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27 de octubre de 2010

El gitano de Mairena

Pues sí, don Mariano. No le quepa duda. Yo creo que existen métodos aleccionadores más eficaces que los que ahora se emplean para erradicar la delincuencia sin necesidad de masificar las cárceles— dijo el sargento, al tiempo que ofrecía un cigarrillo al alcalde que lo rechazó con un leve gesto.
Se encontraba realmente a gusto encendiendo un marlboro después de degustar, en compañía del edil, un café con leche y una abundante ración de churros . Por el ventanal del Bar Nuevo, en la plaza de Mairena del Aljarafe, se filtraba y desparramaba por el embaldosado la tibia solanera de una mañana de finales de otoño.
La paz del momento se vio interrumpida por la presencia de un número que, entrando en el establecimiento, se dirigió hasta el oficial.
Sus órdenes mi sargento. Hemos capturado a un delincuente robando aceitunas en lo de don Fructuoso. Lo tenemos en el cuartel para lo que usted decida.
¡Tráemelo!— ordena parsimonioso el sargento.

Un rato después tiene ante él un joven gitano que, de pié y con la cabeza gacha, se veía venir lo peor.
Después de mirarlo de arriba a abajo comentó.
No te he visto antes por aquí— y añadió magnánimo —Por ser la primera vez te dejo libre con una condición: Que me prometas ahora mismo que no vuelves más a Mairena.
Pero el orgulloso chaval permanece en silencio y se enojó el oficial.
¿Tú sabes lo que te espera, muchacho? ¡Se te va a caer el pelo!— y dirigiéndose al guardia —Mételo en el cuarto oscuro.
Camino del cuartel, el gitanito se sintió aliviado. Se había zafado del violento y doloroso castigo que la guardia civil le había infringido otras veces, pero una vez dentro de la celda comprendió a qué se refería el sargento: Comenzó a sonar de forma estridente y repetida “Mi carro” de Manolo Escobar. Cuando, pasada media hora, la insistente monserga empezó a resultar atosigadora y comenzó a pensar que no podría soportarlo mucho tiempo más, se dejó oír la voz de Raphael cantando “Yo soy aquel”. En aquella oscuridad no sabía qué era más insoportable si ¿donde estaba el dichoso carro? o enterarse quien era ese que no te olvida y que te espera...¡un suplicio!. Dos horas más tarde, cuando ya estaba completamente mareado, la voz chillona de Perlita de Huelva castigó sus oídos cantando “Amigo conductor”.
¡Bueno...bueno...bueno...!, con esto sí que no contaba. A gritos pidió que lo sacaran y, de nuevo ante el oficial, impotente y desfallecido cedió con voz queda:
No vuelvo más a Mairena.
Entonces, la autoridad, con gestos benevolentes dio la orden.
Está bien, ¡vete y que no te vuelva a ver más por aquí!

Y ese morenito de verde luna que se ve libre, corre que se las pela calle abajo... De pronto se para, se da la vuelta y, haciendo bocina con las manos, le grita al sargento que lo mira desde la ventana del bar:
¡¡¡¡Ahora sin música: No vuelvo más a Mairena!!!!

El oficial, sonriente, comenta orgulloso al alcalde.
¿Lo vé usted, don Mariano?: Son otros tiempos y otras formas.

Claustrofobia



La puerta se cerró y se encontró solo en la densa oscuridad. Creía estar preparado para soportarlo. Solo sería un cuarto de hora y todo estaba controlado. Se mantuvo tranquilo y expectante al principio, pero la inmovilidad y el lento discurrir del tiempo fueron minando su fortaleza. Pronto sembró cizaña la duda y la desconfianza generó angustia. No tardó en llegar la desesperación...después el miedo...más tarde ¡el terror!

Cuando estaba a punto de gritar se abrió la puerta de la cápsula y, despreciando la luz cegadora que la multitud de focos le alcanzó sin piedad, sus ojos ansiosos, atisbaron el alba que rompía en el horizonte del desierto de Atacama.

Cayó de rodillas y, con llanto entrecortado, sentenció:
    -” Nunca más bajaré a la mina” .




26 de octubre de 2010

El cuarto oscuro


El cuarto oscuro

Llego a casa temprano, a tiempo del café vespertino que indefectiblemente tomamos cuando nos visitan Virginia y Alberto. Entre sorbo y sorbo, la tertulia deriva al significado de “el cuarto oscuro”. Convenimos que lo común es identificarlo negativamente como el recuerdo angustioso de la niñez, pero también como un objeto de curiosidad y misterio, un altar de intimidad e incluso un escenario lascivo.

Alberto, que permanece en silencio, termina lentamente su taza y la deja sobre la mesa. Luego se acomoda en el sillón y habla con voz grave.

Pues para mi es mucho más, os lo diré recitando:
Es mi casa, mi taberna, es mi sitio de trabajo.
Es testigo de mi esfuerzo, la cama donde descanso.
Allí es donde toco el cielo y colecciono fracasos.
Es donde pienso, hablo y río, donde secuestro mi llanto.
Allí me recorro el tiempo, allí me subo y me bajo.
Donde veo el amanecer, donde contemplo el ocaso.
Donde desprecio y admiro, donde odio y donde amo.…
Porque, como bien sabéis, éste que os habla es un ciego
y no puede remediarlo.

...¿Alguien quiere más café?

25 de octubre de 2010

A veces no digo nada con palabras...

Porque... ¿cómo explicar el intenso calor de una siesta, que deja desiertas las calles de Córdoba? 
... ¿y el silencio?
                                

Cristobal y el arte

La conversación había derivado al arte después que me confesara que quería dedicarse a la música al jubilarse. No parecía razonable que entonces se iniciara en el aprendizaje de algún instrumento, por lo complejo que tal empeño significa. Entendí que se refería no a la “creación” sino al “consumo” musical.

Mientras caminábamos, discutíamos si para consumir música o cualquier tipo de arte era necesario tener un profundo conocimiento del mismo y ser capaz de “saborearlo”. Al hilo de este debate, Cristóbal me refirió una esclarecedora anécdota:

Fue en una veraniega tarde de toros en La Malagueta. Toreaba Manzanares padre, que tuvo una buena temporada aquel año. Estaba contemplando el paseillo cuando, tras saludar con un gesto, se sentó a su lado un inglés ya entrado en años. Lo miraba todo con sumo interés y consultaba inútilmente los folletos de propaganda que portaba.
En la suerte de varas, le inquirió en un castellano chapucero y señalando el ruedo:
¿Qué significan las rayas blancas circulares?­
Previendo la sarta de impertinencias del típico pesado ávido de información, le respondió secamente:
Son señales donde se prueba la bravura del toro.
En otro momento de la lidia, volvió a preguntar:
¿Es bueno lo que está haciendo el torero?
Cristóbal decide aleccionarlo de una vez:
Cuando sea bueno, Vd. mismo lo notará: Se le pondrán los vellos de punta.

Manzanares empezó su faena en el tercio y por bajo. Con pases sucesivos, casi rodilla en tierra, ganándole terreno al "zaino", lo llevó a los medios y, para rematar la serie, se cambió la muleta a la izquierda y dejó un parsimonioso y desmayado natural. El animal quedó clavado mientras él se alejaba de una forma lenta y displicente mirando al infinito. Una ovación cerrada mostraba la satisfacción del tendido que aplaudía esperanzado ante una prometedora faena venidera. Entonces, el inglés, sin pronunciar palabra y con gesto sorprendido, mostró ¡los erizados vellos de su antebrazo!.
-¡Esto es arte!-, sentenció mi amigo al finalizar el cuento.
Llegábamos a su casa cuando convinimos que una cosa es crear, otra consumir y otra saborear el arte. Para ésto no es necesario información ni aprendizaje, solo se requiere sensibilidad, ...como la que tenía aquel espectador inglés de La Malagueta.
Y, ya en buena sintonía, nos dispusimos a saborear el magnífico vino de la bota que tiene en el sótano de su casa... que también pone los vellos de punta.


21 de octubre de 2010

Julián Tocado

Fue paciente mío hace unos años y hoy coincidimos en la partida de golf. Nos congratulamos del reencuentro y procedimos a iniciar el juego.
Tiene un swing violento y efectivo y, tras el golpe de driver, con postura de setter, observa la bola que vuela recta y larga a mitad de calle.
Es de Hinojosa del Duque, pero vive en Córdoba. Jubilado y con buena salud, la ocupación común en su situación, paseos al sol, bares, dominó..., no le seduce y ocupa casi todo su tiempo en jugar al golf, que es lo que le gusta.
Ahora no juego mucho. Solo diariamente por la mañana y por la tarde, y casi todos los fines de semana— dice irónico mientras andamos por el cuidado césped.

Tras comprobar su bola, se retira con pasitos cortos y la mirada fija en la bandera que ondea allá a ciento cincuenta metros. Esta vez, golpea con una madera cinco de forma más suave y armoniosa.
Dime, Julián, ¿desde cuando eres golfista? No te veo yo...
El golf era un deporte totalmente desconocido para mi. Me metí en ésto a los sesenta y un años, y lo hice para favorecer a un amigo que se había comprometido a buscar un grupo de personas para hacer un curso gratuito de golf (eran tiempos de oferta); no encontró a nadie y me pidió, algo desesperado, que participara.
Cuando empecé a dar bolas el profesor, aleccionado, recitó los comentarios al uso que ya me son familiares: “le pegas muy bien”, “tu has jugado antes”, “tu sirves para ésto”..., pero, aún siendo consciente de que las adulaciones eran interesadas, me enamoré del vuelo de la bola. Y hasta hoy...

El tercer golpe debe darlo desde un rougs medianamente espeso. Ahora aprocha adoptando una postura menos airosa; la bola sale rápida y se pasa del hoyo.
Pero, Julián, el golf es un deporte de competición y competir a tu edad...
Yo he sido deportista toda mi vida y, como a todo deportista, me gusta competir. Medir mis posibilidades frente a los demás es la única forma de saber cómo lo sé hacer.
Se para, invitándome a detenerme, y comenta enfatizando con un gesto de su dedo índice.
Pero para mí el golf es mucho más. Por un lado es distracción. Jugar al golf forma parte de mis tareas rutinarias. Tengo amigos jubilados que están deprimidos porque no tienen cosas interesantes que hacer y ¡no se mueven! La pasividad es una actitud incompatible con un temperamento inquieto como el mío.
Es también disfrute— comienza a andar de nuevo—. Yo soy de pueblo y mi infancia y juventud las pasé en el campo. La vida me llevó a otros lugares, pero llevo estos parajes en la sangre. Hay maravillas en el mundo pero me quedo con esta sierra porque me dice cosas que entiendo— dice señalando alrededor con la mano libre—. Y todo esto haciendo boguies, pares, y algunos verdies...,¡puro lujo!.
Pero además y sobre todo— continúa —es para mí una medicina milagrosa. Yo soy diabético desde hace bastante tiempo y, como tú sabes, cuesta mucho sacrificio mantener a raya el azúcar. Pues bien, desde que juego al golf ha dejado de ser un problema. Mantengo cifras normales de glucemia sin grandes sacrificios, disfrutando del placer de la mesa y de mi deporte favorito.

Ha dado vueltas en el green, estudiando las caídas como un experto. Se pone a la bola y, tras unos vaivenes de ensayo, patea lento y decidido. Unos segundos de emoción y... su cara se ilumina viendo embocar y oyendo su característico, exclusivo y gratificante sonido.
Lo que no entiendo, Julián, es cómo un hombre de costumbres y formas sencillas como tú se integra en un ambiente tan elitista como el de un club de golf.
Es verdad. Antes de aficionarme no tenia un buen concepto social de la gente del golf, ya sabes… los tópicos, los prejuicios... Sin embargo, tengo que reconocer que estaba equivocado; y lo digo a amigos míos que siguen pensando así. En el golf he encontrado gente de trato amable y correcto, he conocido personas de gran calidad humana y he hecho verdaderas amistades. Naturalmente siempre hay algún capullo que otro, pero no en mayor proporción que en otros sitios.

Es una tarde primaveral agradable, buen juego, magnífico paisaje y excelente compañía. Así se lo digo al acabar la partida al tiempo que estrechamos las manos con afecto.
Ha sido un placer, amigo Julián.
Lo mismo digo, que se repita.
No entiendo como unos y otros se empeñan en no considerar el golf un deporte popular.



19 de octubre de 2010

Carlos el platero

Fue un caso interesante. Sufrió durante muchos años un absceso pulmonar, complicación y secuela de una tuberculosis mal curada (eran otros tiempos). Su pulmón derecho alojaba una cavidad que, de tiempo en tiempo, se llenaba de pus y había que drenarla. En el antiguo hospital antituberculoso lo hicieron tantas veces que finalmente optaron por dejarle un orificio permanente en el costado. Cuando notaba mal cuerpo y tiritona seguida de fiebre, él mismo se quitaba el tapón de corcho con que tapaba el orificio y se acostaba de lado para que drenara por gravedad. Cuando estimaba oportuno volvía a taparlo y continuaba su actividad normal. Ahora está curado. La moderna cirugía le hizo un buen trabajo despojándolo de su dolencia y su cruz. El afortunado encuentro se selló con una incondicional amistad.
Un día me propuse hacerle una visita y me encaminé a su barrio. Eran las doce de una primaveral mañana cordobesa, cuando los amigos se buscan sin citarse en la barra acogedora de la taberna. Paseé, sin prisas, calle Feria abajo y lo encontré en un modesto y tranquilo taller de platería en una callejuela cerca de la ribera. Absorto y encorvado sobre una pequeña filigrana de plata no se percató de mi presencia.
Buenas tardes compadre.
Levantó la cabeza y, tras un instante, desplegó una contagiosa sonrisa en su rostro pequeño y rosado. Se levantó y nos fundimos en un caluroso abrazo. Sin mas dilación se dirigió a su hijo que laboraba con él.
Niño, voy un momento a un mandao. Ahora vuelvo.
Contentos de estar juntos nos dirigimos a la cercana taberna “La Sociedad de Plateros”, próxima a su casa. Desde la puerta y dominando el territorio se dirigió al tabernero:
¡Manolo, pornos dos copitas!, …que estén fresquitas que hace muncha caló.
Nos acodamos en la barra y, rápidamente, montamos una tertulia intrascendente. Estabamos tan a gusto que solo cuando apareció su hijo nos dimos cuenta del paso del tiempo.
¡Pápa: dice máma que vamos a come!
Dile a máma que ahora voycontestó Carlos mientras lo empujaba suavemente hacia la puerta. Y mirando al tabernero —¡Manolo llénanos!, …y danos una tapa de algo.
No habían pasado quince minutos cuando volvió el niño, esta vez con el ceño fruncido y molesto por hacer de recadero.
¡Que dice máma que la comida está en la mesa!
Tras una breve pausa.
Dile a máma que cuando me parezca bien iré p`allá— responde Carlos, esta vez más serio¡Vaya niño pejiguera... igual que su madre!—, y otra vez al tabernero— ¡Manolo, llena!
De pronto entra en el bar una señora con grandes aspavientos y el rostro enfurecido y se dirige hacia nosotros.
¡Hostias Carlos, tu mujer!— dije en voz baja.
No le dio tiempo a volverse.
¡¿No te da vergüenza? Que llevamos dos horas esperándote pa comé y tu tan tranquilo aquí en el bar!
Nos quedamos paralizados ante tan violenta situación. Hubo silencio y máxima expectación en la clientela del bar. Su “reputación” estaba en peligro y no era fácil una salida airosa.
Sin inmutarse, se volvió lentamente y, señalando con el dedo la cara de su mujer que esperaba desafiante su respuesta, inquirió enigmático.
¿Pues sabes lo que te digo?— y sentenció— ¡que te voy a quitar el carné de venir a buscarme a la taberna!
Un murmullo general aprobó el desenlace. La mujer se fue llena de perplejidad...
Y aquí no ha pasao ná. Solo ha habido un alarde de imaginación e improvisación de Carlos, “el platero”, un descendiente de la dinastía omeya, del califato cordobés, como se consideraba.