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8 de enero de 2011

El Paraíso

Cuando entré en el Paraíso me quedé alucinado al contemplar la frondosidad de los bosques, la variedad de pájaros, las inmensas praderas, los animales campando por sus respetos, saltando y brincando, los torrentes y los lagos, llenos de peces de colores, el mar inmenso con olas poderosas y espumantes, y las flores, muchas flores, de infinitas tonalidades y aromas. Y hombres sonrientes y amables; y mujeres... ¡como te diría yo que eran las mujeres! Y en las noches, de incontables estrellas, una luna grande, redonda, luminosa y romántica, conversaba con todos. Me sentí libre, pleno de alegría y felicidad.

Pero, como supe después, había normas. Aunque no había carteles ni otras señales que las indicaran, había normas. Y a mí, que en plena libertad soy muy patoso, se me ocurrió contar también mi sentimiento. Y la luna se escondió tras una nube negra. Se hizo el silencio, las aves no cantaban, los arroyos no corrían, se camuflaron los animales, se marchitaron las flores.

Salí hacia el este, triste y cabizbajo. Y, allí, al ver que también había belleza y vida inteligente, albergué esperanza de ser feliz de nuevo. Pero no era igual. La luna se había ocultado definitivamente para mí. Ya no volvería a contemplar nunca más la luz de su rostro... ni oír sus sabios consejos.



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