había en Sevilla, al lado de la iglesia de San Pedro, donde se ponía, a veces, un pintor callejero. Sin saber porqué, me sentía atraído por la escena en que un hombre, totalmente abstraído, trasladaba un sector de los jardines de la plaza “Cristo de Burgos” a un lienzo blanco colocado en un ligero caballete en medio de la acera. No sabría decir qué me atraía más, si los trazos calculados del pincel, la mezcla de colores brillantes en su paleta o el esbozo que dejaba adivinar el resultado final, pero lo que más admiraba era la intensidad de su mirar a lo que veía y lo que hacía y su capacidad de aislamiento en un entorno dominado por el ir y venir de la gente, el ruido de coches y los comentarios de mirones. «¿Qué será lo que le mueve tanta pasión?», me preguntaba sin sospechar que a mí, no muy tarde, me ocurriría lo mismo.

Siento desde entonces un atávico deseo ocasional de pintar en la calle, no importa lo que pinte; de perderme en medio de la gente en un mundo estético que es solo mío y sentir la comunión de la belleza, la capacidad de hacer y el sentimiento de crear. Ya no se ve pintar en la calle; quizás en los alrededores del museo del Prado hay “pintores de pega” simulando que pintan cuadros previamente terminados que tratan de vender a incautos turistas ávidos de artes plásticas. Ni siquiera en la plaza de Montmartre, allá en el Sacre Coeur parisino, son auténticos los artistas que se hacinan ofreciendo unas mediocres obras, propias o ajenas, ya pintadas en sus estudios. Hoy día, la fotografía digital, con la perfección con que capta los colores y el photoshop, con la posibilidad de retocarlos, han secuestrado la creación del paisaje urbano en un solitario, aislado y cómodo estudio donde el supuesto artista no percibe ni el olor, ni el ruido, ni el calor que inspiran una determinada forma de ver la calle.

Ayer me puse a pintar, al aire libre en una calle de un pueblo de la costa. Planté mi caballete, coloqué un lienzo vertical, abrí mi caja de óleos, dispuse el abanico de colores en mi paleta y elegí un pincel mediano para dejar sobre el blanco mis primeras intenciones. Quería plasmar el efecto que una adelfa proyectaba sobre una fachada de cal, una sombra que era un muestrario de colores reflejados, pero lo que quería realmente era volver a experimentar aquella añorada sensación de ensimismamiento y de placer sensorial de un tiempo que pasó.

Pronto entró a la derecha de mi campo visual, sentado en un banco, un chaval absorto en mi quehacer. Lejos de la impaciencia y la constante actividad que se espera de un niño, permanecía inmóvil y en silencio sin apartar ojo de mi obra. Su presencia callada y diminuta, que no alteraba mi tarea, me llevó en volandas a la esquina de la plaza de San Pedro y una nostalgia inmensa se apoderó de mí. Seguí pintando perdido en mis recuerdos hasta que se cansaron los reflejos de la adelfa y se empezaron a agotar mis emociones; a mi alrededor, un grupo de turistas que había estado mirando discretamente, empezó a dispersarse. Mientras limpiaba y guardaba los pinceles, observé que el chaval salía de su inmovilidad, se levantaba del banco y, de forma decidida, se agachaba y recogía del suelo un pequeño cesto con monedas que había allí cerca, casi a la vera de mis pies (?); después, sin decir nada, se alejó con rapidez guardándose las monedas en el bolsillo (!). «¡Joder con el niñito!, yo imaginándolo como un pintor en ciernes y el puñetero materialista obteniendo beneficio a costa de mi exhibición pictórica!», dije para mí. 

No sabía si sentirme un incauto o defraudado como artista o como actor. En el camino de regreso repasé la escena con simpatía, «desde luego el niño tiene imaginación y desparpajo para hacer dinero; en mi archivo anecdotario lo llamaré “Botín”», sonreí con ironía.   

18 de julio de 2011

18 de julio

Hoy, el día de santa Marina, se ha levantado con fuerte viento de poniente.
El mar ha estado bravo todo el día castigando la playa con series incansables de olas estridentes.
Me ha impedido pasear por su orilla ordenando mis recuerdos y dando forma a mis proyectos.
Además, ha tenido el mal gusto de hurtar el horizonte con una veladura de color plomizo.
No ha sido posible mi acuarela al natural ni mi pesca con sedal desde la roca.
Francamente, estoy molesto y cabreado.

Por eso he cerrado la ventana que adormece su ruido impertinente y le he encargado a Mahler que ahogue sus últimos rumores. Y, sentado en la mecedora, tomo un sorbo de vino claro de Montilla que libera su sabor amplio y delicado, y abro el libro por la página marcada que me espera desde ayer:

«...las suaves olas se acercaban a besar la arena,
a borrar la huella imperceptible de sus pies descalzos;
el aire traía sabor a sal y a leyendas marineras,
y unas cuantas gaviotas volaban sin rumbo
buscando, quizás, el horizonte de la tarde que siempre está muriendo...».

—¡Mucho mejor! —pienso.  

17 de julio de 2011

¿Cultura?

Hará un mes más o menos, un amigo vaticinó la segura designación de Córdoba como Capital Cultural Europea para 2016. No es posible que conociera compromisos ya pactados por lo que su fe ciega en tal resultado se debía, pienso yo, al enorme deseo, casi la necesidad, de que fuera así. Siento, de verdad, la enorme decepción que ha supuesto para él el resultado de este evento, pero, tengo que ser sincero, hasta ahí llega mi sentimiento. Y, como sé que puede resultar molesta mi forma de sentir el desenlace, debo explicar por qué es así.

En cualquier conversación, oral o escrita, me gusta saber con claridad el objeto del intercambio dialéctico. Desconfío de los eufemismos porque los considero una forma de camuflar verdades a medias y el intercambio informativo en nuestra sociedad respecto de la “Capitalidad cultural” tiene algunos que son la causa de mi aparente indiferencia. Por eso, antes de sumergirme en una reflexión, que siempre será subjetiva, debo conceptuar qué es para mí la Cultura; una perogrullada —me dirán— pero, a la vista de tanto manoseo sin sentido y tanta utilización interesada del término, quiero definir, aunque sea una obviedad, mi punto de partida argumental.

Yo entiendo la cultura como el conjunto de costumbres, gustos, normas, comportamientos y actuaciones por el que se rige un colectivo de individuos que quiere vivir en sociedad. Es su filosofía de vida; sedimento de experiencias que, a lo largo de su historia, se ha ido convirtiendo en guía de conducta, aceptada como propia. Una de sus características es la singularidad; cada grupo tiene la suya, con la que se identifica y diferencia de otros grupos (no es exportable, aunque sí permeable). Otra es su dinamismo: va adaptándose a la evolución del colectivo decantándose por nuevas formas de ser que la convierte en algo vivo y cambiante. Pero también tiene un espíritu conservador que garantiza su esencia, un tenaz y persistente cimiento que sostiene la viabilidad cotidiana. Y esa sabiduría popular acumulada de mucho tiempo, de muchas actuaciones, de muchos pensamientos, de muchas vidas no es posible manipularla de forma artificial ni siquiera para mejorar su condición.

Analicemos, pues, dede esta perspectiva. Ya la iniciativa me indispone; no acabo de aceptar ese axioma impositivo que el progresista mundo occidental ha ido incrustando en nuestro esquema mental: la competitividad total. Todo es competición, no solo el deporte, la industria, la producción o el comercio, también el saber, el crear, el amar...; hasta lo más sutil es objeto de enfrentamiento por lo que todo está justificado. Es nuestra religión actual: ganar, aunque esa victoria lleve implícita el fracaso y la humillación del otro.

Pero, si hay que competir, mi concepto de Cultura no encaja en una pugna que trata de comparar de forma cuantitativa lo que cualitativamente es distinto. Me cuesta trabajo entender una competición entre las diferentes formas de vivir de los habitantes de distintas ciudades; me sorprende que algo tan intangible, tan imponderable, tan espiritual, tan singular y subjetivo pueda someterse a unos parámetros —cualesquiera que sean— para establecer cual es más o menos, mejor o peor. Dudo mucho que, desde mi planteamiento conceptual, llegue a una conclusión lógica y aceptable; y por eso, además de desconfiar de la objetividad del procedimiento seleccionador (también de las personas que seleccionan), el evento me parece una soberana estupidez.

Pero, como me cuesta aceptar que los organizadores y participantes de este evento adolezcan de debilidad mental —al menos en su totalidad—, tendré que admitir que debo estar equivocado en mi planteamiento reflexivo. Probablemente el error parta de la tendencia, socialmente extendida, a relacionar la cultura con el producto resultante de la elaboración secular de quehaceres intelectuales y manuales que puede ser objeto de intercambio mercantil. Este “patrimonio cultural”, así concebido y elaborado es sectario, exclusivo; está representado por un estamento virtual en el que impera el saber erudito, la interpretación y la creación artística y literaria; un sector social compuesto por gente excepcional, generadora y consumidora de cosas extraordinarias que sobrepasan lo cotidiano o lo vulgar. Gente a la que la sociedad en general —y mediática en particular— considera “cultos” en exclusividad y están llamados a protagonizar ese mundo aparte: actores, pintores, escultores, arquitectos, escritores, filósofos...

Y, de ser innecesaria una dirección cultural en mi concepto, comienza a tener sentido la existencia de estamentos que encauzan, cambian, modifican, exhiben, venden una industria que sí requiere administración y control. Por eso los gestores sociales, en su afán de propagar, potenciar, proteger, subvencionar la cultura se lanzan, con el arrojo y desparpajo que da la autoridad, a crear organismos e instituciones que consumen ingentes cantidades de recursos para velar por el mantenimiento, la conservación y la promoción de “nuestro patrimonio cultural”; todas ellas actividades, a su vez, generadoras de dinero y de prestigio.

Otro eufemismo que temo más que a una vara verde es la personalización de entes abstractos o instituciones. A lo largo de mi vida social y profesional he asistido sorprendido, indignado y, finalmente, divertido a la apropiación personal de los éxitos comunes de las instituciones o a usar éstas de parapeto para defender un fracaso personal. Procuro, por tanto, mantenerme aséptico en ese ejercicio de travestismo que practican algunos personajes irresponsables o éticamente poco escrupulosos. Creo, firmemente, que, para bien o para mal, son las personas las que deciden, actúan, triunfan, fracasan, se equivocan, aciertan, reciben, dan, lloran, se indignan, claman... Entonces... ¿quién o quiénes son la “Córdoba” que entra en liza?, ¿quien o quienes elaboran la estrategia?, ¿quién o quienes son los artífices de su derrota?

“Córdoba” ha jugado y “Córdoba” ha perdido esta confrontación y, ahora, “Córdoba” no solo no acepta el fallo, sino que descalifica a la campeona, a los jueces y se manifiesta indignada (palabra de rabiosa actualidad) a la opinión pública; se oye “su” llanto y el rasgado de “sus” vestiduras, y amenaza con impugnar el evento aduciendo (parece que con razón) que ha habido trampa o encontrados intereses. ¿No es sorprendente su comportamiento tras el fracaso competitivo, lejos de su espíritu que señala que “lo importante es participar”? ¿Cómo es posible que una ciudad llore, o que se indigne porque han desconsiderado una obra humana?
Hay un dicho popular que es una verdad irrefutable: “nadie da una puntada sin hilo” (los directores culturales menos). De manera que la respuesta a tal pregunta habrá que buscarla, como lo hiciera Hércules Poirot, de la famosa escritora inglesa, respondiendo antes a otras preguntas: ¿qué se buscaba con el lance?, ¿quién o quienes lo buscaban?, ¿a quién o quienes hubiera beneficiado? ¿quién o quienes han resultado perjudicados? Y habrá que seguir su famoso protocolo: “cherchez la femme” que, en este caso habría que cambiar por “cherchez l´argent”.

Dinero, en todo esto hay, debe haber o, al menos, huele a dinero. Un dinero que alguien debe dar (no creo en absoluto en la generosidad crematística), alguien lo tiene que anticipar, alguien tiene que decir quién lo recibe y alguien lo tiene que recibir. Y estaría bien si el beneficio de ese “negocio” se derramara como la lluvia en toda su sociedad, auténtica dueña del producto, pero el pueblo llano, el analfabeto, el de pensamiento elemental, el de conducta ordinaria, está al margen de ese mundo cultural interesado. Y sospecho que los beneficiados son, como siempre, unos pocos privilegiados que actúan a espalda de los auténticos actores culturales a los que piden, además de su dinero, su admiración, su participación promocional y su aplauso.

Estos son los motivos por los que, no sé si muchos como yo, asisto indiferente al esperpento.

La Cultura cordobesa ahora está, y seguro que estará, donde ha estado siempre; sus atributos no han sufrido ni sufrirán menoscabo. No añoro las promesas del 2016 que, en todo caso, “¡cuán largo me lo fiáis!” —que diría el vital don Juan Tenorio—. Yo, como él, me conformo con seguir viviendo día a día en esta impresionante ciudad, pateando su calles, oliendo sus primaveras, conviviendo con su gente, compartiendo sus gustos que son mis gustos, sus éxitos que son mis éxitos, sus preocupaciones que son las mías, sus decepciones que también lo son. Seguiré inmerso en una filosofía vital que me ha conquistado. Me empaparé cada día y cada noche de su embrujo, lejos de los monumentos que a nadie interesa porque no tienen vida, ajenos a las extrañas noches blancas que masifican cantes que hay que decir en el sagrario de lo íntimo, a los museos donde solo puede verse obras muertas de artistas que están muertos. De palacios de congresos que no existen porque la sabiduría se enseña en los rincones de sus calles, en sus barrios, en sus plaza, en sus tabernas...; en el manantial vivo de sus creadores que están  vagando por la incomprensión, soportando el desprecio de la soberbia y la ignorancia que se empeñan en alardes constructivos que el cordobés no entiende.

Buscaré a los poetas que hay entre la gente, a los artistas que regalan sus creaciones porque son incontenibles. A los que saben del vino y su beber. A los que dicen sentencias sin querer. A los que saben callar. A los que no necesitan que nadie le venda sus entrañas. A los que desprecian los tópicos que distorsionan la belleza de su esencia... Con ellos esperaré sentado la venida del 2016, sin acritud, sin aspavientos, disfrutando de la cultura cordobesa, de mi cultura.


12 de julio de 2011

El Santa

Cuando yo era estudiante me pelaba en una barbería de mi barrio que regentaba un peluquero singular. Era de San Jerónimo, un pueblecito que acabó engullido por los tentáculos invasores de la Sevilla de la Expo. Viajaba temprano, en una vespa verde, con el canasto de la comida atrás y, después de trabajar todo el día, cerraba cuando salía el último cliente.
     
No sé si se apellidaba “Santa” o era un mote, pero él respondía por ese nombre sin enfadarse. Era bajito, fortachón, y hablaba por los codos. Tenía todo tipo de conversación para usar la adecuada según qué cliente y nunca tenía prisa. Le molestaban especialmente los que se impacientaban y los niños que incordiaban mientras sus madres hojeaban el “Hola” atrasado; entonces, se guardaba el peine y la tijera en el bolsillo del batín blanco de medio cuerpo y, a modo de huelga momentánea, dejaba de pelar y decía en voz alta: «el que tenga prisa que se vaya... y venga luego, que aquí lo espero».
       
Tenía a gala ser sevillista hasta la médula y haber sido, hasta no hacía mucho, peluquero oficial del equipo de su alma. A todos los jugadores les hacía el mismo tipo de pelado y refiriéndolo, repetía siempre una frase hecha, mientras desplegaba una amplia sonrisa: «todos cortados por la misma tijera, ¡ojú, qué arte!» —se decía él mismo.
       
Cuando entraba un cliente, si no lo conocía lo miraba de arriba a abajo, diagnosticándolo como si fuera un scanner; marcaba distancia hasta ver “por donde pajeaba”. A los conocidos los saludaba, estrechando fuertemente su mano, mirándolo a los ojos y cuando le preguntaban: «¿cómo estás, Santa?» le respondía irónico:«¡ya ves, aquí, viviendo por los pelos!».
    
No solo contaba chistes, alguno de ellos muy malos, sino que los protagonizaba y escenificaba, como si él fuera el primer actor, la barbería fuera el escenario y los clientes los espectadores —hasta el que estaba a medio afeitar se volvía para no perder detalle—. Casi siempre eran referidos a anécdotas ocurridas en la propia barbería. Había uno que contaba con una gracia especial:
     
Resulta que se presento un cliente de esos “pejigueras”, que siempre tienen prisa, se quejan de todo y no dejan propina. Tenía barba cerrada de unos cuantos días y lo medio enjabonó. Y probó para rasurarlo una navaja, ya vieja, que había mandado a afilar. En la primera pasada ya notó que no estaba fina la herramienta, pero el cliente no dijo nada; a la segunda, más embotada todavía, comentó, tratando de no moverse, «Santa: parece que la navaja se atranca un poco, ¿no?». Y le contestó: «no se preocupe usted, don Fulano, que aquí hay un par de cojones pa tirar de ella».
      
Por razones de estudios, uno de uno clientes preferidos tuvo que ausentarse e ir a vivir durante un tiempo a una ciudad del norte. Cuando volvió en vacaciones, fue a visitarlo. Tenía  una abundante melena (que entonces se llevaba).
—¡Que buen pelo tiene usted, don Mengano! 
—He querido aguantar sin cortármelo hasta que tú lo hicieras, Santa; ¡eres el mejor! —comentó el cliente, adulador. Le miró con ojos brillantes y, en silencio, le dio un abrazo cariñoso.
   
Mientras descargaba su cabeza le hizo un interrogatorio a fondo, respetuoso, bien llevado y salpicado de frases de admiración. Se enteró de sus progresos pero no supo de su ridícula asignación económica de becario que apenas le daba para subsistir. 

En un momento, después de una pausa reflexiva, le espetó: 
—Don Mengano, y digo yo, ¿cómo puede usted vivir lejos de Sevilla?; ¿por qué no se viene usted aunque sea ganando veinte o treinta mil duros menos? —. Era, en su ignorancia, la medida con que expresaba su admiración por la ciudad del Guadalquivir. 


Ahora ya no estás, amigo Santa, pero cada vez que vuelvo a Sevilla me acuerdo de tu barbería y de tus chistes malos.

8 de julio de 2011

El casino

     El casino es el nombre genérico que le damos en el pueblo al único establecimiento donde se despachan y consumen bebidas, aguardiente, vino de pitarra y poco más. Realmente es una casa particular, frente a la iglesia, cuyo propietario, Julián, tiene instalado en su amplio zaguán una especie de mostrador y unas mesas de camilla con sillas de tomiza donde, por las tardes, se juega al dominó y al tute subastado. Comunica con un patio interior donde, bajo un emparrillado, se sientan los que no quieren bullicio y prefieren la tertulia y, en las tardes de verano, después de regar la acera, saca Julián unos cuantos veladores a la puerta de la calle, donde los mirones, sentados de ladillo y recostados en la pared, observan el ir y venir de las muchachas que, exhibiendo risas de complicidad, pasean en grupos cogidas del brazo.
     Hoy, día de la patrona y en plena misa mayor, está lleno de hombres que beben palomitas. Se habla de todo en voz alta, tapándose la conversación unos a otros. Termino de beber en el botijo y observo que en la esquina, acodado en el mostrador, está mi tío Plácido con el alcalde y un grupo pequeño de gañanes de los chaparrales cercanos que han bajado a la fiesta. Me ha visto entrar y me hace señas para que me acerque. Me pasa el brazo por los hombros con una efusión especial —debe haber caído más de una palomita, pienso—mientras los demás emiten un sonido ininteligible a modo se saludo. Hablan del campo y de la vida, de las previsibles consecuencias de la sequía de este invierno y de la sombría situación que le aguarda a la gente pobre. «¡Hay que hacer algo!», es la frase repetida de mi tío; «sí, pero ¿qué?», contesta el alcalde.
     Un silencio general hace que todas las miradas converjan en dos personas que acaban de entrar y permanecen estáticas junto a la puerta mientras sus ojos se acostumbran a la penumbra reinante. Uno es don Manuel, el padre de Milagros, el hombre más rico del pueblo y alrededores; más de la mitad de vecinos son jornaleros suyos y, aunque discretamente, no pasa de hacer valer su privilegiada situación social. El otro es forastero, bastante más joven y de buen porte. Salta a la vista que es un hombre de ciudad, al menos no es campesino; viste traje de chaqueta claro, zapatos bicolor y camisa azul sin corbata. Se ha destocado al entrar de un sombrero “Jipi-Japa”, que le llaman, y muestra un pelo castaño, liso, peinado y engominado hacia atrás; también porta un bigote perfilado, apenas una línea sobre el labio superior, y, al quitarse las gafas oscuras, deja ver unos ojos claros, fríos y cortantes como una navaja barbera. «No me gusta un pelo» — digo para mí—. Miran alrededor buscando una mesa y, al instante, unos cuantos del fondo —gente suya, supongo—, se levantan de sus sillas y se las ofrecen con serviles ademanes. Ellos las ocupan sin prisas y sin mostrar el más mínimo agradecimiento. «¡Hijos de puta!», murmura mi tío, mientras los otros se miran, cómplices en el silencio.
     Poco a poco se reanudan las conversaciones y se hacen casi gritos. En un momento, el sonido entrañable del tambor y la flauta irrumpe lentamente en el bullicio ahogando las palabras; verde el uno, con las cuerdas blancas y pellejo de cabra bien curtido, con tanza vibradora, que es golpeado con ritmo conocido, familiar; y la otra, de castaño torneado, a la que el aliento y los dedos ágiles ponen en el aire notas arabescas evocadoras de otra fiestas, de otros tiempos. El tamborilero de Hinojales va vestido de corto: pantalón ajustado de mil rayas y vuelta blanca, botas altas de Valverde del Camino, con caireles plateados, tirantes recogidos y fajín de seda a la cintura. Camisa blanca con chorrera y chaquetilla corta de muselina clara y puños con botones. Se toca con sombrero gris de ala ancha y copa baja, con un broche plateado en la cinta y una estampa de la virgen en el frontal.
      El ritmo cadencioso no tarda en provocar el primer fandango, espontáneo, tímido, humilde y repetido que abre la puerta de sentimientos profundamente arraigados y largamente compartidos.

La patrona de mi pueblo,
la virgen santa Marina,
es muy chiquita y morena;
es la imagen más bonita
de la sierra de Aracena.

     Debe estar acabando la misa. A través de la ventana que domina el llano de la entrada, se ven salir, poco a poco, cada vez más gente; son zagales y mocitas que no aguantan más el encierro, y mayores que pretenden coger sitio a la sombra del campanario para ver salir el paso.
     Unos de los gañanes del grupo pide otra ronda de aguardiente y, tras beber su copa de un trago, carraspea la garganta, y llevando el compás golpeando el mostrador con los nudillos de sus dedos, se arranca con voz suave, clara y armoniosa impropia de un corpachón basto como el suyo:

Ando cantando y cantando
a ver si le puedo dar
a unos chiquillos que tengo
una casa bien montá
pa que no vivan de arriendo.

     Termina con voz alta, sentenciosa, y brazo extendido al techo.
    Sigue sonando en silencio el ritmo del tambor esperando nuevos cantes, siempre por fandangos de Huelva, de Valverde, de Almonaster, de Calaña, de Paimogo...
    No había oído nunca cantar a alguien de mi familia, por eso me sorprendió la voz ronca y violenta de mi tío interpretando uno de Valverde de los llamados “valientes”, saliendo al medio, piernas abiertas, desafiante, manos expresivas, mirando a la mesa del rincón.

Yo no soy un animal
que se calla por un pienso,
yo no soy un animal,
porque tengo en mis adentros
una disconformidad
que me sirve de alimento.

    El alcalde y los gañanes le jalean mientras los demás callan incómodos; todos han interpretado el cante como una afrenta rebelde y esperan expectantes la reacción del cacique. El forastero se pone de pie como un resorte y calla el tambor; su rostro trasluce indignación y su actitud violencia. Don Manuel tira de su brazo pero no consigue sentarlo ni calmarlo. Mi tío le sostiene la mirada y cierra los puños. Los gañanes lo retienen a duras penas. El ambiente se ha tornado tenso y proclive a la tragedia.
      Un cohete estalla allá en lo alto. «¡Viva santa Marina bendita....!, ¡vivaaaaa!». Todos salimos en tropel. La imagen adornada, colocada en lo alto de la parihuela y alzada por los mozos acaba de salir por el arco de medio punto. Suena la marcha real y las campanas repican incansables. Más cohetes. El calor es sofocante en este mediodía de julio. Otro año más.

7 de julio de 2011

Artistas playeros

El paseo marítimo de Torremolinos está lleno de guiris. Los innumerables chiringuitos de antaño, casa Guaqui, Antonio, casa Julián, la Coquina... han sido progresivamente sustituidos por tiendas de cosa raras y, de la noche a la mañana, han aparecido palmerales centenarios donde antes solo había arena y pateras varadas con los aparejos dispuestos para hacerse a la mar al amanecer.

El paseo no es relajado, hay que estar atentos para esquivar muchachas y tíos talludos que con un muestrario de aparatos protectores colocados por el cuerpo, sortean a los paseantes a toda velocidad subidos en patines silenciosos.

Artistas marginales tallan en la arena húmeda castillos y dragones, cada vez más sofisticados, procurando arrancar de la sensibilidad de los viandantes unas monedas para seguir malviviendo. Pero al menos crean en libertad, lo que les parece y le viene en gana, no como los dibujantes que han montado sus caballetes en el paseo, junto al pretil que los separa de la arena. Algunos, pocos, trazan a carboncillo o a pastel un rostro parecido al de una sonriente y estática chiquilla que posa sentada a su lado rodeado de curiosos que comprueban, en vivo y en directo, la pericia del artista. Otros, a la espera de modelo real, aprovechan el tiempo copiando de una foto el rostro bobalicón de algún infante por encargo de sus padres que creen debe ser inmortalizado. Con gesto serio y concentrado, miran alternativamente modelo y cartulina y dejan impronta de su quehacer artístico difuminando y disimulando con el quinto dedo los trazos inseguros del pastel o del carbón.

No tienen libertad de acción ni de interpretación; deben reproducir con la mayor fidelidad posible lo que tienen ante sus ojos. Un motivo impuesto, sin aportar nada personal. Solo un alarde técnico, una modesta exhibición de su habilidad para arrancar unas monedas y quizás una lacónica aprobación dicha en voz baja «es verdad que se parece». Arte sin libertad, artesanía, mercantilismo basura, ausencia de sentimiento y de belleza emocional...

Pienso en mis escritos, en mi blog, en el rincón privado donde vuelco mi pensamiento de vez en cuando. También a mí, como a los dibujantes del paseo, se acercó hace poco un lector anónimo y me conminó a escribir un epitafio a una persona recientemente desaparecida, supuestamente conocida de ambos. Debía, además, hacerlo pronto y no como yo pudiera verla sino como él cree que es: bella, buena y generosa, pues así son todos los que desaparecen. Confieso que mi perplejidad inicial me hizo abocetar y publicar un texto preñado de indignación que el finado seguro no merecía. Como me sentía algo sucio, y así me lo ha hecho saber algún lector, decidí retirar el escrito y dar carpetazo olvidando el asunto.

Pero la visión de los dibujantes playeros me lo ha traído a la memoria. Por un momento, me he visto ante el caballete del ordenador y con los pinceles del teclado dispuesto a escribir relatos a medida y me ha divertido la idea de ofrecer a mi anónimo lector mis aptitudes narrativas para la confección de una historia a su medida. Naturalmente, atendiendo mi correspondiente minuta.

Procedería así: Después de informarme de los hechos concretos que pretende ensalzar, le ofrecería distintas posibilidades de realización del producto: historia larga (más de 20 capítulos), mediana (entre 10 y 20) y relato corto (menos de 10); a más capítulos más precio, como es natural, con excepción del microrrelato, donde se valora más la capacidad de síntesis que la abundancia de palabras. También el coste estaría en relación directa con el número de personajes a incluir. En cuanto al ambiente del relato, daría a escoger entre ciencia ficción, romántico suave, empalagoso, tragedia, novela negra, cómica... Y, lo importante: un final feliz, triste, trágico, hiperrealista, continuador, enigmático... Si quisiera un epílogo con mensaje aleccionador debería pagar un plus añadido.

Es divertido imaginarlo, pero pienso que es triste que haya necesidades emocionales que no puedan ser expresadas por falta de capacidad; y también lo es tener que convertir la creación artística, el arte, en una artesanía que debe prostituirse por necesidad vital. ¡Ah de aquellos que pueden permitirse el privilegio de crear en libertad..., aunque lo creado no merezca aplauso!

Publicaré esto en mi blog, porque, pudiéndomelo permitir, así me lo pide el cuerpo.

4 de julio de 2011

La misa

 El campanario es una espadaña pintada de blanco y calamocha que tiene dos arcos grandes donde se alojan campanas de un bronce verdoso que suenan distintas y, cuando tañen a la vez —repicadas que decimos—, emiten un sonido familiar característico. Tiene encima, en otro hueco más pequeño, otra pequeña, “el esquilín”, que solo suena en el momento de la consagración; y arriba del todo, pinchado en la veleta, un rosco de retama, algo desvencijado por lo antiguo, donde anida una pareja de cigüeñas que, cansada de emigrar, se ha quedado a vivir definitivamente con nosotros.

La puerta de la iglesia está hoy abierta de par en par invitando a todo el mundo a entrar y contemplar su misterio. Es el día de la Patrona, y se va a celebrar en su honor una misa especial, con la asistencia de vecinos engalanados que acuden a participar, a ver y a ser vistos.

Mi padre ha ido muy de mañana a enredar en la vega de la ribera, donde, en cuatro palmos de tierra que no es de nadie, tiene sembrada una hortaliza. Creo que es un pretexto para quitarse de enmedio y yo he venido acompañando a mi madre, que está dentro, y con el secreto deseo de ver a Milagros.

Son pocos los hombres que acceden al interior. Nunca se han integrado en la ceremonia; les cuesta entender las oscuras palabras en latín y, aunque tratan de respetar la tradición, no aguantan o desprecian los rituales religiosos. En el fondo, no quieren parecer beatos y se muestran esquivos y renuentes ante la posibilidad de ser blanco de la latente mordacidad republicana. Por eso, la mayoría se queda en la puerta, en el pequeño rellano de la entrada, procurando la sombra protectora que proyecta el campanario, luciendo los cuellos blancos de las camisas de fiesta resaltando del curtido de sus rostros, las gorras nuevas, botas limpias y chaquetas ligeras de muselina para mitigar el calor que completan su vestuario ocasional. En el curso del evento se deslizarán poco a poco, disimuladamente, al casino que, estratégicamente situado justo enfrente, les parece más acogedor y gratificante.

Ya viene Milagros; la veo llegar de lejos. 

Es preciosa. ¡Qué hermosura!
Se ha puesto un vestido estrecho
que le sienta como un guante 
resaltando su figura. 
Pasos cortos y recatados 
con un pequeño tacón 
que me llenan de emoción 
cuando mueve su cintura.
Cubre orgulloso sus brazos 
un mantoncillo de seda 
para que nadie los mire 
para que nadie los vea. 
Un rosario y un misal 
con las tapas nacaradas 
y un abanico plegado 
porta con sus manos blancas 
Y un velo negro de blonda 
puesto sobre su cabeza 
quiere taparle los ojos 
y sus ojos no se dejan.
Todos miran en silencio, 
¡vete tú a saber qué piensan!, 
¡cómo asistir impasible 
al contemplar tal belleza!

Mojo mi mano en la pila 
y le doy agua bendita; 
y, al tocarse nuestros dedos
 le transmito lo que siento 
y ella me da su sonrisa.

Apenas entro. Me quedo próximo al hastial viendo entrar a Milagros. Un mediano rosetón de cristales que fueron de colores, proporciona al interior una tenue e insuficiente luz natural. La estrecha nave, de techo abovedado y suelo de baldosas desvaídas, aloja a casi todas las mujeres del pueblo que esperan sentadas en gastadas bancas de madera dispuestas en fila a ambos lados del estrecho pasillo, donde un pequeño y vetusto órgano de madera oscura y tela adamascada casi interrumpe el paso.

Las lámparas a toda mecha y la aglomeración de gente, produce un calor humano que pega la ropa incómoda y hace agitar los abanicos como mariposas negras. Numerosos ojos de mujeres de toda edad clase y condición, tras el nervioso abaniqueo y medio ocultos por los velos de encajes o blondas negras, se vigilan inquisitivos, se acechan, se escrutan acopiando detalles para juzgar a lo largo del año de forma inmisericorde. Los niños, quietos de sus juegos a duras penas, sudan con los ojos muy abiertos observándolo todo mientras aguantan como pueden la rigidez de sus inadaptados zapatos de día de fiesta. Y las muchachas, buscando miradas enamoradas, sonríen felices con sus vestidos de raso recién compuestos —con algún hilván olvidado en la bastilla—, sus zapatos de charol, los adornos bisuteros de sus manos y los lazos de colores en sus trenzas.

Poco a poco van entrando algunas mujeres ricas y ocupando un sitio preferente, allá adelante, donde disponen, de forma permanente, de labrados reclinatorios personales. Y, dando el último repique de campanas, entran con gran expectación la presidenta de la Hermandad y un sargento de la guardia civil con el traje de gala que se sientan en los puestos reservados de la primera fila.

Sale el cortejo clerical de la pequeña sacristía al tiempo que Eloy, un aficionado y voluntarioso organista, ataca, de forma estridente, algo de Bach. El cura forastero, que oficia hoy, con una ostentosa casulla dorada, camina muy digno protegiendo con sus manos los vasos sagrados que servirán para el rito. Le preceden nuestro cura, don Francisco, de atuendo más modesto, y dos monaguillos, conocidos meapilas de la escuela, vestidos con albas de encajes, cíngulos morados y roquetes de franela de un rojo distinto cada uno; uno lleva las vinajeras y el otro balancea un incensario que desprende una humareda blanca, espesa y olorosa. Un ruido de bancos y gente poniéndose de pie acompaña el ascenso de la comitiva al pequeño altozano donde está el altar. El cura nuevo deposita en él los utensilios cultuales y, tras la genuflexión del grupo, se vuelve, calla el órgano y levanta los ojos y los brazos al techo y comienza el acto: «In nomine Patris, et filii, et Spiritus Sancti. Amén. Introibo ad altare Dei...».

El retablo es pretencioso, ocupa por completo la pared del frontal y alardea de molduras retorcidas, patinadas de dorados ennegrecidos por el perenne humo de las velas y las lámparas de aceite. En su sitio preferente, alojada en una hornacina, está santa Marina, la patrona; una talla pequeña que personifica una virgen, que fue mártir, traída de tierras castellano-gallegas por los colonos que, por mandato real, repoblaron el paraje sustraído al moro infiel. A sus pies, está adosado el altar mayor cubierto de lienzos de encajes blancos almidonados por beatas que no aspiran a ser sacerdotisas pero sí a obtener un pequeño hueco en el más allá como pago a sus desvelos. Sobre él, unos candelabros de mal gusto con altas velas coloradas, un atril con una Biblia de pastas rojas y hojas amarillas, desteñidas y sobadas por los años, que dejan escapar cabos de cintas de colores pardos señalando pasajes repetidos. Y, en el centro del altar, una puerta pequeñita y misteriosa que esconde lo sagrado, cuya llave es guardada por el oficiante con gran celo. Solo un frasco de cristal en la esquina trata de mantener vivo, entre tanta cosa muerta, un manojo de flores silvestres cogidas allí cerca esta mañana. Guardando los flancos del altar y enfrentados entre sí, hay dos tallas grandes de cuerpo entero y mediocre confección: el escorzo imposible de un san Sebastián ensaetado y un crucificado oscuro y sarmentoso, que más que piedad producen miedo.

«Sequentia sancti Evangelii secundum Joannem», anuncia don Francisco persignándose antes de proceder a leer un pasaje bíblico. Después, el cura capitalino retoma la iniciativa y, desde el púlpito, adecentado para la ocasión, apoyado en la baranda y en silencio, desparrama una mirada dura, preludio de lo que espera disertar. «¡Hermanos! Nos hemos reunido aquí...».

Es más bien bajito, pero se empina sobre las puntas de los pies, agita alternativamente las manos y su cara enrojece mientras lanza sobre los presentes palabras de temor y de amenazas. Dice que la santa, cristiana y visigoda, prefirió que la quemaran a ser entregada a la lujuria de un emir y ¡nos hace culpables a los presentes del fuego y la concupiscencia de hace siglos...! Es sorprendente ver tanta energía en un cuerpo tan pequeño.

A la izquierda, algo retranqueada, se encuentra la única capilla auxiliar del templo dedicada a la virgen del Carmen, a la que le rezan los rosarios y le dicen las novenas cuando encarta. Más allá, entre dos angelotes que sostienen lámparas de metal dudoso, un bajorrelieve que representa una escena terrorífica donde jóvenes ángeles asexuados portan escapularios con los que socorren y ayudan a rescatar a personas, todas viejas, que pugnan por librar sus torsos desnudos del horrible fuego del infierno. Lo conocemos como “ánimas del purgatorio” a las que podemos salvar comprando escapularios o detentes a las beatas o (dan facilidades) colando una perra gorda en la ranura de una historiada caja que, discreta pero ostensiblemente, forma parte del macabro escenario.

Me siento mal; el olor humano empieza a ser insoportable y salgo a respirar el aire puro. Fuera hace calor, el cielo es azul intenso y me llega el concierto de chicharras que viene de los trascorrales. El casino está repleto. Se habla en voz alta entre vasos blanquecinos, pendientes de que termine la misa para incorporarse a los que salen y asistir juntos a la procesión tradicional, como es debido. Alcanzo el botijo de la esquina del alto mostrador. Bebo a chorro, a tragantadas, el agua fresca y reconfortante mientras oigo sonar el “esquilín”. «Están alzando», pienso.