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28 de enero de 2011

De entierro

El viernes, a la salida del taller, cuando iba para casa, me lo dijeron. Se ha muerto tu amigo Emilio. La noticia me cayó como un jarro de agua fría. Emilio, mi amigo del alma, mi compañero de fatigas se ha ido para siempre. Sin pensarlo y sin dilación dirigí mi coche a la carretera nacional camino de Maracena, a treinta y cinco kilómetros, donde trabajaba y vivía.

Cuando llegué a su casa, se me cayó el alma a los pies. El cuadro humano era sobrecogedor. En el lecho de una humilde vivienda, mi amigo Emilio yacía sin vida y sin otra compañía que su esposa, una emigrante rumana que no sabía hablar castellano, y que lloraba desconsoladamente rodeada de dos niños pequeños que se agarraban a su falda, asustados por la escena. Cuando me repuse, traté de averiguar qué pensaba hacer su viuda y, lo que me dio entender, me destrozó el corazón. No tenía más familia, ni amigos, ni dinero para pagar los gastos del entierro y funeral del fallecido.

Así que me lié la manta a la cabeza y, con la nómina del mes que había cobrado y algún dinero más que ya tenía, me hice cargo de todo. Avisé a la funeraria, compré el ataúd, pagué el transporte al cementerio, las coronas de flores, la misa de corpore in sepulto y el nicho con su lápida. Después llevé a viuda y los niños a un bar cercano donde les di de comer. Finalmente les compré los billetes de tren para Rumanía. No quise llamar ni volver a casa hasta que no dejar todo organizado. ¡Pobre amigo Emilio!

Esto es lo que le conté a mi esposa cuando me presenté en mi casa el domingo a las dos de la madrugada. Ella, después de escucharme atentamente con los brazos cruzados sobre el pecho, me miró fijamente y me inquirió.
¿Y cómo es que apestas a vino y traes la cabeza llena de confetis?
En Maracena —, afirmé, sin inmutarme— es costumbre beber vino y arrojar confetis en los entierros.
«A veces, cuando las cosas son muy evidentes, lo de mantenella y no enmendalla no funciona», pensé mientras esperábamos que me atendiera el traumatólogo de guardia.



24 de enero de 2011

Otoño

Llegaste a mí en el otoño
cuando ya no hay primaveras,
cuando se acortan las tardes,
cuando se tiñen de rojo
los chopos de las riberas.
Ya se terminó el olor
que exhala una piel morena,
ya no habrá más ocasiones,
se acabaron las pasiones
que en otros tiempos tuviera.
No más caricias ni besos
ni un mal piropo siquiera,
ni lances de amor furtivo
ni orgasmos interminables
en noches de luna llena.

De aquel amar en silencio
solo soy conversaciones
sentadas aquí, a tu vera.


19 de enero de 2011

Mi vecino

Vivimos en el mismo edificio pero no nos hablamos. Está fuera todo el día y viene solo a dormir, ya avanzada la noche, cuando han recogido todas las calles. Va sucio, sin afeitar, con uñas negras. Viste pantalón gris, camisa gris, chaleco gris, chaqueta gris y una especie de abrigo gris. O no es gris sino un color indefinido mezcla de tela vieja, usada y sucia. Es huraño y pide dinero a todo el que vé. Sus ojos tristes y cansados me miran con indiferencia.
Yo, en cambio, siempre estoy limpio y presentable. Mi comportamiento es solícito y amable con los que se me acercan. Y, además de los buenos días, les doy el dinero que me piden sin nada a cambio.
Puede parecer insólita esta vecindad, pero es la convivencia natural entre un mendigo y un cajero automático.

Aquella noche llegó antes que lo habitual. Amenazaba frío y lluvia. Como siempre, tapizó su pecho con hojas de periódicos y se cobijó con sucios cartones de embalaje. Probablemente no había comido en todo el día y sus aspecto era preocupante.
Tosió toda la noche. Con una tos seca, reiterativa, cansina, e improductiva. Y, esta vez, no le despertó el camión de la basura, ni la intensa luz del día que irrumpía por el ventanal. Ni siquiera se movió cuando entró el primer cliente de la mañana acompañado del desagradable ruido del ya abundante tráfico. Me temía lo peor.
—¡Buenos días! Introduzca su tarjeta, por favor— solicito en la pantalla.
Mientras yo procesaba la operación, el cliente miró de soslayo el montón de cartones.
—Retire su tarjeta, por favor— le advierto por escrito antes de deslizarle su dinero.
Se volvió después y, al tiempo que guardaba la billetera, observó con interés al mendigo y avanzó hacia él. Tras los papeles descubrió su rostro cerúleo con una grisácea barba llena de baba y mocos. Sus ojos, medio cerrados, enrojecidos y llorosos, tenían la mirada perdida.
Entraron otros clientes y se acercaron. Uno de ellos, con gesto profesional se agachó, le palpó la base del cuello durante unos instantes y, después de incorporarse lentamente, dijo.
—No le toco pulso.
Alguien llamó a una UVI móvil y, pasado un tiempo, tras la espectacular sirena, irrumpió en la escena un grupo de sanitarios que en breves momentos lo introdujeron en el furgón al tiempo que le hacían toda clase de maniobras resucitadoras.
Retiraron los cartones, limpiaron el suelo y todo quedó limpio y en perfectas condiciones.


Después de un mes he empezado a notar su falta. He asumido que mi único vecino, mi única compañía en las largas noches de invierno, me ha abandonado definitivamente. Es cierto que no había ninguna conversación entre nosotros, pero, aún así, lo esperaba impaciente todas las noches. Cuando venía borracho, contaba sus aventuras y se reía, y lloraba, y yo reía y lloraba con el, aunque me ignorara... A veces, sacaba de entre sus harapos una vieja armónica y tocaba “los niños del Pireo”. Solo tocaba esa canción. O no sabía o no quería tocar otra. A lo mejor le recordaba tiempos mejores... ¡quién sabe! Pero era lindo oír la melodía en el silencio de la madrugada. Le echo mucho de menos.
Oscurece. Otra noche más estoy sólo, en esta estancia que tiene la quietud y el silencio de una tumba. Otra noche en que mi ánimo se ahoga esperando el alba.
Alguien entra. Será el clásico cliente rezagado. Pero... no es un cliente... ¡Es él!, ¡mi vecino! No cabe duda, es él, aunque lo han afeitado y parece otro, más joven, más guapo. ¡Está aquí otra vez!, ¡ha vuelto! Siento una alegría inmensa en mis circuitos integrados. Mi pantalla es un relámpago de anuncios de ofertas luminosas.
Me mira y sonríe. Creo que él también se alegra de verme. ¡Soy inmensamente feliz! Yo creo que nadie puede serlo más. Lo observo con afecto mientras extiende sus cartones en el suelo. Se sienta sobre ellos, saca su vieja armónica y toca: «Se ve en el muelle pasear una niña con un niño como ayer fuimos tu y yo / Cogidos de la mano van, di cuál es, di cuál es, cual es su conversación».











14 de enero de 2011

¡Buenos días!

Hoy me levanté temprano,
al alba,
y he visto tu señal.
Luego, he bajado al jardín de las palabras
que es de todos
y he compuesto este ramo de frases,
frescas, recién abiertas, recién cortadas
para tí,
para que te lleguen los colores y el aroma
que desprenden mis poemas
...cuando tú los lees

13 de enero de 2011

Pescando

Mi tío Vicente me enseñó a pescar. En un antiguo malecón aislado, a un par de millas del puerto de Valencia, mar adentro, que llamaban “La Chitá”. Una barcaza nos llevaba muy de mañana y nos recogía al atardecer.
Recuerdo que utilizaba una caña larga a la que se acoplaba otra más pequeña, la “puntilla”, que era la clave del sistema. Pescar “a fondo” —que así se llamaba la modalidad– consistía en arrojar, lo más lejos posible, un sencillo artilugio formado por un fino sedal, plomo y un anzuelo que llevaba enhebrado un pequeño camarón o una lombriz. A partir de ahí, comenzaba una tediosa espera a que se doblara la puntilla, señal inequívoca de que algún pez había picado.
La impaciencia de la edad, me llevaba a recoger con premura el aparejo, cambiar frecuentemente de cebo, y dedicarme, ya aburrido, a la opción alternativa: bucear en las profundas y templadas aguas mediterráneas.

Ya jubilado, vuelvo a poner en práctica aquel deporte. Pero he cambiado de aguas: ahora pesco en internet. Comencé inspeccionando una red social: aguas correntinas, sonoras, de fauna variada pero de poca profundidad. Siguiendo el cauce informático, descubrí el inmenso mar internético: los blogs literarios, y, en este mar, veladamente nadando de aquí para allá, una ingente cantidad de peces de la más preciada especie: lectores on line. Tiene un inconveniente el sitio: hay muchos pescadores/escritores, de todo pelo y condición, disputándose los codiciados ejemplares. Tantos, que los peces/lectores no saben a dónde acudir.

Así que, me he instalado cómodamente en el sillón en mi ¿estudio? o ¿despacho? (ya no estudio ni despacho), me he procurado una caña más sofisticada y manejable: un ordenador (computadora), un sedal enorme, capaz de llegar, literalmente, al fin del mundo: la conexión de banda ancha, y he procedido a fabricar mi propia carnada, fresca, liviana y natural: microrrelatos.
Es divertido: nada más lanzar, comienzan las picadas. Abundantes, pequeñas, repetidas, «están leyendo». La mayoría de las veces no pasa de ahí; las picadas cesan y hay silencio total, «o no les gusta o se han comido la carnada». Recojo y vuelvo a cebar y lanzar, «ya entrarán».
Y entran, ¡vaya si entran! En ocasiones, la puntilla se dobla violentamente y permanece arqueada de forma ostensible, «han picado». La emoción me embarga y me induce a “recoger” con cierta precipitación. «¿Qué tipo de pez será...?, ¿será grande...?». Hay de todo, desde preciosas lubinas que se emocionan con mis argumentos, suaves merluzas que alaban mi estilo, bermejos besugos que me corrigen elegantemente, sabrosos pargos que me animan a seguir intentándolo, señoriales meros que «no está mal», sobrias doradas que me insinúan, amablemente, que la caza también es un deporte a considerar, feroces urtas que me espetan «tu cebo, simplemente, no mes gusta», o inigualables corbinas que juran seguir fiélmente mis relatos, hasta pescados feos y repugnantes, y frustrantes desechos contaminantes que no merece la pena citar.

No está mal, pero, en la línea de Ernest Hemingway, yo estoy esperando mi gran pez/editor. Ese pez grande, sabio y poderoso que muerda mi anzuelo, se trague mi carnada hasta las trancas y me levante violentamente del sillón.
Ese día (será, sin duda, uno de los más felices de mi vida), lo miraré a los ojos, le preguntaré y, tras darle un beso en los morros, lo devolveré al mar inmenso... porque ya no tengo hambre de comer, ni tiempo que perder comiendo y, sobre todo..., no me gusta comer pescado.


12 de enero de 2011

Mamá

No me gusta que me lleve al colegio por las mañanas. En cambio, me encanta que me recoja, a la salida. Entonces va limpia, peinada, con la cara reluciente, como acabada de levantar. Y sonríe... sonríe... ¡Es tan guapa!
Siempre vamos paseando hasta casa, comemos juntos y, después, jugamos toda la tarde hasta cansarnos. Es buena, cariñosa y divertida. No podría vivir sin ella.
Pero, al anochecer, se vuelve a poner esa ropa. Se le ven mucho las piernas y las tetas. Y unos zapatos muy altos. Se suelta el pelo y se pinta la cara de colores. Ella dice que se pone así para ir trabajar, pero no me lo creo.
Me despierto por las noches y la echo de menos. No a la de los tacones..., a la que me recoge por la mañana en el colegio.


11 de enero de 2011

Sáncho

Lo busco con todo afán
quiero imitarte en tu porte,
en tu iluso caminar
por esos mundos de Dios,
sin saber cuando ni donde.
Con tu luciente armadura
y con tu flaco rocín
ya sea abatiendo molinos,
ya liberando cautivos,
ya reventando pellejos,
en Barataria feliz.
Díme tú, ¿por qué no puedo?,
¿qué será lo que me pasa?
¿Es que soy gordo y bajito,
que soy cerrado de barba?
¿O porque monte en un asno,
y vista tabardo y faja?

No es por eso, y digo más:
Es que siempre te acojona,
más que el riesgo y la aventura,
la opinión de los demás.
Mofarse de ti los necios,
que desprecian porque ignoran,
lo que sientes, lo que haces,
no lo puedes soportar.
Pero no solo es por eso,
lo tengo que confesar:
Un cerebro como el tuyo
nunca podrá imaginar
una Dulcinea sin par
que no sea de carne y hueso

...y, así, no puedes soñar.

10 de enero de 2011

Esperanza

¡Levántate!
Es hora ya de romper cadenas
que nos mantienen atrapados
en el escaparate de lo fácil.
¡Basta ya!
de jugar a ser comparsas
de los dioses que manejan
nuestra esencia
y nos pagan con un leve roce de brisa negra
en nuestra frente negra
Eres suya ¿no lo ves?
¿Por qué vuelas suave ante la inmundicia
como si fuera eterno el desenlace?
Si todos fueran rocas
¿qué sentido tendría el mar?


9 de enero de 2011

Escribir

Abuelo ¿qué haces?
Estoy escribiendo, Carlos.
¿Y qué escribes?
Un cuento. Estoy tratando de escribir un cuento.
¿Y donde lo escribes?
En internet.
¿Y a quién se lo cuentas?
A nadie en particular y a todo el mundo.
¿Y lo leen?
No lo sé. Supongo que unos sí y otros, la mayoría, no.
¿Y qué sacas con eso?
Nada, el puro placer de expresar pensamientos.
A mí me gustan los cuentos, abuelo. Y me gustaría ser escritor.
Pues es fácil: coge papel y lápiz y escribe lo que se te ocurra.
¿Así de fácil?
Así de fácil.
No, pero yo quiero ser escritor de libros, de los de las librerías. De esos que la gente los compra y ganas mucho dinero, y te sacan en televisión, y te dan premios.
¡Ah!, entonces tu quieres ser un escritor profesional, de los buenos, y famoso ¿no?
Sí.
Eso es más difícil, hijo mío, ...pero no imposible. Verás: lo primero ˇfi∆|œæ€®†¥˘ˇ fiÅÆ øππ[~§¶™ƒ∂∫åΩ∑©√ß ⁄£‰ µ„–ı˝•£‰ ⁄‘’≈¸ŒÆ€ ‡ ˇfi∆@|œæ€®†¥˘ˇ fiÅÆ øππ[]~§¶ƒ∂∫åΩ©√ß µ„–ı˝•£‰ ⁄‘’≈¸ŒÆ€ˇfi∆@|€®†¥˘ˇ fiÅÆ ~§¶ fi fi‡◊˙˘˙ › ‰
... y ya está.
Abuelo, prefiero ser médico como tú.
Has tomado una sabia decisión, Carlos. A propósito ¿le has escrito a los reyes magos?
No.
Pues hazlo. Sin faltas de ortografía. Y que entiendan bien lo que pides, si no...

8 de enero de 2011

El Paraíso

Cuando entré en el Paraíso me quedé alucinado al contemplar la frondosidad de los bosques, la variedad de pájaros, las inmensas praderas, los animales campando por sus respetos, saltando y brincando, los torrentes y los lagos, llenos de peces de colores, el mar inmenso con olas poderosas y espumantes, y las flores, muchas flores, de infinitas tonalidades y aromas. Y hombres sonrientes y amables; y mujeres... ¡como te diría yo que eran las mujeres! Y en las noches, de incontables estrellas, una luna grande, redonda, luminosa y romántica, conversaba con todos. Me sentí libre, pleno de alegría y felicidad.

Pero, como supe después, había normas. Aunque no había carteles ni otras señales que las indicaran, había normas. Y a mí, que en plena libertad soy muy patoso, se me ocurrió contar también mi sentimiento. Y la luna se escondió tras una nube negra. Se hizo el silencio, las aves no cantaban, los arroyos no corrían, se camuflaron los animales, se marchitaron las flores.

Salí hacia el este, triste y cabizbajo. Y, allí, al ver que también había belleza y vida inteligente, albergué esperanza de ser feliz de nuevo. Pero no era igual. La luna se había ocultado definitivamente para mí. Ya no volvería a contemplar nunca más la luz de su rostro... ni oír sus sabios consejos.



6 de enero de 2011

De copas

No se cuánto me he retrasado pero debe ser bastante. Desde que salí un momento esta mañana a comprar el periódico hasta las... deben ser ¿las once? No veo el reloj porque me mareo cuando fijo la vista, pero si está oscuro, no hay nadie por la calle y casi no pasan coches, debe ser más tarde... ¿las dos de la mañana, quizás?... ¡seguro!
Este Pepe no tiene fondo; cuando se pone a tomar copas se olvida del tiempo. ¡Claro! a él no lo espera nadie en casa, pero a mí... ¡Cómo se va a poner Julia cuando me vea!
Pero... tampoco es para tanto; solo han sido unas copitas y estamos en Navidad! Será comprensiva. Además a estas horas debe estar durmiendo (¡cómo ronca la jodía!) y no se dará cuenta ni que me meto en la cama; abriré la puerta sigilosamente y... ¡coño las llaves!.. ¡la he cagado: no encuentro las llaves! Esto sí es grave. Tendré que llamar al timbre, que se levante y me abra. No tengo escapatoria. Y ¿que le digo? Me acuerdo ahora de Vittorio Gassman, aquel galán italiano, ya veterano y lleno de experiencia teatral; hizo el puñetero un alarde de improvisación interpretativa en Madrid... ¡aquí lo quería yo ver, delante de Julia!

¡¡Ding-Dong!!
¡¡Ding-Dong!!
¡¡Ding...................Dong!

Lo siento, pero Pepe se empeñó en que celebráramos la Navidad tomando unas copas y... —trato de pasar sin mirarla.
¡Pero cómo se puede tener tanta desfachatez!— contesta airada—, ¡y a estas horas!
No te pongas así Julita, por favor.
¡Qué Julita ni qué ocho cuartos! ¡Esto es intolerable!
Trato de escabullirme avanzando torpemente por el pasillo.
De pronto veo en el salón un hombre en paños menores. Pero bueno, ¿que hace un hombre en mi casa a estas horas?, ¿y casi desnudo? ¡Pero si es mi vecino! No me puedo creer que mi mujer esté poniéndome los cuernos con mi vecino. ¡La mato!
Me vuelvo y encaro con ella, y al cogerla por el cuello observo que está como cambiada, no se le parece... ¡coño: que no es ella!

Ahora, magullado por el incomprensivo, intolerante y energúmeno de mi vecino me dirijo a mi verdadera casa, más espabilado, más razonable y dispuesto a recibir la penitencia que me sea impuesta por mi fiel y adorable esposa.



5 de enero de 2011

De Locos

"ahí van pegados a esos aparatitos imbéciles los bípedos zafios de esta raza tarada caminando como zombis parlantes. ¡Ay, tan importantes ellos! "

Fernando Vallejo en “El Apocalipsis”




El paseo de la mañana me ha llevado al centro. Es vísperas del día de reyes, hay rebajas y los comercios y las calles están a rebosar.
¡Un loco suelto! Allí enfrente, al otro lado del paso de peatones, hay un hombre que está loco. Habla solo en voz alta mientras hace aspavientos y pasea nerviosamente de un lado a otro. La gente lo mira extrañada y recelosa, procurando mantenerse apartada de él, pero no se inquieta. Tampoco veo ninguna autoridad en los alrededores. No será peligroso —pienso—, no obstante, deberían tener mayor control de estas personas.
La democracia trajo el desmantelamiento de los manicomios, aquellas instituciones donde, ya saben..., “no están todos los que son ni son todos los que están”. La izquierda postfranquista, rampante y salvadora, liberó a todos de una vez, y las cerró convencida de que eran cárceles de presos políticos (y hablaban con razón y la experiencia de Gulasch ¿o Gulag?), pero debieran haber solucionado estos casos.
¡Verde! La muchedumbre de una y otra acera nos entrecruzamos como naipes. El loco se acerca. Sigue hablando y manoteando. Tomo precauciones sin perderle de vista. Al pasar junto a mí observo que un delgado cable oscuro cuelga de su oído derecho y se pierde en un bolsillo de su chaqueta: ¡Está hablando por teléfono, el jodío, con el “manos libres”!
¡¿Cómo pude ser tan ingenuo?! Cosas de la edad..., supongo. Son otras formas, otras conductas, con las que debo familiarizarme.

Es curioso: Mi generación, hasta ahora, desconfiaba de los que hablaban solos; los consideraba locos o endemoniados. En cambio, acogía con normalidad a personas que cantaban solas. Es más, eran muestra de alegría y vitalidad contagiosa en la época de penuria y tristeza que nos tocó vivir.
Recuerdo los muleros en el campo, bajo el sol, gira que gira en la era solitaria del verano, sin mp3 que acompañe. No estaban locos cuando entonaban los «cantes de trilla» de siempre:
«Un labraor segaba los trigos nuevos... y el suor se secaba con el pañuelo».
«A mi mula Carmela, le via traé una jáquima nueva si trilla bien».
O las voces cantarinas de las muchachas en flor, saliendo, a oídos de nadie, por las ventanas, de par en par, de las casas sevillanas, mientras ellas faenaban aprendiendo a ser amas de casa, con la mente puesta en las promesas de mozos enamorados.
«Callejuela sin salía, en que yo vivo encerrá. Ni de noche, ni de día, ni p´alante... ni p´atrás».
«Desde su puerta misma hasta mi puerta... la veredita verde no cría yerba»
«Por mi salú, yo te juro que eres p´a mí lo primero y me duele hasta la sangre de lo mucho que te quiero».
No. Cantar solo, no era locura. Era una forma de contagio de alegría y de las ganas de vivir.
Hoy nadie canta por la calle, ni por las ventanas, ni en el tajo, ni en la besana; solo se oyen ruidos enlatados que producen cuatro locos —¿cómo pueden estar cuerdos quienes, por ejemplo, se hacen llamar “Los moginos escocíos”?— y, además, perseguidos y extorsionados por la SGAE.

Ya sé qué me van a regalar los reyesmagos: Un disco de vinilo de Juanita Reina con canciones imperecederas de Quintero, León y Quiroga que me transporten a tiempos “peores”.
«Capote... de grana y oro. Alegre como una rosa. Se pone delante´l toro igual que una mariposa.»




2 de enero de 2011

Año nuevo

Todos los uno de enero, mi suegra, hacía lo mismo. Al levantarse, daba una vuelta por la casa y, tras horrorizarse de los desastres de la noche anterior —botellas, copas, restos de tartas, de comidas, mezclados con velas derretidas, cigarros apagados, ceniceros rebosando... y confetis, montones de confetis y serpentinas alfombrando toda la casa—, acababa siempre de la misma manera: Se daba una ducha muy caliente, se ponía un traje elegante, se pintaba y se iba a la calle a coquetear con el año nuevo. Siempre me pareció una opción inteligente.
Yo, hoy he tratado de imitarla (menos lo de pintarme). Con los deseos y promesas de la noche vieja he cargado las pilas y, aprovechando que ha parado de llover y no hace frío, he salido a pasear por el Vial Norte, que le llaman.
Hay mucha gente en el bulevar. Predomina la gente mayor, no trasnochadora. Ropa oscura o negra (volvemos a Felipe II en ésto). También hay niños pequeños con sus juguetes nuevos de papanoel o del niñojesús (es pronto para los reyesmagos).

En ese panorama llama mi atención un grupo de chavales de unos quince años, de ambos sexos, que ocupan un banco en una zona ajardinada. Ellas juegan a ser mayor. Van maquilladas, con énfasis de color cuando ojos grandes de miópica mirada y gafas oscuras de pésames tonadilleros para esconder ojos pequeños. Pechos incipientes se insinúan aquí y allá, y muslos que, por lucirse, apenas se protegen del frío con finas medias negras transparentes. Sus melenas al viento son llevadas de un lado a otro, una y otra vez, por manos de gestos estudiados, exhalando feromonas.
Ellos van semirrapados y llevan cresta engominada. Lucen piercing en casi todos los apéndices de su cara enjuta y de color cetrino, propia del exceso de masturbación incontrolada.
Fuman y beben como cosacos desesperados, en comunidad, su propia mezcla de testosterona y estrógeno. El tiempo no tiene sentido para ellos y nada existe a su alrededor. Es la base de la vida, pero ellos no lo saben.
Mientras tanto, la crisis económica mundial amenaza la subsistencia, los políticos se dan tortazos por ocupar los mejores puestos dentro del partido, los gobiernos reclaman nuestro aplauso por la delicadeza con que nos despojan de lo nuestro. Los futbolistas ya no se conforman con jugar bien, ahora pretenden ser oradores. Los periodistas ungiéndose como profetas. La televisión desnudando sus propias miserias. Los artistas creyendo que, aún, pueden ser ricos con sus obras... y los que escribimos cosas, soñando, aunque sea, con un solo lector que se interese.
Todo ésto, que nosotros lo creemos importante, no son más que recortes marginales, sobras, asuntos basura, escenarios y actores teloneros del sexo, el auténtico motor de la vida. Los que podemos verlo en la distancia, sí lo sabemos... o deberíamos saberlo.

Estoy de vuelta. La casa está limpia y luminosa. Me siento en la terraza, en el banco blanco, saboreando una copa de manzanilla de Sanlúcar mientras observo cómo mis nietos Carlos y Luis, igual que los geranios, juegan esperando la llegada de la primavera.