Páginas

25 de febrero de 2011

Ruinas de Cercadilla

He asistido a una mesa redonda sobre la historia arquitectónica de lo que es hoy Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba. Los ponentes, catedrático, historiadora y arquitecto, han versado, cada uno en su aspecto, sobre la singularidad del edificio monumental cordobés, que fue pensado para alojar estudiantes de canto por el cardenal Salazar, allá por el mil seiscientos, posteriormente acondicionado para hospital de infecciosos (de agudos después) y, finalmente, como sede de enseñanza humanística. Todos coinciden en que la clave de su conservación y mejora ha sido el dotarlo de utilidad social en cada momento: la función ha prevalecido y ha condicionado el mantenimiento de la estructura y ornamentación.

Caminando de regreso, impresionado por la clarividencia de los diversos actores intervinientes (incluyo a mi amigo, el arquitecto Gerardo Olivares), me doy de bruces con una conocida alambrada que, irrumpiendo en el lógico trazado de la acera, cerca una pequeña parcela que se adosa a la estación de ferrocarril (Ave) a la altura de Cercadilla. A simple vista tiene la apariencia de un solar descuidado como otros, lleno de malas yerbas. Observado más detenidamente se aprecian unos huecos de poca profundidad, excavados en el suelo, cuyas paredes se componen de piedras y algún ladrillo superpuestos. No tienen signos característicos especiales que puedan llamar la atención salvo que están casi llenos de basura que, supuestamente, ha ido arrastrando el aire o han tirado allí deliberadamente. La visón es verdaderamente desagradable.

Pero no es eso, obviamente, lo que me indigna sino que “aquello” está etiquetado pomposamente de ¡restos arqueológicos de gran valor histórico y cultural!
Es que son restos de, nada menos, toda una necrópolis romana con palacio incluido —dice algún purista, con razón—. Pero, ¿qué más da que en uno de esos agujeros haya yacido el cadáver de un primo hermano de la esposa de Publio Virgilio Marón?, ¿o que pasearan recitando escritos dos discípulos aventajados de Quinto Oracio Flaco o de Ovidio Nasón? Si aquello no emociona ni dice nada a nadie. No he visto nunca, repito nunca, un visitante en la zona (paso por allí al menos dos veces al día). Pero no es de extrañar; creo sinceramente que ni la persona con más imaginación y conocimiento del tema es capaz de ver allí nada más de lo que es: un solar abandonado lleno de basura.
Que tamaña ordinariez turística, forzara la paralización primero y desviación después, de una gran vía de circulación de tráfico, con el consiguiente incremento del tiempo de construcción y valor presupuestario es, francamente, inconcebible.

¿Y para qué?, ¿donde está la función del proyecto?, ¿quién se beneficia de tal derroche? ...¿inútil? no... ¡qué va a ser inútil! Allí hay un par de casetas de madera acondicionadas para albergar una oficina con dotación de aire acondicionado, baño, despacho y zona de estar, donde, presumiblemente, trabaja (es un decir) un turno completo (mañana, tarde, festivos, vacaciones y correturnos) de personas que, supuestamente, ejercen de guías turísticos por si algún despistado cae en en la trampa de la verborrea oficial. ¿Inútil para quién? “Cherchez la femme... et l´argent”.

De todas formas, ya podrían, en vez de estar de brazos cruzados, “entretenerse” en limpiar de porquería tan costosa ruina. Ya que somos catetos enterados, al menos seamos limpios.

24 de febrero de 2011

Siempre


Un día cualquiera me di cuenta que yo era
y que ella era conmigo, junto a mí, dentro de mí.
La miré, me miró, nos miramos
y decidimos andar en compañía
siempre,
no importa que llueva, ni que haga sol,
siempre,
cuando ría, cuando ame,
aunque llore y reniegue
aunque maldiga,
siempre,
Ahora está vieja, le cuesta andar.
Lo ha visto todo,
lo que importa,
y no le importa no ver más.
Me mira decidida en el ocaso.
¿Te vienes?
¡Pues claro! — le contesto —,
¿cómo no voy a ir
si eres mi vida?



20 de febrero de 2011

Armas

Empresas belgas, británicas y españolas venden armas a Libia, y Gadafi es accionista de la empresa italiana Finmeccanica, octava exportadora de armas del mundo según un informe del Sipri.

*******

Las armas están hechas para matar hiriendo o, lo que es peor, para, mostrándolas, acojonar a la gente para que siga trabajando mientras se le expolia y se le humilla.

A los que las necesitan, los matones que las usan, se les nota por su porte, sus estrellas, sus penachos, sus galones y sus desfiles. Son casi analfabetos. Hablan con gestos ridículos. Y tienen seguro un lugar en el sol donde guardan sus millonarios retiros.

Los traficantes son hienas que se mueven en la carroña, desconfiados y traidores. No han conocido a su padre, no conocen la amistad y mucho menos el amor, y se ríen, ¿de qué se ríen? si son feos de cojones.

Pero lo que clama al cielo es la hipocresía del fabricante que investido democráticamente de humanidad y valores eternos, crea la causa de muerte y desgracias con apariencia de empleo, comercio y prosperidad. Sonríe repartiendo promesas vanas. Busca además el aplauso. Pero se está defecando en la puerta del indolente y del resignado.

Y los demás aplaudimos..., miseria..., pura miseria.



11 de febrero de 2011

Carmelita

«Una bronquiolitis» me dijo mi esposa por teléfono. Tras el paseo de media mañana, me había sentado al sol con mi amigo Pepe, en una terracita frente a los jardines de Cervantes, y tomábamos una copa de manzanilla, bien fresquita. Hablábamos de guisos y ponderábamos nuestra cocina casera “de toda la vida”, analizando con minuciosidad los distintos matices de un estofado de patatas con carrillada de cerdo, con laurel y pimienta negra. Y saltó la alarma. «El pediatra ha dicho que tiene bronquiolítis. ¡Tienes que ir a verla!» Ni estar jubilado te exime, como médico, de atender cualquier achaque familiar; tienes que confirmar diagnósticos y opinar del tratamiento aunque no tengas zorra idea de enfermedades de niños. Pero están impacientes y debo cancelar la tertulia.
¡Hasta mañana Pepe!
¡Hasta mañana!

Mientras camino, pienso en la importancia subjetiva de las enfermedades. Hay viejos que se eternizan en los hospitales, padeciendo dolencias mutilantes o letales y son despreciados por sus familiares más allegados. En cambio un niño o un joven precipitan situaciones exageradas que, la mayoría de las veces, no corresponden a la gravedad del caso. Creo que la experiencia hace al médico ponderar cada proceso y actuar con la celeridad precisa, aunque la angustia familiar, en ocasiones, lo interprete como pasividad o negligencia censurables. Otras veces es al contrario, la importancia del problema va camuflada en una aparente levedad sintomática. Entonces, cuando el médico aconseja el empleo de medidas más dramáticas, la familia duda de la capacidad diagnóstica y honestidad del mismo.

Recuerdo una noche vieja, de guardia en mi hospital. Habíamos tenido una cena algo especial, no gran cosa, y todo estaba tranquilo. Brindamos varias veces con champan, cómodamente relajados en las butacas del estar. Risas y comentarios derivaban a una comedida somnolencia. Y avisaron.
Una joven mareada. Los internistas quieren que le echemos un vistazo —dijo un residente avispado por el interfono.
Todo el mundo está mareado esta noche —contestó con sorna un cirujano de mi equipo.
Vamos a verla. Así nos espabilaremos —propuse levantándome.

Una niña de poco más de quince años yacía en uno de los boxes del área de urgencias. Sus padres angustiados se apartaron de ella cuando llegamos. El residente informó.
Estaba en una fiesta con amigos y, de pronto, sintió mareo seguido de náuseas y vómito alimenticio. Luego se desvaneció y cayó al suelo. Perdió la consciencia solo unos segundos, después se ha recuperado parcialmente. Todos los controles son normales salvo una hipotensión moderada y mantenida.
¿Tiene alguna enfermedad la niña? —le pregunté a los padres.
No, ninguna. Es que es la primera vez que sale con amigos y ha bebido —trataron de restar importancia.

Mantenía los ojos cerrados pero sus párpados temblaban. Quería ocultarse pero estaba pendiente y asustada.
¿Quieren salir un momento? —ordené amablemente a los padres.
La niña abrió los ojos angustiada al quedar sin la protección de su padres. Me senté al borde de la cama y, cogiendo su mano, la tranquilicé. Su piel era fría y sudorosa, su pulso débil y rápido y su conjuntiva pálida, como el lecho de sus uñas.
¿Te encuentras bien?
Sí.
¿Sigues mareada?
No.
¿Has notado sangre en las heces o en la orina?
No.
¿Cómo son tus reglas?
La noté incómoda.
Bien..., normal.
¿Cuándo fue la última?
No recuerdo.
¿No se ha atrasado?
No.
¿Has tenido ya relaciones sexuales?
Quiso zafarse. Buscó con la mirada a sus padres que intuía tras la cortina.
No.
Bajé la sábana y descubrí su abdomen. La presencia de la enfermera la tranquilizó.
¿Te duele? —mientras palpaba suavemente para relajar la musculatura.
No.
En un momento, tras presionar a fondo y descomprimir bruscamente, evidenció dolor agudo.
Un gesto y una mirada de complicidad y la enfermera me proporcionó una jeringuilla desechable. Pinché su abdomen y extraje sangre oscura casi negra.

Me levanté, salí e hice una señal a los padres para hablar discretamente. Ellos, expectantes e intrigados me siguieron cogidos de la mano.
Señores, su hija tiene una hemorragia dentro del abdomen.
La madre hizo un amago de sollozo, pero el padre la calmó con un gesto de entereza.
No puede ser, doctor. Mi niña está sana y no se ha dado ningún golpe. Sólo es un mareo de la bebida —me contradijo suplicante.
No, está sangrando. La hemorragia no debe ser muy intensa porque, aunque bajas, logra mantener las cifras de tensión, pero no cesa. Se puede shockar en cualquier momento. Hay que operar ya.
Ahora sí sollozó la madre a pesar del gesto conminador de su esposo.
Pero operarla ¿de qué?
Hay que abrir y ver de dónde sangra y, en función de la causa, proceder a la resolución con el procedimiento adecuado.
El padre mi miró desconfiado y me espetó irónico.
A ver si entiendo, doctor, ¿quiere usted decir que no sabe de donde sangra?
Así es.
¿Y pretende usted que le deje operar a mi hija sin saber qué tiene y qué le va a hacer? —preguntó cada vez más enojado.
Tengo sospechas por mi experiencia, pero tendría que hacer pruebas que demorarían un tiempo precioso que no podemos perder.
¿Qué es lo que sospecha? —retó con los brazos en jarras.
Llegó el momento delicado.
Le ruego que se comporte: Creo que se trata de la rotura de un embarazo ectópico.
¿Qué?, ¿un embarazo? —imprecó, echando espuma por la boca— ¡Usted no tiene ni puta idea de lo que le pasa a mi niña!
Tuvieron que defenderme de su agresividad. Estaba fuera se sí. En cambio, su esposa, había recobrado milagrosamente la calma. Estaba seria y pensativa. Y en un momento tomó las riendas de la situación.
Tú, a la calle, a fumarte un cigarrillo —empujó suavemente al “zombi” que rumiaba su incredulidad. Después, con sorprendente frialdad, me inquirió.
¿Dónde hay que firmar, doctor?

Tras la evacuación de un abundante hemoperitoneo, hubo que extirpar la trompa de Falopio derecha, desgarrada por un óvulo fecundado de implantación anómala. La niña evolucionó bien, su madre se encargó de ocultar el diagnóstico y a su padre no lo volví a ver. Ni unos ni otros tuvieron una palabra de agradecimiento para el equipo. Tampoco lo esperaba, todo va en el sueldo. También el riesgo de una denuncia por mala praxis.

Mi nieta Carmelita es preciosa, tiene la carita redondeada, el pelo negro muy tieso y la tez morena. Sonríe accionando sus manitas. ¿Bronquiolitis?, ¡que se acueste el pediatra!, mi nieta lo que tiene son unos ojos verde musgo que, cuando sea mayor, van a tener más peligro que un toro de Miura.


10 de febrero de 2011

Casting

Llevo toda la mañana auditando a jóvenes promesas. Es un auténtico coñazo aguantar tanto niño vulgar que los memos de sus padres tienen por Beethoven, Chopin o Franz Liszt. Pero tengo que encontrar algo parecido a un niño prodigio para el anuncio de la pasta.

Ya queda poco. Éste y el último, el recomendado del jefe, el hijo de este iluso que se sienta aquí detrás y no hace más que restregarse las manos y suspirar.

¡Siguiente!

Un chaval de unos diez o doce años, larguirucho, de nariz ganchuda y orejas de ratón, se sienta tímidamente al piano. Tras unos instantes de vacilación ataca el teclado con impetuoso arrojo.
Su actuación duró más de dos minutos, durante los cuales destrozó, deliberadamente, la armonía más elemental. Es imposible que alguien pueda hacer tanto ruido desagradable en tan poco tiempo.

Cuando terminó el suplicio se hizo un silencio sobrecogedor. No sabía qué decir. Desde atrás, el padre de la criatura me tocó en el hombro y me susurró en voz baja.

¿Qué le parece la ejecución?

Lo pensé un momento.

¡Hombre! Un par de guantazos sí se merece, pero... ejecutarlo... me parece excesivo, la verdad. ¿Por qué no lo orienta por la escritura?, quizás...

7 de febrero de 2011

El robo

Es el día y el momento perfectos, había pensado. La calle está desierta. Todas las calles están desiertas a esta hora y me ha sido fácil saltar la valla, trepar por el olmo de la parte de atrás y entrar por la ventana del dormitorio. Todo está oscuro en la casa menos en la planta baja donde sus habitantes ven la televisión. Por la puerta entreabierta entra una tenue luz y el sonido apagado que suben la escalera. Con suerte, encontraré pronto las joyas y saldré por el mismo sitio sin que nadie se dé cuenta. Un trabajo limpio.
Aquí no hay nada..., aquí tampoco... Ropa, ropa, ropa. A ver..., esto es otra cosa..., esta caja de nácar..., ¡bingo! Acierto a ver un fugaz destello al levantar un codicioso puñado de piedras preciosas. La vacío entera en mi mochila y me dispongo a salir.
De pronto, se abre la puerta del baño y aparece la mujer cubierta con albornoz y una toalla en la cabeza. La sorpresa es mutua, pero, tras breves momentos, me anticipo y me lanzo a por ella. Trato de sujetarla al tiempo que intento taparle la boca. Consigo ambas cosas solo parcialmente. Sigo intentándolo. Tiene genio la puñetera. Por fin logro inmovilizarla sobre la cama. Escucho... Algún ruido debe haberme delatado abajo, pero hay silencio... Está tensa aunque ya no briega, no sé si porque recupera fuerzas, espera un mejor momento o se ha rendido. La semioscuridad me impide ver el terror de sus ojos y a ella el miedo que hay en los míos pero noto en mi pecho su corazón agitado.
Sin querer, me sorprendo reaccionando al atractivo calor perfumado de su cuerpo. Trato de evitarlo pero no puedo. Intuyo que ella también lo nota porque pierde tensión su tenaza. Dudo un momento. Después libero lentamente su boca. ¡No grita! Siento en mi cara su respiración caliente. Una atmósfera nueva se apodera del entorno. Expectante. Curiosa. Anhelante. Rebelde. Rompedora. Aventurera. Perversa. Liberadora. Inmoladora. Exclusiva. Excluyente. Aislada. Espacial. Única.
Mis manos descubriendo senos y cintura.
Sus dedos peinando mis cabellos.
Sus besos buscando mis besos,
sin encontrarnos en la mirada.
Entro en su intimidad lentamente,
Y me envuelven los violines del Danubio
y el rumor del adagio de Albinoni.
Y bailo con Pavlova o la Fonteyn
con las notas armoniosas de Schaikovsky
Y las paletas de Toulouse y de Pissarro
me ofrecen pinceladas de colores
lapislázuli, grosella y verde musgo
para que siembre las aguas de nenúfares
y me vuelva a impresionar al amanecer
como los genios rebeldes de Montmatre o Pont-Avent.
Y, mientras me arrullan a coro el jazmín y el azahar
y acompasan la yerbabuena, el tomillo y el romero,
me remonto como un águila real
y atravieso con el sol el mar océano,
y contemplo los corales caribeños
y saludo a los tepuys venezolanos
y aspiro con fruición la bruma vespertina
del inmenso pulmón de la selva brasileña.
Ahora desciendo en picado
y planeo a ras de agua como hiciera el paraná
y ya, en el borde mismo del abismo,
me entrego entero yo
al vértigo de la altura, del sonido y de la espuma
que produce en su caída el agua grande guaraní.

Luego silencio..., silencio sudoroso... laxitud... playa marbellí, de luna llena. Manzanilla y guitarra, que canta Camarón por bulerías y un niño de pecho llora al alba... Silencio..., silencio..., silencio sudoroso y laxitud...

«¡Gooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooool.»
«¡Gooooooooooooooooooooooool, de Iniesta!»

Doy un brinco. Me deshago de sus brazos, aún pródigos en caricias, cojo la mochila y me asomo a la escalera. Un hombre bajito y calvo, con bufanda y gorro rojigualdas, está allá abajo, sentado en un sillón delante de una mesa llena de latas de cerveza y un gran cenicero repleto de colillas. Al frente una estridente televisión a la que no le quita ojo. Está tan absorto que me aventuro a bajar y, a pasos quedos, pasando por detrás, me dirijo a la puerta de la calle. La abro silenciosamente y, antes de salir, me vuelvo. Un beso al vuelo y una sonrisa me llegan desde arriba.

Las calles ya no están desiertas. Comienzan a llenarse de coches tocando el claxon y gente gritando y ondeando banderas... «¡campeones, campeones, oeoeoeeee!»





3 de febrero de 2011

Quimera


Se que no he de morir
mientras tenga algo que hacer cada mañana,
por eso me despierto cada día
persiguiendo una quimera,
la imposible tarea de conquistarla.
Escribo frases en papeles que no lee,
no es posible que ella escuche mis palabras,
no le llega el contacto de mi mano
ni el mensaje que transmite mi mirada.
No sabe quién soy yo, ni donde estoy,
ni el por qué de esta obsesión,
no sabe nada,
siempre ignorará que es, o ha sido,
el motor oculto de mi vida
por una larga o corta temporada.


1 de febrero de 2011

La partida (leer antes "De entierro")

¡A la paz de Dios! —dijo a modo de saludo general, al entrar en el bar del barrio.
No había mucha gente. Un par de clientes, no habituales, tomando café en la barra y, allá en el rincón del fondo, los incondicionales de la peña jugando al dominó. Enfrascados en las fichas, ninguno contestó al saludo. Solo el camarero, que fregaba tazas, levantó la vista y, desplegando una desdentada sonrisa, contestó con sorna.
¡Hombre! ¡El niño perdido y hallado en el templo!
Fue entonces cuando los cuatro de la partida y dos mirones se volvieron al que entraba.
¡Bueno, bueno, bueno..., mirad quién tenemos aquí: El de Maracena! —señaló uno cualquiera.
El resto se hizo eco y se despachó con comentarios irónicos y maliciosos, al tiempo que soltaban sonoras risotadas.
¡Menos cachondeo, que estoy muy quemado! ¿eh? —quiso cortar el recién llegado.
No te cabrees, chaval, que estábamos todos preocupados por ti —comunicó uno de bigote amarillo de nicotina —. Nos creíamos que no salías de ésta. Dicen por ahí que, esta vez, te atizó fuerte tu mujer.
No es para tanto, un chichón y cinco puntos de nada —respondió el aludido.
Pues casi te manda con tu amigo Emilio.
La carcajada fue escandalosa y generalizada.
¡Bueno, ya está bien! —cortó a voz en grito.
Se fueron apagando las risas y volvieron a la partida, unos a jugar y otros a mirar.
¿Y en qué vas a emplear los días de baja? —inquirió el del bigote.
No se. Quizás me vaya a pescar.
¿A pescar? ¿Pero cuándo has pescado tú?
Aunque no lo creas yo he pescado toda la vida —aseveró—. Si ir más lejos, hace dos meses, tiré la caña al final del malecón y saqué una lubina de tres kilos.
¡No me digas...! —exclamó asombrado el más mayor —. ¿Y dónde dices?, ¿en el malecón?
Si; en la punta de San Felipe.
¡Ah sí! Allí entra mucho robalo. Yo también he pescado allí alguna vez —comentó mientras ahorcaba el seis doble—. Una tarde, cuando recogía el aparejo, me pegó un tirón de campeonato. Largué bastante hilo, porque me partía la caña, y esperé. Pero, cada vez que intentaba recoger, no había forma. «¿Qué hago?», me preguntaba. Opté por esperar a Paco, mi vecino, que echaba mano en el mercado de mayoristas, de allí al lado, en el turno de noche. «Él me ayudará a sacarlo», me confié.
¡Déjate de historias y pon ya de una vez! —exigió interrumpiendo el bigotes.
Se dobló en el cinco con mucha aparatosidad. Después siguió contando.
¿...Y qué te crees que saqué con la ayuda de Paco?
Todos desatendieron la partida y le miraron expectantes.
¡Un farol fenicio ...encendido!
Un silencio incrédulo se apoderó del ambiente.
¡Anda ya! —exclamó escéptico el recién llegado —. Eso no puede ser. Todo el mundo sabe que en Cádiz estuvieron los fenicios y se han encontrado muchos restos en sus aguas. Por tanto, es lógico que “pescaras” un farol, pero ...¿encendido? No me lo creo.
El de bigotes, tras contar mentalmente las fichas de la mesa, y, con gesto triunfante, cerró con seis puntos. Hubo una breve discusión entre los perdedores de la mano y el más mayor, ganador de la misma, se recostó satisfecho en su respaldo y anunció al incrédulo.
¿Pues sabes qué te digo? —y espetó —que mientras que tu no le quites por lo menos un par de kilos a la lubina yo no apago el farol.
Esta vez la carcajada general fue, además de ruidosa, manifiestamente hiriente. El herido se levantó con brusquedad y se marchó en silencio sin despedirse.