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19 de enero de 2011

Mi vecino

Vivimos en el mismo edificio pero no nos hablamos. Está fuera todo el día y viene solo a dormir, ya avanzada la noche, cuando han recogido todas las calles. Va sucio, sin afeitar, con uñas negras. Viste pantalón gris, camisa gris, chaleco gris, chaqueta gris y una especie de abrigo gris. O no es gris sino un color indefinido mezcla de tela vieja, usada y sucia. Es huraño y pide dinero a todo el que vé. Sus ojos tristes y cansados me miran con indiferencia.
Yo, en cambio, siempre estoy limpio y presentable. Mi comportamiento es solícito y amable con los que se me acercan. Y, además de los buenos días, les doy el dinero que me piden sin nada a cambio.
Puede parecer insólita esta vecindad, pero es la convivencia natural entre un mendigo y un cajero automático.

Aquella noche llegó antes que lo habitual. Amenazaba frío y lluvia. Como siempre, tapizó su pecho con hojas de periódicos y se cobijó con sucios cartones de embalaje. Probablemente no había comido en todo el día y sus aspecto era preocupante.
Tosió toda la noche. Con una tos seca, reiterativa, cansina, e improductiva. Y, esta vez, no le despertó el camión de la basura, ni la intensa luz del día que irrumpía por el ventanal. Ni siquiera se movió cuando entró el primer cliente de la mañana acompañado del desagradable ruido del ya abundante tráfico. Me temía lo peor.
—¡Buenos días! Introduzca su tarjeta, por favor— solicito en la pantalla.
Mientras yo procesaba la operación, el cliente miró de soslayo el montón de cartones.
—Retire su tarjeta, por favor— le advierto por escrito antes de deslizarle su dinero.
Se volvió después y, al tiempo que guardaba la billetera, observó con interés al mendigo y avanzó hacia él. Tras los papeles descubrió su rostro cerúleo con una grisácea barba llena de baba y mocos. Sus ojos, medio cerrados, enrojecidos y llorosos, tenían la mirada perdida.
Entraron otros clientes y se acercaron. Uno de ellos, con gesto profesional se agachó, le palpó la base del cuello durante unos instantes y, después de incorporarse lentamente, dijo.
—No le toco pulso.
Alguien llamó a una UVI móvil y, pasado un tiempo, tras la espectacular sirena, irrumpió en la escena un grupo de sanitarios que en breves momentos lo introdujeron en el furgón al tiempo que le hacían toda clase de maniobras resucitadoras.
Retiraron los cartones, limpiaron el suelo y todo quedó limpio y en perfectas condiciones.


Después de un mes he empezado a notar su falta. He asumido que mi único vecino, mi única compañía en las largas noches de invierno, me ha abandonado definitivamente. Es cierto que no había ninguna conversación entre nosotros, pero, aún así, lo esperaba impaciente todas las noches. Cuando venía borracho, contaba sus aventuras y se reía, y lloraba, y yo reía y lloraba con el, aunque me ignorara... A veces, sacaba de entre sus harapos una vieja armónica y tocaba “los niños del Pireo”. Solo tocaba esa canción. O no sabía o no quería tocar otra. A lo mejor le recordaba tiempos mejores... ¡quién sabe! Pero era lindo oír la melodía en el silencio de la madrugada. Le echo mucho de menos.
Oscurece. Otra noche más estoy sólo, en esta estancia que tiene la quietud y el silencio de una tumba. Otra noche en que mi ánimo se ahoga esperando el alba.
Alguien entra. Será el clásico cliente rezagado. Pero... no es un cliente... ¡Es él!, ¡mi vecino! No cabe duda, es él, aunque lo han afeitado y parece otro, más joven, más guapo. ¡Está aquí otra vez!, ¡ha vuelto! Siento una alegría inmensa en mis circuitos integrados. Mi pantalla es un relámpago de anuncios de ofertas luminosas.
Me mira y sonríe. Creo que él también se alegra de verme. ¡Soy inmensamente feliz! Yo creo que nadie puede serlo más. Lo observo con afecto mientras extiende sus cartones en el suelo. Se sienta sobre ellos, saca su vieja armónica y toca: «Se ve en el muelle pasear una niña con un niño como ayer fuimos tu y yo / Cogidos de la mano van, di cuál es, di cuál es, cual es su conversación».











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