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3 de septiembre de 2015

Incomprensión




A lo largo de estos años he adquirido el convencimiento de que la playa donde paso los veranos es un escenario mágico. En ella me encuentro con mi Dios cuando voy solo. En invierno y en verano me acerco a la arena a ofrecer mis pies descalzos al mar inmenso que va y viene y a reconciliarme con el mundo y con la vida. Allí, en soledad, es donde encuentro la conformidad que mi alma necesita. Por eso es mi iglesia, el sitio sagrado de mi culto.

Hoy un suceso abominable ha venido a invadir mi altar sagrado. Un niño inerte, muerto, ahogado, ha irrumpido en un escenario similar. Un crío que, sin saber por qué, ha sufrido la más horrorosa de las muertes. Es difícil encontrar justificación a la conducta humana que ocasiona, permite o ignora un suceso semejante. Tampoco se puede comprender que los que pueden —todopoderosos— se pongan de perfil ante estos hechos. No puedo concebir que la mismas olas que aquí me arrullan puedan, en otra parte, jugar con el cadáver de un ángel inocente que la horrorosa parca ha depositado en el ara sagrada de mi arena. Por mucho que me esfuerzo no puedo apartar su imagen en la visita de hoy a mi santuario; hoy no comprendo; no encuentro hoy conformidad.

Me voy huérfano de paz, confundido, decepcionado y solo... Hoy no he encontrado a mi Dios; no sé si romper con Él o buscarlo en otra parte.


2 de septiembre de 2015

Cosarios



Uno de los agravios comparativos que tenemos los jubilados —además de la carencia de salud, juventud y belleza— es que todo nuestro tiempo es vagar aburridos, sin hacer nada de provecho y, ¡claro!, así carecemos de ilusión para disfrutar vacaciones y días de asuntos propios (disculpen la ironía). Llevo dos meses en la playa donde vine huyendo del calor y aquí me encuentro todavía, desconectado de la vorágine ciudadana, el fútbol, la política, la economía y ...en fin de todo aquellas vivencias desagradables tan necesarias para ir tirando. Solamente me llega algún comentario al respecto a través de esa mensajería comunitaria que llaman “whastaaps” del que deduzco la perplejidad que está ocasionando en la ciudadanía las primeras iniciativas políticas de los gobiernos social-populistas conformados recientemente. Dicen que han empezado a quitar crucifijos, retirar cuadros de arcángeles, cambiar nombres de calles y paralizar obras que, a pesar de estar legalmente autorizadas, no son de su agrado ideológico sin que, al parecer, ninguno de ellos haya empezado aún a aplicar alguna de las medidas de calado social que anunciaban de inminente e imperiosa necesidad. Esto me hace recordar una divertida anécdota que le sucedió hace tiempo a un cosario de mi pueblo.

Para los que no sepan qué es un cosario —se suele confundir con “corsario”, que es otro concepto— le ilustraré que es (era) un señor que hacia encargos en la ciudad por cuenta de las gentes de los pueblos; era un llevar y traer, comprar y vender, hacer, entregar..., nada específico: hacía cosas —de ahí lo de “cosario”— encargadas por vecinos del pueblo; naturalmente en el cobro iban incluidos los gastos del viaje, estancia y necesidades personales. Solían juntarse de varios pueblos cercanos para ayudarse mútuamente, abaratar la gestión y hacer el viaje más ameno. 

Pues cuentan que, en una ocasión, madrugaron más de lo conveniente y cuando llegaron a la ciudad estaba todo cerrado; ni tiendas ni bares, ni mercado, ni oficinas estaban disponibles.Tenían necesariamente que esperar y, ante la inesperada perspectiva, al cosario de mi pueblo se le ocurrió la brillante idea de no perder el tiempo: “vámonos de putas y así tenemos ya esa tarea adelantada”.

Pues... eso. Seguramente todos los organismos están cerrados por vacaciones y nuestros cosarios políticos está haciendo "sus cosas" para no perder el tiempo.     


27 de agosto de 2015

Alma



Siempre he sido un negado para esto de retener nombres, y, además, me da pereza buscarlos retroactivamente; por eso no recuerdo cómo se llama una científica que entrevistaron ayer en un diario diciendo cosas sumamente interesantes. Es relativamente joven, agraciada, gallega y —como se dice ahora— una “friky” de la investigación. Inició Medicina para ser oftalmóloga pero su ansia de saber le llevó por el camino de la neurociencia —España, EEUU, Inglaterra, EEUU otra vez— alcanzando fama internacional. Me quedo con una frase lapidaria: “Somos lo que es nuestro cerebro”, que me retrotrae a lo que escribía yo al principio del verano, “Pensamientos al amanecer”, donde elucubraba sobre qué es lo ajeno, que es lo mío y qué soy yo. Me confirma la admirada científica que todo nuestro organismo no es más que el soporte caduco y proveedor temporal del yo íntimo; un yo que no sabemos ubicarlo pero que barruntamos está en nuestra cabeza a la altura de nuestros ojos, única conexión directa del cerebro con el exterior. 

Por razón desconocida hemos asentado nuestros sentimientos en el tórax y los apetitos en el abdomen, pero, según la neurociencia, todo radica en ese extraordinario ordenador que está encastrado en la cabeza. Ahí asientan nuestra percepción, nuestros juicios, nuestros deseos, nuestras decisiones, nuestros recuerdos. ...¿Y qué es todo eso sino el alma? —inquiero yo—, nuestra esencia, lo que somos; esa entelequia que la teología ha usado con tanta persuasión, con tanto ahínco, asegurando que es inmortal. Otro neurocientífico — tampoco recuerdo su nombre, pero sé que es de Albacete y de gran prestigio en medios universitarios norteamericanos— también sitúa nuestra “alma” en zonas concretas del cerebro, y aventura la posibilidad de manipularla. Este ilustre compatriota va más allá: rechazando la etiqueta de ciencia-ficción, admite la posibilidad futura de transplantarla a un soporte artificial —recambio de cuerpo humano con capacidad de reposición—, que permita mantenerla activa indefinidamente tras la muerte corporal.

El hombre, una vez más, a vuelta con la inmortalidad. Desgraciadamente —¿o no?— ni usted, lector, ni yo viviremos esa vertiginosa situación.

23 de agosto de 2015

Amor y amistad


¿Qué es amor?, ¿y la amistad?
El amor necesita de la belleza y la pasión;
la amistad de mansedumbre y comprensión.
El primero es quebradizo y exigente, no tolera imperfección;
la segunda es dúctil, resistente y perdona los defectos.
El amor es joven e impetuoso;
la amistad es añosa y tolerante.
Ambos tienen parecido pero son distintos:
Uno es egoísta; la otra generosa.
Uno es guerra; la otra paz.
Uno es cerveza helada en la garganta, que apaga la sed impaciente;
la otra es néctar en los labios que regalan la conversación.
Ambos son hijos de la generosidad y egoísmo que yacen en el lecho de nuestro corazón.

7 de agosto de 2015

Ahora, libertad



Yo soy un niño de la postguerra. Nunca lo noté pero cuando fui mayor me enteré que era miembro de una familia humilde que bregaba por sobrevivir en un entorno social de opresión, de dolor, perplejidad y hambre física. Mis padres se ocuparon de quitarme el hambre pero no los sabañones, el moquillo con el frío y diarreas estivales por aguas insalubres que fueron compañeros míos inseparables. Me zafé de enfermedades implacables, de muertes frecuentes o secuelas lacerantes. A pesar de todo fui feliz; todo lo feliz que son los niños cuando tienen quien les cuide, cuando el deseo y la ilusión de vivir prevalecen sobre la desgracia, cuando ignoran la envidia y el fracaso.

Un barracón de obra sirvió de escuela acogedora donde un entrañable anciano venerable me enseñó las cuatro reglas, el catecismo y a cantar villancicos en Navidad, que era todo lo que tenía que saber. Jugué al fútbol con alpargatas y pelota de goma, en un llano terrizo sin límites de campo, ni porterías, ni árbitro, ni entrenador, ni marcador, ni tiempo. Me bañé a escondidas en el río y a escondidas me asfixió el primer cigarro, consciente de transgredir normas no escritas. Todo gratis. Descubrí, después, el volcán de sensaciones que provocan las niñas, hasta entonces inadvertidas, y la timidez que acompañó la señal de mi elegida; el nudo el la garganta de su mirada y de su risa. El temblor del roce de su mano. El mundo boca abajo de su beso. Todo gratis. El deseo me llevó en volandas a estudios superiores (también gratis) y a buscar mi lugar en el sol.

Solo entonces, desde mi ventana, me llegaron rumores del secuestro. Decían que habíamos sido reprimidos, que habíamos tenido encarcelada nuestra libertad. ¿Libertad?, ¿qué es libertad? —pregunté—, ¿cómo he podido vivir sin darme cuenta de su ausencia? Ahora ya se lo que es el odio, la envidia, la venganza. Quieren que viva de la forma que otros quieren. Me obligan a ser feliz como ellos sienten. Tengo que pensar y desear lo que tienen como valores definidos. Nada gratis. Esta libertad que nos imponen es muy cara; son necesarias grandes sumas de recursos que sostengan esta nueva forma de vivir. Hay que trabajar duro; trabajar ya no es una maldición divina, ahora es ¡¿un derecho?! que tiene el ser humano para realizarse, para presentarse ufano ante la diosa “Libertad” de una sociedad inventada.

Una sociedad que obliga a mirar hacia delante, que incendia todo lo que queda por detrás, que quiere borrar los recuerdos, incluirlos en un paréntesis y guardarlos en el desván de la ignorancia porque están proscritos, porque no se pueden exhibir, porque hay que avergonzarse de haber vivido en un tiempo maldito, como si lo hubiéramos escogido. Teníamos de haber sido desgraciados; haber sido feliz es un pecado que hemos de purgar con el silencio. Debemos estar locos los que así pensamos y nos expresamos; “nostálgicos” nos dicen, “reaccionarios”, “fascistas”..., porque hemos sido cómplices de no se qué, que hemos apoyado a no se quién, que hemos humillado a no se cuántos; cuando lo único que hacemos es tratar de conservar lo que somos, lo único que tenemos, nuestros recuerdos, nuestra alma.

¡Malditos los gestores de esta “libertad”! que, paradógicamente, me obliga a renunciar a lo que soy.  

30 de julio de 2015

"Cecil"



Sus antecesores habían sido cazadores de búfalos en las llanuras de más allá de las Montañas Rocosas. Habían utilizado lanzas arrojadizas, venablos emponzoñados y rifles “Winchister 73” hasta acabar con la especie. Su país permite poseer armas con las que disparar contra aquel que entre en su morada aunque sea equivocadamente. No es de extrañar que un sujeto con estos ascendentes emprendiera, una vez más, un safari donde cobrar trofeos cazados para, después, disfrutar con su contemplación contando la masacre a gente como él. Empleó un potente arco de fibra para atravesar con una flecha inmunda el majestuoso cuerpo del león “Cecil”, un impresionante ejemplar que sesteaba su vejez, confiado, en el tranquilo y protegido parque natural de Zimbabwe. No pudo acabar con él de un envite y tuvo que seguir su sangrante rastro y cazarlo, ya vencido en su agonía, de un disparo cobarde.

Le había costado una pasta gansa —producto de empastes y extirpaciones dentales— pagada a dos guardas mamporreros que vivían, precisamente, de garantizar la existencia de “Cecil” y la de otros animales protegidos; gente que vende la propia estima y prostituye su raza eternamente adulterada. Es americano —del norte— pero pudo haber sido de cualquier parte donde exista soberbia, arrogancia y  necedad, una a una y/o en peligrosa mezcla explosiva. Creía que su acción era legal y a lo peor lo es; puede que esté autorizada en los papeles que van dictando los torpes, interesados y, a veces, corruptos representantes públicos que intentan superar las leyes naturales burlando la más elemental decencia.

Seguramente, cuando sea conducido ante el juez —si es que eso ocurre— apelará a la memoria histórica, a la costumbre ancestral de su nación, a su poderío económico, a vicio depredador, al apoyo legal y a su decidida voluntad, —le salió de los cojones, ¡vaya!—; y confesará con la más cínica de las respuestas: “En el uso de mi libertad tengo derecho a decidir”.

Pues yo también tengo derecho y voluntad de escribir lo que me place, y mostrar aquí mi repugnancia ante quienes, como este pedazo de animal que acabó con la vida del precioso felino, utilizan de forma torticera esta falacia para ocasionar desgracias a inocentes en su propio beneficio.


26 de julio de 2015

El pelado



El tímido sol de otoño atraviesa los cristales y se desparrama por el suelo bicolor mientras, sentado en el sillón giratorio, repasa un periódico atrasado el barbero de mi pueblo. Alza la vista ante el primer cliente del día y se levanta adoptando un solícito gesto profesional.
—¡Buenos días!, Basilio. Ya estamos de vuelta ¿no? —saluda, jovial, al recién llegado —. ¡Qué tal ese viaje?
—Pues muy bien; llegué ayer, algo cansado, pero satisfecho.
Se acomoda en el asiento y el barbero le ajusta el paño blanco alrededor del cuello.
—¿Quiere que le pele otra vez?
—¡No, no, no!, solo afeitado.
—¿Y qué, le gustó Roma? —continuó el tema, mientras enjabonaba.
—La verdad es que sí.
—Pues yo no se que le habrá visto a esa ciudad; total, solo son cuatro piedras, plazas ruinosas llenas de muñecos de mármol desnudos, calles sucias, gente gritando y manoteando..., y todo muy caro.
La espuma tapa casi las orejas y la boca cerrada del cliente.
—Además, está dominada por la mafia e infestada de golfos corruptos como Berlusconi— continuó, mientras suavizaba el filo de la navaja. —Y ¿qué es lo que le gustó más?
—El Vaticano —respondió, alzando el cuello para facilitar el rasurado.
—¿El Vaticano? —hizo un gesto despectiva —; ese si que es un nido de víboras. Riquezas incautadas, finanzas opacas, banqueros usureros, oscurantismo, homosexualidad..., ¡qué se yo! Y, seguro que ni siquiera pudo ver al Papa, otro que tal baila.
—Sí lo vi. Y me hizo señas desde lejos para que me acercara.
—¡No me lo puedo creer! —exageró su incredulidad.
—Me arrodillé ante él y al inclinarme para besar su anillo me habló.
—¿Que le habló?, ¡no me diga que le habló! Y ¿qué le dijo?
—No se lo puedo decir.
—¡Venga, hombre!, no creo que sea nada especial.
—...
—Solo por curiosidad —insistió el peluquero.
—Pues... acercó su cara y me dijo al oído: “Hijo mío, ¡tápate la cabeza, por favor!, ¿quién ha sido el mamarracho que te ha pelado?”

El resto del afeitado se desarrolló en silencio.

23 de julio de 2015

Desigualdad



Un pegajoso pensamiento, extraído del El precio de la desigualdad, del Nobel Joseph E. Stiglitz, se me ha hecho compañero inseparable esta mañana: «Solo el 1 % de la sociedad mundial vive en el llamado “estado de bienestar” frente al 99 que soporta diferentes niveles de carencias, algunos rayanos en la subsistencia». En el largo paseo por la playa no cesa de señalarme que «...los que gozamos de este privilegio, como conjunto, siempre hemos marginando al “otro estado” de opresión, pobreza, enfermedad y miseria ignorado que este desfase no es factible mantenerlo largo tiempo», y vaticina amenazante que «puede suceder que cuando empecemos a entender que es preciso procurar felicidad a los demás si queremos ser felices... sea ya demasiado tarde».

Opino que la acción de equilibrar los porcentajes no es nada fácil. La mejor forma de ayudar al vecino desgraciado a encontrar su dignidad es combatiendo su ignorancia, pero ¿quién aprende cuando apremia la necesidad de encontrar lo imprescindible?, ¿quién atiende cuando huye del terror de la muerte provocada por los suyos?, ¿quién siente curiosidad cuando la peste y la tragedia le arrebatan sus seres más queridos?, ¿quién abre su comprensión cuando su odio empuña armas que otros facilitan?; y, de otro lado, ¿quién les va a enseñar?, ¿cómo? y ¿qué cosas? Impulsados por la filantropía, innumerables grupos de personas se han inmolado a lo largo de la historia en esta titánica tarea; organizaciones poderosas dotadas de enorme voluntad, proyectos ambiciosos, e ingentes cantidades de dinero lo intentan diariamente perseverando en la utopía. La realidad evidencia su fracaso.

No. Aún no está al alcance del hacer humano, ni como individuo ni como sociedad. Como no está en nosotros detener el oleaje, ni la lluvia, ni el volcán. Nos lo impide el egoísmo, la desidia, la pereza y el desprecio que permanecen en nuestras almas. ¡Si a duras penas podemos controlar los mortales artilugios que, paradógicamente, inventamos y que amenazan nuestra vida! Es la propia estupidez de asumir la causa de todos los desastres —incluso los desconocidos— y la soberbia de arrogarnos la capacidad de solventarlos las que hacen creernos entes poderosos cuando no somos más que torpes seres prescindibles en el tiempo y en el vasto escenario de todo lo que existe. De nada vale, pues, desgarrar las vestiduras o exhibir públicamente la inoperante compasión y el aspaviento dialéctico ante los trágicos sucesos.

Por eso no comulgo con los seguidores de la queja, amigos de compartir desgracias ajenas haciendo gala de luto riguroso. Pido, pues, a los más espabilados y decididos que levanten su culo del cómodo sillón en donde lloran, desde donde arengan, donde señalan, donde responsabilizan, y vayan allá a ayudarles a saber, a buscar su dignidad, a exigir su libertad y dejen a los que, como yo, ya en el ocaso de su tiempo, solo pueden jugar a ser espectadores. Solo soy un pecador, un hedonista moderado que quiere disfrutar del humilde momento de placer que, todavía, me da la vida —y que es lícito e inteligente coger al vuelo— y no perder la cara de su mágica sonrisa. Por eso, a la vera de este julio caluroso, oyendo este mar que viene y va, acompañando al sol que se está yendo con su cortejo de nubes anaranjadas, voy a abandonar este impertinente pensamiento y a dejarme sobornar por ese mundo aparte, idílico e irrenunciable, que algunos lo tienen moralmente sancionado.



15 de julio de 2015

Troya



Abandonan, aparentemente, el campamento. Dan muestras evidentes de su retirada, de la triste asunción de su fracaso. Su héroe Aquiles Varoufakis fue alcanzado en el talón de su soberbio saber teórico por la flecha de la realidad pragmática, y su aclamado Tsipras Agamenón, después de sucesivos embates de acoso a la recia muralla “Troycana”, admite la debilidad de su ejército y se retira con el rabo entre las patas. Vence, supuestamente, Hector Merkel, líder poderoso del reino de Príamo, en el contencioso lance del rapto heleno.

Pero una nueva estrategia es urdida por la sombra de Alejandro, el macedonio: “Está sembrada la semilla...” —había dicho el oráculo de Apolo en el parlamento griego—. Han dejado un caballo de madera en el campo de batalla; una afrenta popular pintoresca, entrañable, rendida, obediente, ineficaz, acabada..., que provoca la emoción en pragmáticos guerreros henchidos de orgullo vencedor; un llanto contenido que clama compasión. Un juguete inofensivo que ayudado por intereses mamporreros, quedará instalado en medio de la plaza de la arrogante Europa; solo faltará esperar la primavera, los cánticos nocturnos, la fiesta relajada.

Entonces, el populismo emergerá de su barriga y romperá la “eurozona” desde dentro ante el asombro de los incautos europeos. Arderá el ídolo monetario de la religión capitalista que sirve de pretexto para el acto ritual de sumos sacerdotes investidos de poder y de arrogancia. Caerá el decorado de cartón-piedra que en nada representa a la ideal Europa, raptada eternamente, sino a un depredador Saturno devorando ansiosamente a todos y cada uno de sus hijos.

Y volveremos a empezar sobre las brasas otra vez un futuro de fracaso, otra vez la misma farsa. Una sociedad extraña de un mundo paradójico que puede descifrar el universo pero es incapaz de convivir de forma inteligente.




12 de julio de 2015

Pensamientos al amanecer




Se oye a lo lejos el sonar de un buque en medio de la niebla.
El mar, en calma, está cerca de mí pero no me pertenece.
Como tampoco la palmera que se yergue exhibiendo su penacho a la brisa de levante.
Sé que es mío el ordenador desde el que escribo.
Y el sillón en que me siento.
Y la mesa y la taza con restos de café, también son míos.
Igual me pertenecen los dedos que teclean, los brazos, el cuerpo relajado, los ojos que escrutan lo que escribo.
Pero... ¿quién soy yo, que tengo tantas cosas?
¿Dónde estoy que no me ubico?
¿Es que solo soy espíritu?; ¿sensaciones, ideas y pensamientos?
Seguramente los otros “yo” serán lo mismo, algo intangible escondidos en soportes biológicos a los que parasitamos.
Nidos imperfectos condenados a degenerar y desaparecer.
Quizás este escrito, como otras manifestaciones, no sea más que un grito de socorro para no ser arrastrado por ésta mi caduca parihuela.
Y, ¿quién, entonces, podría darme la mano, si no hay manos?
¿Y porqué tendría que hacerlo?
¿Y para qué?

...Mejor me levanto y me hago otro café.



27 de junio de 2015

Arma letal


Hacía calor. Bajo la carpa de lona amarillenta, sentado en la estera sobre sus pies cruzados, estaba aparentemente tranquilo y expectante. Un abultado turbante negro y una espesa y larga barba de igual color tapaban su semblante. Solo sus manos sudorosas sujetando el frío metálico del kalashnikov y sus ojos inquietos descubrían su nerviosismo. Había llegado hasta allí después de un largo viaje, convencido de la necesidad de integrarse en el gran proyecto. La comunidad occidental, con su desacato, había traspasado con creces la ley sagrada y alguien tenía que poner fin a tanto desatino. Tras un duro ejercicio de meditación asistida estaba preparado para inmolarse por la causa.

El instructor apareció imponente, acompañado de tres hombres armados. Se sentó en la estera, frente a él, y permaneció en silencio mientras lo observaba. Su barba canosa y la piel blanca y delicada de sus manos destacaban entre tanta ropa negra. A duras penas pudo resistir su mirada intensa y penetrante.

—¿Estás dispuesto?
—Sí —le contestó, resuelto.
—¿Sabes que vas a morir?
—Sí, lo sé.
—¿Sabes cómo hacerlo?
—Sí, lo sé
—¿Por qué lo haces?
—Quiero contribuir a la aniquilación total de los infieles.
—¿Qué piensas obtener a cambio?
—Espero estar pronto en el paraíso, satisfecho de mi hazaña y gozando de las bellas huríes que me correspondan.
—¿Y... eso te compensa?
—Sí.
—Todavía estás a tiempo. Puedes dejarlo si no estás completamente decidido.
—No. Quiero hacerlo por encima de todo. Nada puede detenerme.
—Morirá mucha gente...
—Sí.
—...Niños inocentes...
—Sí.
—Serás maldecido (o maldicho, o maldito..., ¡yo qué sé!), despreciado por medio mundo, vilipendiado por la prensa, la radio, la televisión...
—No me importa.
—Y el pleno de Villanueva de Abajo, los vecinos, de pié en la puerta del Ayuntamiento, guardarán un minuto de silencio en señal de repulsa.
—¡¿Cómo...?!
—Sí, esa gente es así, inclemente, implacable, inhumana, sanguinaria, devastadora... en su respuesta. Utiliza ese arma disuasoria sin piedad, aún a sabiendas de su enorme poder de destrucción.
—...Entonces... ¡me lo voy a pensar! —dijo, levantándose y saliendo de la tienda pensativo.
—Sí; será mejor (es que así cada vez es más difícil atentar).

16 de junio de 2015

Presentación del libro "Dibujando con palabras"



Cuando hemos vivido muchos años, un día topamos con la vejez, nuestra vejez. Nos damos cuenta que la vida nos queda toda por detrás, que no hay tiempo ya para proyectar, nadie para conquistar, nada por lo que merezca la pena aparentar... y piensas: ésto va a acabar. “No tardará en aparecer la noche en pleno día” —digo en algún verso—, o en palabras de Benedetti: “Cuando caminas en el filo de la oscuridad pides socorro al universo inútil”.

Sánchez Ferlosio, en un “pecio” (a modo de aforismos) de su última obra “Campos de retamas”, dice que uno de los inconvenientes de la vejez es que tiene ya las ideas fijas e inamovibles, y aconseja al lector que se de prisa en actualizarlas antes de la jubilación porque después ha de soportarlas así hasta el final. No es mi caso personal; la profesión —la medicina y su entorno— me tuvo entretenido mucho tiempo y al jubilarme, hace ahora cinco años, dejado de su mano, me encontré lleno de incertidumbre.

Es verdad que muchos tienen la certeza de que esta vida tiene trascendencia y, en consecuencia, siguen viviendo en la esperanza de que, tras la muerte, continuarán viviendo, esta vez eternamente y plenos de felicidad; solo tienen que seguir un tipo de conducta que le llevará directo al paraíso. Otros, en cambio, están plenamente convencidos de que la vida no es más que un incidente natural, se limita a nacer, crecer, reproducirse y morir; así de simple, no hay que darle más vueltas; viven resignados —cuando desesperados— y han de recurrir a la distracción (no pensar o pensar en otra cosa) y al entretenimiento (hacer algo banal mientras se espera lo importante) para engañar lo inexorable. Pero algunos de los que no hemos sido bendecidos con la gracia de la fe pensamos que la vida es algo más que “creced, multiplicaos y henchid la tierra”, que, entre las infinitas posibilidades de no ser nada, el milagro de vivir tiene que tener un sentido; y llegamos hasta esta edad llenos de dudas. Ahora, tenemos la imperiosa necesidad de encontrar una respuesta, y debemos buscarla por nuestra propia cuenta; encontrar nuestra verdad, no solo para calmar nuestro vértigo existencial, sino para tratar de colmar nuestra curiosidad intelectual.

En ésa estaba cuando me encontré con Dios. No con el dios común, el dios de los demás: con El Mío. Lo había visto de lejos haciendo sus cosas por el barrio pero no había hablado con Él. Ese día lo abordé y le espeté: ¿Qué es la vida?, tú que lo sabes todo ¿de qué va esto de vivir? Guardó un memento de silencio y, en vez de responder, me propuso un trato: “Tu no me haces preguntas cuyas respuestas no puedas comprender y yo, a cambio, te regalo una emoción, parecida a la conformidad, con la que vas a poder vivir en paz el resto de tus días”. Y acepté. Desde entonces tomamos café todos los día y hablamos de nuestras cosas. Él me está enseñando a mirar la vida de otra forma; ahora sin prejuicios, sin intereses, sin rencor, sin deseos... Y de estas nuevas experiencias yo voy tomando notas en lo que llamo “Apuntes de la vida” que, como es natural guardo en el secreto de lo íntimo, en la carpeta de lo inédito.

Pero algunos de estos apuntes salen con cierto aire literario, en forma de relatos, reflexiones, poemas... Y, como tengo razones objetivas para creer que pudieran interesar a un hipotético lector, he decidido publicarlos: es éste libro, “Dibujando con palabras”.

Solo voy a dar alguna información adicional: Todos los escritos, cortos en su mayoría, van unidos a una fecha; de forma directa o indirecta su esencia está referida a un suceso de ese día. Y la forma casi epistolar —de “yo a “ti”—de algún texto, singularmente los poemas, no reflejan necesariamente un apunte autobiográfico, aunque todo lo expuesto corresponde a lo que pienso y lo que siento.

¿Y a qué se debe este striptease emocional, esta exhibición de mis carnes literarias?
Pudiera perseguir beneficios económicos. No es así: el libro lo regalo al que pueda interesar como generosamente ha hecho conmigo el editor.
¿Por prestigio quizás? Nada de eso: si no he conseguido fama operando a enfermos durante más de cuarenta años no lo voy a hacer como un modesto escritor aficionado.
¿Un alarde vanidoso, tal vez? Cualquier acto público siempre tiene una pincelada de vanidad; este también, pero debo añadir que no la necesito: la gente que realmente me interesa hace ya tiempo que ha perdonado mis defectos.
El verdadero motivo de la edición y presentación de este libro no es otro que cumplir una promesa.

Hace ahora un par de años, un amigo mío presentó en este mismo foro un libro de poemas en el que yo modestamente colaboré con unos dibujos. Estaba ya mordido por el cáncer y su cara y su pelo mostraban los efectos desastrosos de la terapia agresiva que él intentaba disimular en vano con una gorrilla extraña y una amplia sonrisa generosa. Cuando me acerqué a que lo autografiara me hizo prometerle que el próximo libro en editarse fuese mío; él me haría el prólogo y lo presentaría. No ha podido ser. Murió meses más tarde, con el verano, lejos del mar como tituló su libro, en su tierra del Condado de Huelva, una tarde preñada de perfume de viñas y fandangos. No recuerdo bien si no pude o no quise ir a su entierro pero sí que hablé con él aquella mañana (leer Fernando).

Queridos amigos, gracias por dar fe de este cumplimiento de promesa.




18 de mayo de 2015

Coser


La conocía desde pequeño.
Al salir cada mañana hacia la escuela, atravesando el frío del patio de vecinos, la veía a través de su ventana cosiendo ropa. Cuando llegaba el buen tiempo sacaba a la puerta una silla baja y seguía con la labor al sol de la mañana. Después, en el verano, hacía lo mismo a la sombra de la parra.
Era ya mayor, menuda y silenciosa. Miraba fijamente la tela a través de unas gafas medio opacas que apoyaba en la punta de su nariz, mientras sus dedos de sarmiento no paraban de moverse con la aguja y el dedal.
Una tarde, a la vuelta del colegio, quise ver de cerca lo que hacía y contemplé, asombrado, que la aguja no estaba enhebrada; ¡cosía sin hilo! Seguro de que el despiste obedecía a su vista, ya cansada, me atreví a señalarle el error.
—Ya lo sé —me dijo, sin cejar en su tarea—; siempre lo he hecho así.
—Pero..., no puede coser de esa manera —repliqué, perplejo.
—Yo no quiero coser, nunca lo he pretendido; a mi lo que me gusta es dar puntadas.
No la comprendí hasta que fui grande.


3 de abril de 2015

Semana Santa


Sevilla.
Viernes Santo.
Último día soleado.
Entra la Macarena, entre un gentío, todo ojos.
Algarabía de trinos de cornetas, rítmicos golpes de tambor.
Sudor, azahar, incienso sin control.
Solícitos balcones de famosos ávidos de miradas.
Gafas de sol, brazos al aire, primavera.
Oros, platas, sedas, esmeraldas, terciopelos, todo abigarrado.
Flores, ceras, cántaros, varales, costeros, costaleros, trabajaderas, palios, candelerías.
Voces, “al cielo con ella”, “tos por igual, valientes”, “poco a poco”, “derecha alante”.
Movimiento, aire, bamboleo, danza, coreografía, baile, andares.
Saetas, desgarro de gargantas, vivas, “¡guapa!”, promesas, esperanzas.
Recuerdos, tradición, lágrimas, emoción, vida.

… a veces, más que la luna,
tiene interés y belleza el dedo que señala.