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25 de junio de 2013

Reformas



Como es archisabido, la actual crisis económica ha puesto de manifiesto que España, como Estado, se ha pasado de rosca en el gasto de dinero público. No dudaron mucho los administradores estatales en echarnos la culpa a los administrados, pero argumentar el endeudamiento hipotecario de los ciudadanos como causa de la crisis no resistió un elemental razonamiento y pronto se filtró que, en secreto, se reconocían como autores del dispendio en su propio provecho. Ellos son los que expoliaron desde dentro a complacientes entidades financieras a las que se apresuraron a resarcir inyectando ingentes cantidades de dinero que tendremos inexorablemente que pagar con nuestro trabajo eternamente hipotecado. En una huida hacia delante impuesta por los bancos europeos, acordaron de soslayo superar sus diferencias políticas echándole la culpa al viento —que nos es de nadie— de tal desaguisado y no perder sus prerrogativas políticas, manteniéndolas a toda costa como prioridad absoluta.

En este juego de tahures le tocó dar cartas a los conservadores que,  teniendo todas las bazas a su favor, anunciaron “reformas” y recortes”. No es lo mismo, aunque quisieron vender las dos actuaciones en un paquete común. Recortar es reducir la intensidad económica manteniendo intacta la estructura administrativa de unos servicios públicos considerados esenciales y otros que no lo son tanto. Recortaron para pagar una deuda que ellos mismos contrajeron en nuestro nombre con nocturnidad y alevosía; recortaron gastos, eso sí, pero siempre referidos al trabajo imprescindible y al retiro sagrado del obrero jubilado. Otra cosa es la reforma. No cabe duda de que, con independencia de la deshonesta corrupción y el reparto demagógico de prebendas sin sentido, el enorme despilfarro que se sigue produciendo en el país se debe, esencialmente, a la desproporcionada infraestructura funcional que soporta una torpe o interesadamente mal diseñada administración. Pero, a pesar que, desde fuera, señalaban la obviedad de esta situación insostenible, la casta política se ha venido resistiendo a propiciar la necesaria reforma de la Administración, a cambiarla, a modificarla estructural y funcionalmente para que, eliminando aquellos aspectos innecesarios o superfluos que generan gastos, no disminuya la cantidad y calidad de los servicios esenciales y permita mantenerlos en el tiempo.
Porque, para ello, es necesario previamente hacer tabula rasa con la casta política instalada, especialmente con el dominio acaparador de los partidos, y eso ¿quién lo va a hacer?, ¿ellos mismos?

Pues parece que se acaban de poner. Ayer salió a la palestra informativa la pequeña vicepresidente gubernamental anunciando, con sonrisa malévola, la esperada reforma; no una reforma cualquiera, sino la madre de todas las reformas. Trataba de resumir, mientras palpaba el grueso tocho que presidía la escena, el esquilado que el ejecutivo tiene previsto aplicar a la oveja negra del Estado. Todo aparentemente fácil de llevar a cabo con solo un estudio peritado y buena voluntad, pero..., veremos si es capaz de hacerlo; porque no se trata de un ovino dócil y sumiso que se presta a que le liberen del abrigo de lana que le agobia en el verano, sino de capar a un toro de Miura, pleno de fuerza y de poder, dispuesto a empitonar al primero que se acerque. No la veo yo, con ese cuerpo diminuto, abordar, sujetar, inmovilizar, callar y cortar sus genitales a un animal que le supera en tamaño, agresividad y mala leche. Pero, además, no creo que vayan a ayudarle sus conmilitones (con perdón) en esa ingrata tarea que supone mermar el mantenimiento de su propia casta.

Mi ancestral escepticismo me impide aceptar que un político (o política) en activo coja la espectacular daga de la ley y se haga el “harakiri” que pretende. Si fuera varón —no me tachen de machista— le aplicaría a tal expectativa un viejo dicho de mi pueblo que me enseñaron de pequeño: “El que con su navaja se capa buenos cojones se deja”.



15 de junio de 2013

La realidad


Todo lo que os he dicho es mentira. No es verdad que sea feliz, que tenga una casa con jardín, que tenga inquietudes filosóficas, que sea un escéptico en política y en religión, que me afecte la injusticia, que me guste escribir y pintar y que pase los veranos junto al mar mediterráneo. Todo es producto de la imaginación de un pobre hombre que siente admiración por los que saben, los que tienen, los que son amados y defendidos, los que gozan fácilmente de los placeres de la vida, los sanos, los simpáticos, los ocurrentes, los que inventan, los que aciertan, los favorecidos de la belleza, de la fuerza, de la elegancia, del ingenio y del genio, los que tienen asegurado el más allá y el más acá, los que siempre tienen suerte, los que nacen de pié, los que siempre tienen razón, los que saben dirigir a los demás, los que nunca se equivocan, los que provocan aplausos espontáneos con solo su presencia, los que están a punto de ser dioses...

La realidad es que vivo triste en la más absoluta soledad, en el cuartucho oscuro y húmedo de una humilde casa de vecinos, el sitio donde he escondido todo el tiempo una vida inútil y sin sentido. Una vida subsistida con la venta ambulante de bobinas de colores, de rehiladillos, de encajes de bolillos y de croché, de festones, de cortes de ligas...; un arrastrarme buscando el refugio de portales en las frías lluvias del invierno y la sombra protectora de los árboles en los atosigadores tórridos veranos. Una vida que sembró un cúmulo de achaques que minan mis últimos retazos. ¿Amistad?, ¿amor?, ¿...qué cosas son?; un muro infranqueable me impide el acceso a esas exóticas e inalcanzables emociones. ¿Conversación?; las pocas palabras que aprendí vinieron preñadas de torpeza y lastradas por una timidez impenitente; ¿qué iba a decir?, y ¿a quién?

Solo la escritura clandestina salva mi existencia prescindible. Solo la invención de situaciones liberan mi intención de terminar. Por eso trato de escribir con compulsión sobre cosas que ignoro en realidad; porque, aunque falsas, al escribirlas noto que las vivo y me siento satisfecho.

Y, si las siento, ¿qué más da mi realidad?  



8 de junio de 2013

Olvido




He olvidado el brote misterioso de mi fuente
y mi alocado juego de brincar por la ladera;
ya mi risa no salpica los riscos del camino
ni aplauden a mi pasar los juncos de la rivera.
¿Dónde está mi frescor que buscaran los ardores
¿dónde el canto que embrujara las praderas?

Ya no sé de aquel remanso, poza con fondo de arena,
donde las muchachas lavan, donde beben las ovejas,
donde nadan los zagales, donde los sedales pescan.
Ya no hay alto en el camino, vado, puente, sombra, yerba
descanso del caminante cuando baja de la sierra,
para humedecer su cuello y su garganta reseca.

No está el silencio nocturno que perfuman las adelfas
donde pelaban la pava las ranas con las estrellas,
donde mostrabas tu cuerpo desnudo, a la luna llena.

Se me olvidó todo eso; ¿fue queriendo o sin querer?
Yo no lo sé..., ya no me acuerdo siquiera.

                     Ahora, ya... solo me queda la curiosidad del mar.