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5 de enero de 2011

De Locos

"ahí van pegados a esos aparatitos imbéciles los bípedos zafios de esta raza tarada caminando como zombis parlantes. ¡Ay, tan importantes ellos! "

Fernando Vallejo en “El Apocalipsis”




El paseo de la mañana me ha llevado al centro. Es vísperas del día de reyes, hay rebajas y los comercios y las calles están a rebosar.
¡Un loco suelto! Allí enfrente, al otro lado del paso de peatones, hay un hombre que está loco. Habla solo en voz alta mientras hace aspavientos y pasea nerviosamente de un lado a otro. La gente lo mira extrañada y recelosa, procurando mantenerse apartada de él, pero no se inquieta. Tampoco veo ninguna autoridad en los alrededores. No será peligroso —pienso—, no obstante, deberían tener mayor control de estas personas.
La democracia trajo el desmantelamiento de los manicomios, aquellas instituciones donde, ya saben..., “no están todos los que son ni son todos los que están”. La izquierda postfranquista, rampante y salvadora, liberó a todos de una vez, y las cerró convencida de que eran cárceles de presos políticos (y hablaban con razón y la experiencia de Gulasch ¿o Gulag?), pero debieran haber solucionado estos casos.
¡Verde! La muchedumbre de una y otra acera nos entrecruzamos como naipes. El loco se acerca. Sigue hablando y manoteando. Tomo precauciones sin perderle de vista. Al pasar junto a mí observo que un delgado cable oscuro cuelga de su oído derecho y se pierde en un bolsillo de su chaqueta: ¡Está hablando por teléfono, el jodío, con el “manos libres”!
¡¿Cómo pude ser tan ingenuo?! Cosas de la edad..., supongo. Son otras formas, otras conductas, con las que debo familiarizarme.

Es curioso: Mi generación, hasta ahora, desconfiaba de los que hablaban solos; los consideraba locos o endemoniados. En cambio, acogía con normalidad a personas que cantaban solas. Es más, eran muestra de alegría y vitalidad contagiosa en la época de penuria y tristeza que nos tocó vivir.
Recuerdo los muleros en el campo, bajo el sol, gira que gira en la era solitaria del verano, sin mp3 que acompañe. No estaban locos cuando entonaban los «cantes de trilla» de siempre:
«Un labraor segaba los trigos nuevos... y el suor se secaba con el pañuelo».
«A mi mula Carmela, le via traé una jáquima nueva si trilla bien».
O las voces cantarinas de las muchachas en flor, saliendo, a oídos de nadie, por las ventanas, de par en par, de las casas sevillanas, mientras ellas faenaban aprendiendo a ser amas de casa, con la mente puesta en las promesas de mozos enamorados.
«Callejuela sin salía, en que yo vivo encerrá. Ni de noche, ni de día, ni p´alante... ni p´atrás».
«Desde su puerta misma hasta mi puerta... la veredita verde no cría yerba»
«Por mi salú, yo te juro que eres p´a mí lo primero y me duele hasta la sangre de lo mucho que te quiero».
No. Cantar solo, no era locura. Era una forma de contagio de alegría y de las ganas de vivir.
Hoy nadie canta por la calle, ni por las ventanas, ni en el tajo, ni en la besana; solo se oyen ruidos enlatados que producen cuatro locos —¿cómo pueden estar cuerdos quienes, por ejemplo, se hacen llamar “Los moginos escocíos”?— y, además, perseguidos y extorsionados por la SGAE.

Ya sé qué me van a regalar los reyesmagos: Un disco de vinilo de Juanita Reina con canciones imperecederas de Quintero, León y Quiroga que me transporten a tiempos “peores”.
«Capote... de grana y oro. Alegre como una rosa. Se pone delante´l toro igual que una mariposa.»




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