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28 de enero de 2011

De entierro

El viernes, a la salida del taller, cuando iba para casa, me lo dijeron. Se ha muerto tu amigo Emilio. La noticia me cayó como un jarro de agua fría. Emilio, mi amigo del alma, mi compañero de fatigas se ha ido para siempre. Sin pensarlo y sin dilación dirigí mi coche a la carretera nacional camino de Maracena, a treinta y cinco kilómetros, donde trabajaba y vivía.

Cuando llegué a su casa, se me cayó el alma a los pies. El cuadro humano era sobrecogedor. En el lecho de una humilde vivienda, mi amigo Emilio yacía sin vida y sin otra compañía que su esposa, una emigrante rumana que no sabía hablar castellano, y que lloraba desconsoladamente rodeada de dos niños pequeños que se agarraban a su falda, asustados por la escena. Cuando me repuse, traté de averiguar qué pensaba hacer su viuda y, lo que me dio entender, me destrozó el corazón. No tenía más familia, ni amigos, ni dinero para pagar los gastos del entierro y funeral del fallecido.

Así que me lié la manta a la cabeza y, con la nómina del mes que había cobrado y algún dinero más que ya tenía, me hice cargo de todo. Avisé a la funeraria, compré el ataúd, pagué el transporte al cementerio, las coronas de flores, la misa de corpore in sepulto y el nicho con su lápida. Después llevé a viuda y los niños a un bar cercano donde les di de comer. Finalmente les compré los billetes de tren para Rumanía. No quise llamar ni volver a casa hasta que no dejar todo organizado. ¡Pobre amigo Emilio!

Esto es lo que le conté a mi esposa cuando me presenté en mi casa el domingo a las dos de la madrugada. Ella, después de escucharme atentamente con los brazos cruzados sobre el pecho, me miró fijamente y me inquirió.
¿Y cómo es que apestas a vino y traes la cabeza llena de confetis?
En Maracena —, afirmé, sin inmutarme— es costumbre beber vino y arrojar confetis en los entierros.
«A veces, cuando las cosas son muy evidentes, lo de mantenella y no enmendalla no funciona», pensé mientras esperábamos que me atendiera el traumatólogo de guardia.



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