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31 de octubre de 2011

Crear

       No me vengas con historias de escritor famoso.
No me abrumes con la escena del autor, 
sentado en un rincón improvisado,
recetando pendejadas al lector ocasional 
que pasea por la feria de libreros ambulantes.
      Paso de tu imagen firmando libros ya editados,
adornando cosas que ya no te pertenecen,
porque ya dejaron de ser tuyas;
ya son objetos de consumo, de la industria del consumo
a la que tu no perteneces aunque te empeñes.
     Te ignoro como fetiche del gran hermano
que necesita cuerpos tangibles que manosear
y ofrecer a la gente que paga por su angustia,
y que rebusca, en el vertido de la fama,
su necesidad visceral de idolatrar.
     Serás un nombre en las páginas de un libro
que citarán a coro los niños de colegio,
señalado por la pluma preñada de intereses.
Formarás parte de preguntas de un examen
y tu nombre circulará de mano en mano
como una falsa moneda,
serás un adorno floral, 
una calle perdida de un barrio perdido,
una estatua de parque, quieta y silente
incapaz de librar su cabeza de pintadas y de excrementos.

      Tu eras distinto, eres distinto;
estás bendecido por los dioses.
Tu tienes dentro las maneras,
el crisol donde se funde el metal de lo inefable,
el volcán que oculta en su pecho lo sagrado,
el fuego sublime de lo eterno.
No te engañes,
la lava no es más que el testimonio,
el vómito residual del gran misterio,
la escoria marginal de lo divino,
la basura que queda para comerciar
con el asombro, la perplejidad y la estulticia.
      Huye de ahí, aún tienes tiempo.
Corre de la risa que te tiene entretenido,
del abrazo que te acoge caluroso,
del canto de sirena que te arrulla.
Busca en el desván de tus principios
los resortes que tienes escondidos
y ten la valentía de liberar tu alma
de la tenaza que te obliga a yacer con la rutina,
a amancebarte con el qué dirán,
a besar el mármol de lo muerto.
     Quítate las ropas convencionales
las que te tienen prisionero de lo simple
y deja pasear a tu espíritu desnudo
por los sueños infinitos de la creación y el arte.

23 de octubre de 2011

Mi barca amiga


Muchos años saliendo a la mar, al amanecer, con sus aparejos prestos y poniendo proa a sus caladeros de siempre, llenos de promesas y aventuras; con su alma de cuatro tiempos sonando en la sentina y exhalando un sutil humillo blanco que se pierde en el aire fresco y transparente de la mañana; con andares marineros rompiendo olas cuya espuma acaricia su nombre simple rotulado en las amuras.
Ayer se hundió mi barca amiga en la bocana del puerto; cuando regresaba, como siempre, recortando la caída de la tarde con la panza henchida y la frente coronada de gaviotas.
Dicen que se escoró a babor para mostrar, antes de hundirse, su costado herido por el lance de un coral hermoso celoso de su libertad.
Ya no esperará a socaire en los días de tempestad, encapillada al noray de su tranquilo atraque, acogiendo escaramujos y mirando las lisas traviesas que juegan en la sucias aguas del pequeño puerto.
Ni reposará al final, como quisiera, varada en su retiro secando para siempre sus cuadernas al sol dorado de la tarde.
Ya no la contemplaré cada viernes desde el espigón con la caña echada y la imaginación suelta.
Ya no nos saludaremos en la distancia, encantados de conocernos tanto tiempo.
Ya no nos besará la cara a la vez la brisa vespertina de poniente.

22 de octubre de 2011

Otra vez otoño


Por ahí vienen las primeras lluvias.
Las anuncia un airecillo travieso que se cuela por el bajo de mi puerta.
Ya se oculta la carne prieta que lucen insolentes las muchachas en las tardes de verano.
Pronto habrá que buscar signos de vida a través del cristal de la ventana.
La alfombra de hojarasca jugará a esconder los charcos de mi calle
y figuras a la inversa, yendo y viniendo, se reflejarán en su mojado pavimento.
No tardará en aparecer la noche en pleno día.
La melancolía llamará a mi puerta para tomar café
y juntos rumiaremos recuerdos recientes y lejanos.
Una vez más,
mientras pongo en mi paleta la gama de los grises,
me vuelvo a preguntar ¿de qué coño va esto?
Y me dispongo, limpio y afeitado, a aceptar sin acritud
lo que la vida quiera hacer conmigo.


3 de octubre de 2011

Sotarraño


 En mi pueblo a las avispas la llaman “sotarraños”. También le llaman así al barbero, probablemente porque tiene una locuacidad mordaz tal que parece un aguijón cuando la usa contra quien considera merecedor de su crítica.
Tiene la barbería junto al ayuntamiento, yendo por la calle abajo; es un local no muy grande, sin ventana alguna, con solo una puerta, siempre abierta, para que entre la luz y ver el ir y venir de la gente. El mobiliario se limita a un sillón, en su tiempo giratorio y reclinable, pero ahora rígido como el tronco de una encina y bloqueado tal como se quedó sabe Dios cuándo; un espejo oxidado frente a él, una sencilla repisa que sostiene ordenada la herramienta del oficio, algunas sillas de enea y una percha en la pared donde se cuelgan gorras y tabardos.
Sotarraño habla por los codos mientras busca sin parar la mejor postura para acceder a la cara o a la nuca de los clientes adoptando las más disparatadas y ridículas posturas. Solo abre por las tardes. Por las mañanas va a afeitar a las casas. Trabaja en solitario, solo algunas veces, después de la escuela, le ayuda su nieto, un chavalín de unos siete u ocho años, al que le llama “Diploma”, que barre los pelos, sacude los paños y limpia el peine y las tijeras. No le deja todavía tocar la navaja, peligrosa, ni la maquinilla de rapar, demasiado delicada y sofisticada para unas torpes manos.
—¿Por qué le llamas Diploma al zagal, Sotarraño? —pregunta capciosamente mi tío que se deja enjabonar sentado relajadamente en el sillón.
—Te lo he contado mil veces, Plácido.
—Pero mi sobrino no lo sabe. ¿Por qué no se lo cuentas?
El barbero deja la brocha, coge de la estantería la navaja de cachas negras y brillantes y, mirándome fijamente con fingido rostro aterrador, la abre con gesto teatral. Decepcionado por el efecto fallido, se dedica a suavizar su filo, con movimientos de vaivén en un artilugio de cuero que apoya en el brazo del sillón.
—Resulta que hace unos diez años a mi hija la mayor le dio por aprender a coser; no a zurcir o a repurgar, que eso lo hacen todas las mujeres desde niñas, sino a hacer vestidos y chaquetas para dedicarse a ese oficio. Y, ¡a ver!, ¿dónde iba a aprender si aquí no había quien supiera de eso? Apañó las cosas y se fue a Huelva, a aprender lo que se llama “Corte y confección”.
Delicadamente, hace inclinar hacia un lado la cabeza de mi tío para aplicar a su cara el filo de la navaja dibujando una pasada suave y efectiva.
—Escribía de vez en cuando diciendo que todo iba bien pero era muy difícil y necesitaba más tiempo... y más dinero. Todo el trabajo era poco para que no le faltara nada a la niña —continuó al tiempo que repetía el rasurado en el lado opuesto—. Pero un mal día, de improviso, se presentó en casa llorando como una Magdalena: tenía una barriga de seis meses. ¡Maldita niña! ...¡qué disgusto nos dio!
Ahora, tira de la nariz hacia arriba y, con la punta de la navaja, afeita el bigote con cuidado de no llevarse por delante el labio de mi tío.
—Así es que no sé si aprendió a coser o no... —termina, acariciando la cara para probar el acabado de su obra—, pero éste es el diploma que nos trajo la puñetera —concluye, señalando a su nieto con un gesto.
Mi tío se levanta riendo a carcajadas y me cede el sitio para pelarme. No me ha gustado la historia o su forma de contarla y me siento en el sillón sin decir nada. El barbero, mirándome con saña a través del espejo, sacude el paño un par de veces y me lo pone por delante ceñido al cuello.
—¿A ti no te hace gracia?
—A mí me da lástima de su nieto —espeté bruscamente—. Él no tiene culpa de lo que haya hecho su madre ni es motivo para que usted lo humille motejándole.
Se hace el silencio. Me obliga a inclinar la cabeza hacia delante mostrándole mi cogote y siento el contacto del acero frío de la maquinilla ascendiendo por mi cuello y metiéndose entre mis pelos en pasadas repetidas. Después me quita los mechones de la cara con un cepillo suave.
—¿Qué sabes de tu hermano?
—Nada; que está muy bien en Sevilla —contesto, lacónico.
—Yo que tú me iría también. Aquí no pintas nada.
—Aquí estoy bien —sigo cortante.
—Aquí los que están bien son los ricos y solo aguantan en el pueblo los tocahuevos de los ricos.
—Pues usted se los toca más que nadie —respondo molesto por lo que pudiera referirse a mi padre, a mi familia...—. Sé que va todos los días a afeitar a don Manuel y al cura a sus casas respectivas. ¿Por qué no los hace venir aquí como a los demás?
Solo se oye el tic, tic, metálico de la tijera.
—Mira, hijo —su tono de voz se hace más profundo—: Yo soy un profesional libre, no soy bracero de nadie; y si voy a casa de los ricos es porque les cobro lo que nunca le exigiría a los otros. ¿A cuántos crees que pelo y afeito de balde en el pueblo?
No espera respuesta, es una afirmación, una advertencia para que sea prudente a la hora de juzgar. Sé que va a continuar.
—No puedes imaginar lo que pasa por mi cabeza cuando tengo a mi alcance la papada del cacique o la coronilla del cura. Rebanaría su cuello y clavaría tijeras en la tonsura sin remordimiento alguno. Pero, además del placer, ¿de qué me serviría?; mi familia, el “Diploma” que tanto defiendes, se hundiría en la desgracia sin remedio. Tampoco le reportaría nada al pueblo; al contrario, siempre quedan poderosos que tomarían represalias y apretarían más la bota en el cuello de los pobres.
Guarda el peine y la tijera en el bolsillo de su bata, se apoya en los brazos del sillón y pone su cara a un palmo de la mía para que no pueda apartar mi vista de sus ojos.
—Si pudiera empezar de nuevo me largaría —me dice con semblante serio—. Tiene que haber un mundo mejor fuera de aquí y lo tienes al alcance de tu mano. Es tu momento, muchacho. Estás a tiempo de disfrutarlo. No te quedes en el pueblo o acabarás odiando como yo... y, te aseguro, que es malo vivir odiando.
Se aleja lentamente. A mi espalda, oprime un bote de goma naranja y un polvo blanco se extiende alrededor de mi cabeza. Me vuelve a cepillar y me moja el pelo y, casi en cuclillas frente a mí, me peina hacia delante.
—Cierra los ojos —me ordena, mientras da un corte seco de tijera amputando las puntas del flequillo—. Te va quedar un peinado que ni Carlos Gardel.
—¿Entonces...? —quiero saber más y pedirle disculpa al mismo tiempo.
—Entonces... ya está bien por hoy —dice a modo de conclusión del pelado y de su charla—. Como tienes que venir más veces, ya te iré contando cosas —me promete dándome una palmadita afectuosa en el cogote.
—Bueno, Sotarraño, apuntame esto, ya sabes... —dijo mi tío, enigmático.
—Lo tuyo sí, pero al zagal lo invito hoy. Vayan con Dios.