Páginas

28 de agosto de 2012

Banderas


Mi contertulio de tumbona viene hoy indignado.
—En la terraza de enfrente de mi apartamento —dice— hay colgada una bandera preconstitucional.
—¿Preconstitucional?
—Sí, ya sabe, esa del “pajarraco”
Se refiere sin duda a la rojigualda con el águila negra imperial, flanqueada por las columnas de “Plus Ultra” y aprisionando con sus garras el yugo y las flechas que secuestró la Falange y asumió como suya el régimen anterior.
—Debe tratarse de un aficionado al fútbol —supongo— que, imitando a otros, puso en su ventana la primera enseña que tuvo a mano durante el pasado Campeonato de Fútbol Europeo de Selecciones Nacionales y se le ha olvidado quitarla.
—No se trata de quitarla, sino de no ponerla. Hacer ostentación de un signo que representa un nefasto período político debiera estar prohibido; opino que debiera haber una ley que prohibiera, y sancionara debidamente, la exhibición de una enseña anticonstitucional.
—No creo que sea para tanto. Desde esa perspectiva habría que proceder de la misma forma con la bandera republicana —opino— omnipresente en cualquier manifestación de izquierda...
—Pero esa, en cambio, representa la libertad y la tolerancia de la sociedad —sentencia—.
—¿También la de la monarquía parlamentaria? —le hago dudar—. De cualquier forma, tampoco es constitucional.
—Tiene usted razón —reconoce—, pero no lo puedo soportar.
—Yo creo que exagera —le digo—. La verdadera tolerancia es la que admite «todas» las libertades de expresión, también la que usted pretende prohibir. ¡No quiera usted decirle a su vecino “lo que le ponen al puente”!
—¿A qué se refiere? —pregunta intrigado.
—Es una vieja frase que se dice por aquí cuando se quiere reprimir una acción. Parece ser que viene de una anécdota que sucedió después de la guerra en el barrio sevillano de Triana. 
—Pues cuéntemela, si no le parece mal.
—Verá, usted —le cuento—: En contraste con la Sevilla de la margen izquierda del Guadalquivir, Triana fue siempre de izquierdas; pero no podía olvidar que formaba parte de “la tierra de María santísima” ni renunciar a su sentir cofradiero, por ello, cuando, durante la Semana Santa, sacaban sus pasos procesionales —La O, La Esperanza de la calle Pureza o El Cristo de la Buena Muerte (“El Cachorro”)— adornaban las barandas de su famoso puente con banderas, rojo,gualda y morado de la República y el sentimiento que experimentaban lo expresaban en sus cantes de taberna. 
Y ocurrió que, acabada ya la guerra, en “La velá de Santana”, un gitano borracho cantaba dando tumbos por la calle Betis esta bulería:
                                                              
                                       Qué bonita está Triana
                                       Cuando le ponen al puente
                                       Banderas republicanas

Inmerso en su arte y en los vapores del vino, olvidó que se había acabado la libertad de expresión. No tardó en abordarlo "la secreta" que, con la delicadeza al uso, le obligaron a entrar en un coche policial. 
–¿Dónde me llevan?, preguntó el beodo.
–¡Vamos p´al cuartel de La Calzada, que allí, "el manoplas" te va a decir “lo que le ponen al puente”».
—Muy ocurrente pero... me parece una bestialidad la represión franquista.
—Pues aplíquese el cuento. No se tome a pecho una banalidad como esa. Sea tolerante y deje que su vecino, como esta criatura que se tuesta aquí al lado, muestre lo que le dé la gana!
—¡No se hable más, seguiré su consejo!

19 de agosto de 2012

Bochorno


       El mar está hoy como un plato. El quieto gris plomizo se funde en el horizonte con un cielo solo tenuemente atravesado por el sol perseverante de agosto. El calor y la humedad acumulada de varios días condicionan este bochornoso panorama climático de finales de verano. Desde la ineficiente sombrilla, al borde de las olas, contemplo algún bañista compulsivo que se adentra en el agua caldosa, plagada de medusas que acuden en manadas cual pateras subsaharianas y viejas tetas aplastadas que, aquí y allá, con todo desparpajo, se tuestan insistentes en la arena exhibiendo, impúdicos, gruesos pezones amamantadores de otros tiempos. Es un día desagradable.

      Dice mi vecino de tumbona, meteorólogo aficionado, que se trata de una persistente área de alta presión en la capa alta de la atmósfera que impide la conversión, «el ascenso del agua evaporada» —me explica—, y nos mantiene en una especie de sauna.
        —Es como una olla de agua en el fuego con la tapadera puesta —me aclara, parabólico, presumiendo que su terminología es demasiado específica para mí—.
     —¡Coño!, como la crisis —espeto para expresarle mi asimilación—: La tapadera de los mercados, con su prima de riesgo, el BCE, la Merkel y los del taco que nos impiden transpirar el vapor acumulado que imprimen el fuego de los recortes, los impuestos, el paro, los desfalcos, las prebendas...
           —No había caído yo en esa metáfora —replica, sorprendido de mi ingenio—.
          —Pues, yo lo he visto claro. Y lo que espero es que sea una olla con válvula porque, si no, vamos a saltar todos por los aires.
        —¡No exagere, hombre! Sería un simple accidente, nada más.
      —¿Un simple accidente, dice? Lo que sería es una desgracia irreparable para el cocinero, la cocina, el apartamento, el bloque y la comunidad europea e internacional.
       —No creo que llegue la sangre al río. No son más que juegos de intercambios económicos propios de la sociedad en que vivimos.
     —Exacto: Algunos están jugando pero con fuego... otros con tapaderas, y otros tienen la mente como la válvula de escape: obstruida —insisto en mi ejemplo.
      —¡No sea usted pesimista, hombre! — me dice, tranquilizador—, dentro de unos días otra vez la normalidad.
       —Dios le oiga, amigo, Dios le oiga...
Acaban de llegar otras tetas; incipientes, blancas, nacaradas, casi transparentes; brillan bajo el efecto del gel protector mostrando tímidamente tenues areolas rosadas.
    —¿Lo vé usted? —me señala con la mirada—. La humanidad siempre ofrece signos rejuvenecedores, ¿no le parece?
     —Me parece, vecino..., tengamos esperanza.   

10 de agosto de 2012

Fantasmas


    Nací en la noche de los tiempos, cuando las fuerzas naturales asombraban y asustaban a la humanidad. Mi padre es el miedo, hijo de la enfermedad y la muerte; y mi madre es la curiosidad, criada en la perspicacia y la intuición cuando la necesidad de saber supera a la ignorancia. Ambos me educaron en el sobrecoger y en el placer de observar rostros desencajados, gestos de ocultación, gritos desesperados. Y me enseñaron los efectos de las sombras tremulantes del candil, el crujir de la madera en el silencio de la noche, el ulular del viento entre las ramas, el batir de la lluvia en los cristales, el latigazo deslumbrante del relámpago y el desgarro estruendoso del trueno que le sigue. Es la cohorte que anuncia mi presencia en las noches solitarias que busca con temor, inútilmente, los ojos infantiles, y mi poder, que atraviesa las débiles barreras de sábanas y almohadas. Solo el sueño que rinde, ya al amanecer, señala mi retirada triunfal. Luego, de mayores, me abandonan. Aprenden opiniones sabihondas que niegan mi existencia —«es producto de la mente», dicen— e ignoran mi presencia. Yo también me alejo, aburrido de su indiferencia.

      Sin embargo, ella no lo ha hecho. Dejó hace tiempo su niñez pero sigue creyendo en mí; ahora son unos bellos ojos los que me buscan cada noche; su voz queda me llama susurrando en mis oídos; apenas esconde su hermoso cuerpo, sin miedo, tras la sábanas. Y he empezado a experimentar sensaciones nuevas, desconocidas para mí; empiezo a sentir algo que me mueve a responder a su llamada, a oler el perfume de su pelo, a acariciar la tersa piel de sus caderas, a rozar sus labios con los míos. Pero no es posible; por mucho que lo intento, no alcanzo a tocarla con mis manos, ni envuelvo su cuerpo con mi cuerpo, no logro que se encuentren nuestras bocas. Y me invade el terror de esta impotencia, el miedo de deseos desesperados, el temor del sentimiento para siempre. Ahora empiezo a entender a los mortales, ahora sé, de verdad, qué es un fantasma.

     Quisiera tener un sueño profundo que me rinda cuando apunte el sol, de madrugada.
    Quisiera ser mortal para crecer y poder entender que los fantasmas no existen, que son productos de mentes infantiles.