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1 de febrero de 2011

La partida (leer antes "De entierro")

¡A la paz de Dios! —dijo a modo de saludo general, al entrar en el bar del barrio.
No había mucha gente. Un par de clientes, no habituales, tomando café en la barra y, allá en el rincón del fondo, los incondicionales de la peña jugando al dominó. Enfrascados en las fichas, ninguno contestó al saludo. Solo el camarero, que fregaba tazas, levantó la vista y, desplegando una desdentada sonrisa, contestó con sorna.
¡Hombre! ¡El niño perdido y hallado en el templo!
Fue entonces cuando los cuatro de la partida y dos mirones se volvieron al que entraba.
¡Bueno, bueno, bueno..., mirad quién tenemos aquí: El de Maracena! —señaló uno cualquiera.
El resto se hizo eco y se despachó con comentarios irónicos y maliciosos, al tiempo que soltaban sonoras risotadas.
¡Menos cachondeo, que estoy muy quemado! ¿eh? —quiso cortar el recién llegado.
No te cabrees, chaval, que estábamos todos preocupados por ti —comunicó uno de bigote amarillo de nicotina —. Nos creíamos que no salías de ésta. Dicen por ahí que, esta vez, te atizó fuerte tu mujer.
No es para tanto, un chichón y cinco puntos de nada —respondió el aludido.
Pues casi te manda con tu amigo Emilio.
La carcajada fue escandalosa y generalizada.
¡Bueno, ya está bien! —cortó a voz en grito.
Se fueron apagando las risas y volvieron a la partida, unos a jugar y otros a mirar.
¿Y en qué vas a emplear los días de baja? —inquirió el del bigote.
No se. Quizás me vaya a pescar.
¿A pescar? ¿Pero cuándo has pescado tú?
Aunque no lo creas yo he pescado toda la vida —aseveró—. Si ir más lejos, hace dos meses, tiré la caña al final del malecón y saqué una lubina de tres kilos.
¡No me digas...! —exclamó asombrado el más mayor —. ¿Y dónde dices?, ¿en el malecón?
Si; en la punta de San Felipe.
¡Ah sí! Allí entra mucho robalo. Yo también he pescado allí alguna vez —comentó mientras ahorcaba el seis doble—. Una tarde, cuando recogía el aparejo, me pegó un tirón de campeonato. Largué bastante hilo, porque me partía la caña, y esperé. Pero, cada vez que intentaba recoger, no había forma. «¿Qué hago?», me preguntaba. Opté por esperar a Paco, mi vecino, que echaba mano en el mercado de mayoristas, de allí al lado, en el turno de noche. «Él me ayudará a sacarlo», me confié.
¡Déjate de historias y pon ya de una vez! —exigió interrumpiendo el bigotes.
Se dobló en el cinco con mucha aparatosidad. Después siguió contando.
¿...Y qué te crees que saqué con la ayuda de Paco?
Todos desatendieron la partida y le miraron expectantes.
¡Un farol fenicio ...encendido!
Un silencio incrédulo se apoderó del ambiente.
¡Anda ya! —exclamó escéptico el recién llegado —. Eso no puede ser. Todo el mundo sabe que en Cádiz estuvieron los fenicios y se han encontrado muchos restos en sus aguas. Por tanto, es lógico que “pescaras” un farol, pero ...¿encendido? No me lo creo.
El de bigotes, tras contar mentalmente las fichas de la mesa, y, con gesto triunfante, cerró con seis puntos. Hubo una breve discusión entre los perdedores de la mano y el más mayor, ganador de la misma, se recostó satisfecho en su respaldo y anunció al incrédulo.
¿Pues sabes qué te digo? —y espetó —que mientras que tu no le quites por lo menos un par de kilos a la lubina yo no apago el farol.
Esta vez la carcajada general fue, además de ruidosa, manifiestamente hiriente. El herido se levantó con brusquedad y se marchó en silencio sin despedirse.



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