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3 de enero de 2016

2016 feliz



Todo el mundo está pendiente de un momento. Un año viejo es desplazado por otro que siempre se supone mejorable. Siento cómo pasa el tiempo, el tiempo universal, el de los demás, mi tempo; ese tiempo que no supo definir Tomás de Aquino y que yo, soberbio, me atrevo a conceptuar como la medida de la evolución, de la existencia. Contemplo en la distancia imágenes de comportamientos rutinarios, muestras de felicidad fingida, signos de alegría obligada y no puedo reprimir mi inveterado desapego a la inevitable cita de un festival impuesto, mi resistencia a inhalar el perfume que oculta el hedor del egoísmo dominante, que trata de acallar el clamor obortivo de una convivencia, la nuestra, que amenaza derrumbarse cuando todavía se encuentra a medio hacer.

Estamos obligados —pienso— a vivir en una sociedad que, contra lo que nos dicen, no depende de nosotros. Algunos, en vez de buscar en su laberinto rincones de bienestar individual, pretenden domar su evolución para adaptarla a su criterio y voluntad ignorando que ni el régimen más opresivo ni el más generoso han logrado dominarla. La historia de la convivencia es obcecada, puede cambiar de rumbo o de camisa pero nadie interrumpe su camino. Siempre estuvo ahí, antes de nosotros y nos pervivirá después.

Y yo tengo dos opciones: puedo quedarme mirando hacia atrás el tiempo que se aleja, llorando lo que es inamovible, odiando o añorando lo que ya pasó, tratando inútilmente de enmendar o revivir lo que ya no es; o tomar en marcha el tren de la imaginación y, sentado en el sentido de la marcha, contemplar paisajes nuevos, posibilidades nuevas, con curiosidad pero libres de rencores y de lágrimas y buscar un sitio al sol de cada día.

Acabo de entender que vivir es protagonizar un milagro y que la historia —también la sociedad— vino y se marchará sin nosotros, a pesar de todos nosotros.