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13 de enero de 2011

Pescando

Mi tío Vicente me enseñó a pescar. En un antiguo malecón aislado, a un par de millas del puerto de Valencia, mar adentro, que llamaban “La Chitá”. Una barcaza nos llevaba muy de mañana y nos recogía al atardecer.
Recuerdo que utilizaba una caña larga a la que se acoplaba otra más pequeña, la “puntilla”, que era la clave del sistema. Pescar “a fondo” —que así se llamaba la modalidad– consistía en arrojar, lo más lejos posible, un sencillo artilugio formado por un fino sedal, plomo y un anzuelo que llevaba enhebrado un pequeño camarón o una lombriz. A partir de ahí, comenzaba una tediosa espera a que se doblara la puntilla, señal inequívoca de que algún pez había picado.
La impaciencia de la edad, me llevaba a recoger con premura el aparejo, cambiar frecuentemente de cebo, y dedicarme, ya aburrido, a la opción alternativa: bucear en las profundas y templadas aguas mediterráneas.

Ya jubilado, vuelvo a poner en práctica aquel deporte. Pero he cambiado de aguas: ahora pesco en internet. Comencé inspeccionando una red social: aguas correntinas, sonoras, de fauna variada pero de poca profundidad. Siguiendo el cauce informático, descubrí el inmenso mar internético: los blogs literarios, y, en este mar, veladamente nadando de aquí para allá, una ingente cantidad de peces de la más preciada especie: lectores on line. Tiene un inconveniente el sitio: hay muchos pescadores/escritores, de todo pelo y condición, disputándose los codiciados ejemplares. Tantos, que los peces/lectores no saben a dónde acudir.

Así que, me he instalado cómodamente en el sillón en mi ¿estudio? o ¿despacho? (ya no estudio ni despacho), me he procurado una caña más sofisticada y manejable: un ordenador (computadora), un sedal enorme, capaz de llegar, literalmente, al fin del mundo: la conexión de banda ancha, y he procedido a fabricar mi propia carnada, fresca, liviana y natural: microrrelatos.
Es divertido: nada más lanzar, comienzan las picadas. Abundantes, pequeñas, repetidas, «están leyendo». La mayoría de las veces no pasa de ahí; las picadas cesan y hay silencio total, «o no les gusta o se han comido la carnada». Recojo y vuelvo a cebar y lanzar, «ya entrarán».
Y entran, ¡vaya si entran! En ocasiones, la puntilla se dobla violentamente y permanece arqueada de forma ostensible, «han picado». La emoción me embarga y me induce a “recoger” con cierta precipitación. «¿Qué tipo de pez será...?, ¿será grande...?». Hay de todo, desde preciosas lubinas que se emocionan con mis argumentos, suaves merluzas que alaban mi estilo, bermejos besugos que me corrigen elegantemente, sabrosos pargos que me animan a seguir intentándolo, señoriales meros que «no está mal», sobrias doradas que me insinúan, amablemente, que la caza también es un deporte a considerar, feroces urtas que me espetan «tu cebo, simplemente, no mes gusta», o inigualables corbinas que juran seguir fiélmente mis relatos, hasta pescados feos y repugnantes, y frustrantes desechos contaminantes que no merece la pena citar.

No está mal, pero, en la línea de Ernest Hemingway, yo estoy esperando mi gran pez/editor. Ese pez grande, sabio y poderoso que muerda mi anzuelo, se trague mi carnada hasta las trancas y me levante violentamente del sillón.
Ese día (será, sin duda, uno de los más felices de mi vida), lo miraré a los ojos, le preguntaré y, tras darle un beso en los morros, lo devolveré al mar inmenso... porque ya no tengo hambre de comer, ni tiempo que perder comiendo y, sobre todo..., no me gusta comer pescado.


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