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27 de agosto de 2015

Alma



Siempre he sido un negado para esto de retener nombres, y, además, me da pereza buscarlos retroactivamente; por eso no recuerdo cómo se llama una científica que entrevistaron ayer en un diario diciendo cosas sumamente interesantes. Es relativamente joven, agraciada, gallega y —como se dice ahora— una “friky” de la investigación. Inició Medicina para ser oftalmóloga pero su ansia de saber le llevó por el camino de la neurociencia —España, EEUU, Inglaterra, EEUU otra vez— alcanzando fama internacional. Me quedo con una frase lapidaria: “Somos lo que es nuestro cerebro”, que me retrotrae a lo que escribía yo al principio del verano, “Pensamientos al amanecer”, donde elucubraba sobre qué es lo ajeno, que es lo mío y qué soy yo. Me confirma la admirada científica que todo nuestro organismo no es más que el soporte caduco y proveedor temporal del yo íntimo; un yo que no sabemos ubicarlo pero que barruntamos está en nuestra cabeza a la altura de nuestros ojos, única conexión directa del cerebro con el exterior. 

Por razón desconocida hemos asentado nuestros sentimientos en el tórax y los apetitos en el abdomen, pero, según la neurociencia, todo radica en ese extraordinario ordenador que está encastrado en la cabeza. Ahí asientan nuestra percepción, nuestros juicios, nuestros deseos, nuestras decisiones, nuestros recuerdos. ...¿Y qué es todo eso sino el alma? —inquiero yo—, nuestra esencia, lo que somos; esa entelequia que la teología ha usado con tanta persuasión, con tanto ahínco, asegurando que es inmortal. Otro neurocientífico — tampoco recuerdo su nombre, pero sé que es de Albacete y de gran prestigio en medios universitarios norteamericanos— también sitúa nuestra “alma” en zonas concretas del cerebro, y aventura la posibilidad de manipularla. Este ilustre compatriota va más allá: rechazando la etiqueta de ciencia-ficción, admite la posibilidad futura de transplantarla a un soporte artificial —recambio de cuerpo humano con capacidad de reposición—, que permita mantenerla activa indefinidamente tras la muerte corporal.

El hombre, una vez más, a vuelta con la inmortalidad. Desgraciadamente —¿o no?— ni usted, lector, ni yo viviremos esa vertiginosa situación.

23 de agosto de 2015

Amor y amistad


¿Qué es amor?, ¿y la amistad?
El amor necesita de la belleza y la pasión;
la amistad de mansedumbre y comprensión.
El primero es quebradizo y exigente, no tolera imperfección;
la segunda es dúctil, resistente y perdona los defectos.
El amor es joven e impetuoso;
la amistad es añosa y tolerante.
Ambos tienen parecido pero son distintos:
Uno es egoísta; la otra generosa.
Uno es guerra; la otra paz.
Uno es cerveza helada en la garganta, que apaga la sed impaciente;
la otra es néctar en los labios que regalan la conversación.
Ambos son hijos de la generosidad y egoísmo que yacen en el lecho de nuestro corazón.

7 de agosto de 2015

Ahora, libertad



Yo soy un niño de la postguerra. Nunca lo noté pero cuando fui mayor me enteré que era miembro de una familia humilde que bregaba por sobrevivir en un entorno social de opresión, de dolor, perplejidad y hambre física. Mis padres se ocuparon de quitarme el hambre pero no los sabañones, el moquillo con el frío y diarreas estivales por aguas insalubres que fueron compañeros míos inseparables. Me zafé de enfermedades implacables, de muertes frecuentes o secuelas lacerantes. A pesar de todo fui feliz; todo lo feliz que son los niños cuando tienen quien les cuide, cuando el deseo y la ilusión de vivir prevalecen sobre la desgracia, cuando ignoran la envidia y el fracaso.

Un barracón de obra sirvió de escuela acogedora donde un entrañable anciano venerable me enseñó las cuatro reglas, el catecismo y a cantar villancicos en Navidad, que era todo lo que tenía que saber. Jugué al fútbol con alpargatas y pelota de goma, en un llano terrizo sin límites de campo, ni porterías, ni árbitro, ni entrenador, ni marcador, ni tiempo. Me bañé a escondidas en el río y a escondidas me asfixió el primer cigarro, consciente de transgredir normas no escritas. Todo gratis. Descubrí, después, el volcán de sensaciones que provocan las niñas, hasta entonces inadvertidas, y la timidez que acompañó la señal de mi elegida; el nudo el la garganta de su mirada y de su risa. El temblor del roce de su mano. El mundo boca abajo de su beso. Todo gratis. El deseo me llevó en volandas a estudios superiores (también gratis) y a buscar mi lugar en el sol.

Solo entonces, desde mi ventana, me llegaron rumores del secuestro. Decían que habíamos sido reprimidos, que habíamos tenido encarcelada nuestra libertad. ¿Libertad?, ¿qué es libertad? —pregunté—, ¿cómo he podido vivir sin darme cuenta de su ausencia? Ahora ya se lo que es el odio, la envidia, la venganza. Quieren que viva de la forma que otros quieren. Me obligan a ser feliz como ellos sienten. Tengo que pensar y desear lo que tienen como valores definidos. Nada gratis. Esta libertad que nos imponen es muy cara; son necesarias grandes sumas de recursos que sostengan esta nueva forma de vivir. Hay que trabajar duro; trabajar ya no es una maldición divina, ahora es ¡¿un derecho?! que tiene el ser humano para realizarse, para presentarse ufano ante la diosa “Libertad” de una sociedad inventada.

Una sociedad que obliga a mirar hacia delante, que incendia todo lo que queda por detrás, que quiere borrar los recuerdos, incluirlos en un paréntesis y guardarlos en el desván de la ignorancia porque están proscritos, porque no se pueden exhibir, porque hay que avergonzarse de haber vivido en un tiempo maldito, como si lo hubiéramos escogido. Teníamos de haber sido desgraciados; haber sido feliz es un pecado que hemos de purgar con el silencio. Debemos estar locos los que así pensamos y nos expresamos; “nostálgicos” nos dicen, “reaccionarios”, “fascistas”..., porque hemos sido cómplices de no se qué, que hemos apoyado a no se quién, que hemos humillado a no se cuántos; cuando lo único que hacemos es tratar de conservar lo que somos, lo único que tenemos, nuestros recuerdos, nuestra alma.

¡Malditos los gestores de esta “libertad”! que, paradógicamente, me obliga a renunciar a lo que soy.