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17 de enero de 2013

Añoranza


Llueve en Córdoba.
En invierno es una ciudad triste y caduca.
En esta mañana gris de enero, paseo, bajo el paraguas, por sus calles
contemplando el escenario que acogió nuestra amistad
y me invade la melancolía de estar solo.

Te añoro.
Me gustaría que estuvieras aquí, ahora.
Podríamos pasear por la ribera, charlando como entonces,
y apreciar el ocre atenuado del muro que mira al sur de la Mezquita,
esa quibla que oculta, celosa, su misterioso mihrab de filigrana;
para admirar la gama de cobrizos de su puente doblemente milenario
y el agua de grisalla que discurre lenta,
besando sus eternos pies de piedra,
buscando su atávico destino;
para abarcar el redondel de la albolafia, varada en la estática del tiempo,
que pudre sus maderas carcomidas en la umbría del soto del río grande.

Nos sentaríamos en el rincón de un bar cualquiera
de esta judería de laberinto,
y, al resguardo del cristal lluvioso, pediríamos vino blanco de la tierra,
brindaríamos y la lluvia cesaría,
y saldría el sol entre el naranjo de tus ojos,
pinceladas de color entre el verde insolente de sus hojas—
y tu risa franca sonaría como canto persuasivo del muecín llamando a la oración 
desde el alto alminar que mira hacia la Meca.