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4 de julio de 2016

Catalanes


         Mi lugar de veraneo está plagado de “guiris”. Los ves por todas partes y a cualquier hora; aparentemente son como nosotros pero se distinguen porque hablan raro, no nos entendemos. La mayoría de los españoles no sabe inglés por lo que daneses, alemanes, franceses o rusos, si no saben nuestro idioma deben utilizar la mímica para hacerse entender. Y ocurre que, a pesar de sus sonrisas, su inclinación de cabeza y algún que otro extraño gesto, no consiguen hacer saber lo que quieren decir. Y es que el idioma es capaz de separar a los iguales.
       Digo ésto porque el objetivo básico para el separatismo catalán no es usar su idioma para unir a catalanes sino ignorar el castellano —español, a estas alturas— para separarlos del resto de los españoles. Y, como es imposible hacerlo olvidar a los que ya lo saben, es necesario asegurar que no lo aprendan de pequeños —su llamada inmersión lingüística—. A eso se han dedicado los políticos nacionalistas con la aquiescencia y la colaboración de otros políticos y entidades sociales de aquí y de allá, de forma que las nuevas generaciones puedan ser fácilmente adoctrinadas y no obedecer otra cosa que sus intereses espurios. Por supuesto no todos ignorarán el castellano: los padres de la patria catalana preservarán un resto (¡Cuánto me acuerdo de ti, Isaías!) para guiar, salvar, controlar al pueblo y camuflarse en España cuando convenga. ¡Asco de salvadores y pobre gente ignorante!
         Pero el fanatismo nacionalista tiene un enemigo invencible en las manifestaciones humanas universales como el arte, la música y, sobre todo, el humor, que se saltan todas las barreras y dejan sus pretensiones en ridículo, como este cuento de verano:
          Resulta que el tal Junqueras, de ERC, una mañana de calor se sienta en la terraza de un bar, en Lloret de mar, y va a atenderle un gaditano que trabaja allí de temporero.
      —¿Le pongo un “rioja”? —sugiere, amablemente, el camarero.
    —Yo soy catalán y solo tomo cava —responde displicente el político.
      —Bueno amigo le pongo un cava frío.
      —Yo no soy amigo de los andaluces.
      —Vale, compadre.
      —Yo no soy compadre de usted.
      —No se ponga usted así, maestro.
      —Yo no soy maestro; soy político de izquierda nacionalista.
             Entonces es cuando sale el arte gaditano.
    —¿Qué te pongo entonces, bizco? ...¡Y, por tus castas, no me vaya a decir que no eres bizco!
        Y es que el humor pone en evidencia la majadería más grande.



4 de mayo de 2016

Tiempo nuevo

Había leído, hace ya tiempo, un comentario de la entonces consejera de Cultura de la Generalitat catalana que consideraba a Velázquez como el ¡precursor de Miguel Barceló! No se cortó un pelo en asegurar que la obra magna de Diego da Silva no era más que una búsqueda artística del gran genio mallorquín. Así pues, me senté en el banco corrido frente al retablo que ha hecho el artista en la catedral de Palma de Mallorca dispuesto a contemplar tamaña obra. Trataba de enfatizar mis impresiones visuales para entender el mensaje del gran genio del arte plástico a fin de sentir el arrobamiento anímico que su hacer produce, procurando por todos los medios rechazar la sensación de fraude que se adueñaba de mí a bote pronto; no quería admitir sin más que aquello que veía no era más que un bodrio inerte con pretensiones —un camelo, vaya—; le encontré la explicación al día siguiente, cuando visité las Cuevas del Drach, en otro extremo de la isla: el arabesco que creía producto de una genial mentalidad no era más que una vulgar copia del techo iluminado de una cueva.

Como la tal consejera —nos ocurre a todos muchas veces— creemos que ocupamos el centro de la Historia. Sintetizamos siglos de convivencia, culturas, sociedades, para hacerlos precursores de la actualidad, para hacerlos teloneros del gran momento, el nuestro, último y definitivo en el cual se fragua el destino, la razón de la existencia. Es lo que ocurre a algunos movimientos políticos emergentes que consideran agotadas las formas de convivir que la humanidad ha ido empleando torpemente a lo largo de la Historia y creen llegado el momento de parir la sociedad genial, la perfecta, la original, la definitiva. Y, con el desparpajo que proporciona la inexperiencia unida a la soberbia, se disponen a diseñar la vida en sociedad escribiendo en la pizarra la nueva fórmula para un alumnado ávido de conocer qué es la felicidad. No debemos ser reacios al progreso; nuestra salvación y nuestra esperanza como sociedad está en buscar la perfección; y está bien eliminar piedras del camino, tapar baches, rectificar curvas, pero no permitamos reinventar formas de convivir no solo trasnochadas, sino vividas ya como inservibles. No creo acertado borrar el encerado para empezar de nuevo. No nos atrevamos a hacer el triple salto si red debajo. Tengamos la prudencia de añadir valores nuevos a los ya consagrados válidos por la experiencia.



3 de enero de 2016

2016 feliz



Todo el mundo está pendiente de un momento. Un año viejo es desplazado por otro que siempre se supone mejorable. Siento cómo pasa el tiempo, el tiempo universal, el de los demás, mi tempo; ese tiempo que no supo definir Tomás de Aquino y que yo, soberbio, me atrevo a conceptuar como la medida de la evolución, de la existencia. Contemplo en la distancia imágenes de comportamientos rutinarios, muestras de felicidad fingida, signos de alegría obligada y no puedo reprimir mi inveterado desapego a la inevitable cita de un festival impuesto, mi resistencia a inhalar el perfume que oculta el hedor del egoísmo dominante, que trata de acallar el clamor obortivo de una convivencia, la nuestra, que amenaza derrumbarse cuando todavía se encuentra a medio hacer.

Estamos obligados —pienso— a vivir en una sociedad que, contra lo que nos dicen, no depende de nosotros. Algunos, en vez de buscar en su laberinto rincones de bienestar individual, pretenden domar su evolución para adaptarla a su criterio y voluntad ignorando que ni el régimen más opresivo ni el más generoso han logrado dominarla. La historia de la convivencia es obcecada, puede cambiar de rumbo o de camisa pero nadie interrumpe su camino. Siempre estuvo ahí, antes de nosotros y nos pervivirá después.

Y yo tengo dos opciones: puedo quedarme mirando hacia atrás el tiempo que se aleja, llorando lo que es inamovible, odiando o añorando lo que ya pasó, tratando inútilmente de enmendar o revivir lo que ya no es; o tomar en marcha el tren de la imaginación y, sentado en el sentido de la marcha, contemplar paisajes nuevos, posibilidades nuevas, con curiosidad pero libres de rencores y de lágrimas y buscar un sitio al sol de cada día.

Acabo de entender que vivir es protagonizar un milagro y que la historia —también la sociedad— vino y se marchará sin nosotros, a pesar de todos nosotros.