Páginas

11 de febrero de 2011

Carmelita

«Una bronquiolitis» me dijo mi esposa por teléfono. Tras el paseo de media mañana, me había sentado al sol con mi amigo Pepe, en una terracita frente a los jardines de Cervantes, y tomábamos una copa de manzanilla, bien fresquita. Hablábamos de guisos y ponderábamos nuestra cocina casera “de toda la vida”, analizando con minuciosidad los distintos matices de un estofado de patatas con carrillada de cerdo, con laurel y pimienta negra. Y saltó la alarma. «El pediatra ha dicho que tiene bronquiolítis. ¡Tienes que ir a verla!» Ni estar jubilado te exime, como médico, de atender cualquier achaque familiar; tienes que confirmar diagnósticos y opinar del tratamiento aunque no tengas zorra idea de enfermedades de niños. Pero están impacientes y debo cancelar la tertulia.
¡Hasta mañana Pepe!
¡Hasta mañana!

Mientras camino, pienso en la importancia subjetiva de las enfermedades. Hay viejos que se eternizan en los hospitales, padeciendo dolencias mutilantes o letales y son despreciados por sus familiares más allegados. En cambio un niño o un joven precipitan situaciones exageradas que, la mayoría de las veces, no corresponden a la gravedad del caso. Creo que la experiencia hace al médico ponderar cada proceso y actuar con la celeridad precisa, aunque la angustia familiar, en ocasiones, lo interprete como pasividad o negligencia censurables. Otras veces es al contrario, la importancia del problema va camuflada en una aparente levedad sintomática. Entonces, cuando el médico aconseja el empleo de medidas más dramáticas, la familia duda de la capacidad diagnóstica y honestidad del mismo.

Recuerdo una noche vieja, de guardia en mi hospital. Habíamos tenido una cena algo especial, no gran cosa, y todo estaba tranquilo. Brindamos varias veces con champan, cómodamente relajados en las butacas del estar. Risas y comentarios derivaban a una comedida somnolencia. Y avisaron.
Una joven mareada. Los internistas quieren que le echemos un vistazo —dijo un residente avispado por el interfono.
Todo el mundo está mareado esta noche —contestó con sorna un cirujano de mi equipo.
Vamos a verla. Así nos espabilaremos —propuse levantándome.

Una niña de poco más de quince años yacía en uno de los boxes del área de urgencias. Sus padres angustiados se apartaron de ella cuando llegamos. El residente informó.
Estaba en una fiesta con amigos y, de pronto, sintió mareo seguido de náuseas y vómito alimenticio. Luego se desvaneció y cayó al suelo. Perdió la consciencia solo unos segundos, después se ha recuperado parcialmente. Todos los controles son normales salvo una hipotensión moderada y mantenida.
¿Tiene alguna enfermedad la niña? —le pregunté a los padres.
No, ninguna. Es que es la primera vez que sale con amigos y ha bebido —trataron de restar importancia.

Mantenía los ojos cerrados pero sus párpados temblaban. Quería ocultarse pero estaba pendiente y asustada.
¿Quieren salir un momento? —ordené amablemente a los padres.
La niña abrió los ojos angustiada al quedar sin la protección de su padres. Me senté al borde de la cama y, cogiendo su mano, la tranquilicé. Su piel era fría y sudorosa, su pulso débil y rápido y su conjuntiva pálida, como el lecho de sus uñas.
¿Te encuentras bien?
Sí.
¿Sigues mareada?
No.
¿Has notado sangre en las heces o en la orina?
No.
¿Cómo son tus reglas?
La noté incómoda.
Bien..., normal.
¿Cuándo fue la última?
No recuerdo.
¿No se ha atrasado?
No.
¿Has tenido ya relaciones sexuales?
Quiso zafarse. Buscó con la mirada a sus padres que intuía tras la cortina.
No.
Bajé la sábana y descubrí su abdomen. La presencia de la enfermera la tranquilizó.
¿Te duele? —mientras palpaba suavemente para relajar la musculatura.
No.
En un momento, tras presionar a fondo y descomprimir bruscamente, evidenció dolor agudo.
Un gesto y una mirada de complicidad y la enfermera me proporcionó una jeringuilla desechable. Pinché su abdomen y extraje sangre oscura casi negra.

Me levanté, salí e hice una señal a los padres para hablar discretamente. Ellos, expectantes e intrigados me siguieron cogidos de la mano.
Señores, su hija tiene una hemorragia dentro del abdomen.
La madre hizo un amago de sollozo, pero el padre la calmó con un gesto de entereza.
No puede ser, doctor. Mi niña está sana y no se ha dado ningún golpe. Sólo es un mareo de la bebida —me contradijo suplicante.
No, está sangrando. La hemorragia no debe ser muy intensa porque, aunque bajas, logra mantener las cifras de tensión, pero no cesa. Se puede shockar en cualquier momento. Hay que operar ya.
Ahora sí sollozó la madre a pesar del gesto conminador de su esposo.
Pero operarla ¿de qué?
Hay que abrir y ver de dónde sangra y, en función de la causa, proceder a la resolución con el procedimiento adecuado.
El padre mi miró desconfiado y me espetó irónico.
A ver si entiendo, doctor, ¿quiere usted decir que no sabe de donde sangra?
Así es.
¿Y pretende usted que le deje operar a mi hija sin saber qué tiene y qué le va a hacer? —preguntó cada vez más enojado.
Tengo sospechas por mi experiencia, pero tendría que hacer pruebas que demorarían un tiempo precioso que no podemos perder.
¿Qué es lo que sospecha? —retó con los brazos en jarras.
Llegó el momento delicado.
Le ruego que se comporte: Creo que se trata de la rotura de un embarazo ectópico.
¿Qué?, ¿un embarazo? —imprecó, echando espuma por la boca— ¡Usted no tiene ni puta idea de lo que le pasa a mi niña!
Tuvieron que defenderme de su agresividad. Estaba fuera se sí. En cambio, su esposa, había recobrado milagrosamente la calma. Estaba seria y pensativa. Y en un momento tomó las riendas de la situación.
Tú, a la calle, a fumarte un cigarrillo —empujó suavemente al “zombi” que rumiaba su incredulidad. Después, con sorprendente frialdad, me inquirió.
¿Dónde hay que firmar, doctor?

Tras la evacuación de un abundante hemoperitoneo, hubo que extirpar la trompa de Falopio derecha, desgarrada por un óvulo fecundado de implantación anómala. La niña evolucionó bien, su madre se encargó de ocultar el diagnóstico y a su padre no lo volví a ver. Ni unos ni otros tuvieron una palabra de agradecimiento para el equipo. Tampoco lo esperaba, todo va en el sueldo. También el riesgo de una denuncia por mala praxis.

Mi nieta Carmelita es preciosa, tiene la carita redondeada, el pelo negro muy tieso y la tez morena. Sonríe accionando sus manitas. ¿Bronquiolitis?, ¡que se acueste el pediatra!, mi nieta lo que tiene son unos ojos verde musgo que, cuando sea mayor, van a tener más peligro que un toro de Miura.


2 comentarios:

  1. Luís, creo que a los médicos les pasa como a las madres, que lo son y lo serán para siempre. Hay cierto paralelismo, es una vocación, cuidamos, curamos, apoyamos y siempre estamos de guardia ante una emergencia.

    ResponderEliminar
  2. Es cierto, pero no hay que ponerse nerviosos. Nada es incompatible con una copa de manzanilla, un amigo y un buen tema de conversación.

    Gracias por leerme.

    ResponderEliminar